/ domingo 20 de mayo de 2018

Dignidad, el antídoto del odio

En el Renacimiento Pico della Mirandola, a través de su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, recuperó un concepto que sería clave para la teoría de los derechos humanos: la dignidad. Numen del que derivan libertad e igualdad y que es principio originario de todos los derechos humanos: vida, integridad física y psíquica, honor, nombre, privacidad, imagen, por citar solo algunos. Dignidad que trasciende la dimensión personal por ser valor comunitario exigido frente al Estado y ante los otros, porque yo como tú, nosotros como los otros, poseemos la misma dignidad: la dignidad humana. Dignidad que es reconocimiento supremo del valor que singulariza y caracteriza a los seres humanos del resto de los seres vivos por estar dotados de razón, pero sobre todo de voluntad. Dignidad que no proviene ni es otorgada por nada ni nadie, al ser consubstancial, inherente, al hombre mismo por el hecho de ser un ser humano.

Sin embargo, debieron transcurrir siglos para que la humanidad reconociera oficialmente el concepto de dignidad humana. En 1937 a Irlanda debemos haber dispuesto en el artículo primero de su Constitución: “la dignidad del hombre es intocable. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder estatal”, pero fue solo con la Carta de las Naciones Unidas de 1945 que el concepto de dignidad humana comenzó a recuperarse a escala mundial, al declarar ésta que los pueblos congregados estaban resueltos “a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana”. Precepto que en 1948 acogió la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre al refrendar en su preámbulo: “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, agregando: “y dotados como están por naturaleza de razón y conciencia, deben conducirse fraternalmente los unos con los otros”. Lo que retomó meses después la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En 1949, Alemania dispondría en el primer artículo –irreformable- de su Ley Fundamental (la de Bonn): “La dignidad del hombre es intangible. Los poderes públicos están obligados a respetarle y protegerla” y en 1966 tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas como el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que todos los derechos “derivan de la dignidad inherente a la persona humana”.

El camino estaba trazado y poco a poco los diversos países fueron reconociendo a la dignidad como origen y eje de los derechos humanos en sus respectivos textos supremos: España, Chile Brasil, Colombia, Paraguay, Perú, entre otros. México, por su parte, a pesar de lo limitado de su inclusión en 2001 en el artículo primero de la Constitución Federal, estipuló: “Queda prohibida toda discriminación … que atenta contra la dignidad humana”. La marcha del mundo no podía ir en otro sentido. El horror del holocausto desencadenado durante la Segunda Guerra Mundial, aberrante producto de la criminal inhumanidad materializada en vejaciones y torturas inenarrables en los campos de concentración, de trabajo y exterminio, del genocidio masivo, de los experimentos con seres humanos, no podía repetirse. Reivindicar la dignidad humana era imprescindible e impostergable. Era la principal preocupación internacional y los derechos humanos el paradigma ético de las sociedades contemporáneas, al grado de que autores como Dworkin asociarán a la dignidad con el autorespeto y autenticidad, esto es, con el “deber de respeto”, el deber de la autoridad del Estado de respetar la dignidad humana.

Pero ¿qué ocurrió después? Nuestra lábil memoria pronto comenzó a olvidar la degradación que habíamos hecho de nuestros semejantes y con ello la extrema cosificación y despersonalización del otro y comenzamos a reincidir: del valor como esencia de la dignidad, transitamos al contra valor y, por tanto, a la indignidad. El fenomenólogo Antonio Millán Puelles dijo: “Yo creo que no se puede hablar de un retroceso general moral del ser humano”. Lamentablemente yo difiero. Veamos.

El periodista Jorge Ramos ha denunciado: “el odio es contagioso. Trump contagia odio”, y allí lo tenemos, calificando de animales a los migrantes, pero el problema, más allá de lo ofensivo y deleznable del calificativo, está en nosotros. Es un círculo vicioso: el mundo está contagiado de odio y cuando uno odia se transmuta en lo odiado. Por eso los discursos políticos destilan odio y las respuestas aún más. Por eso la intolerancia, discriminación, justicia por propia mano, desapariciones forzadas, feminicidios, detonan más violencia, agresividad y odio. Hemos caído en los niveles más bajos de la degradación humana en los que la palabra dignidad no existe más. Vivimos en una etapa de regresión moral, cada vez más lejos de aspirar a hacerlo con dignidad, porque nuestra esencia humana se ha desvalorizado, desnaturalizado y corrompido. Nuestros actos no son humanos, ni siquiera animales: son de bestias, de monstruos, producto de la espiral de odio creciente de los unos contra los otros que solo podrá frenarse cuando recuperemos nuestra esencia, humanidad y verdadero valor, es decir, cuando recuperemos la dignidad y volvamos a ser dignos de nosotros mismos.

bettyzanolli.gmail.com @BettyZanolli


En el Renacimiento Pico della Mirandola, a través de su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, recuperó un concepto que sería clave para la teoría de los derechos humanos: la dignidad. Numen del que derivan libertad e igualdad y que es principio originario de todos los derechos humanos: vida, integridad física y psíquica, honor, nombre, privacidad, imagen, por citar solo algunos. Dignidad que trasciende la dimensión personal por ser valor comunitario exigido frente al Estado y ante los otros, porque yo como tú, nosotros como los otros, poseemos la misma dignidad: la dignidad humana. Dignidad que es reconocimiento supremo del valor que singulariza y caracteriza a los seres humanos del resto de los seres vivos por estar dotados de razón, pero sobre todo de voluntad. Dignidad que no proviene ni es otorgada por nada ni nadie, al ser consubstancial, inherente, al hombre mismo por el hecho de ser un ser humano.

Sin embargo, debieron transcurrir siglos para que la humanidad reconociera oficialmente el concepto de dignidad humana. En 1937 a Irlanda debemos haber dispuesto en el artículo primero de su Constitución: “la dignidad del hombre es intocable. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder estatal”, pero fue solo con la Carta de las Naciones Unidas de 1945 que el concepto de dignidad humana comenzó a recuperarse a escala mundial, al declarar ésta que los pueblos congregados estaban resueltos “a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana”. Precepto que en 1948 acogió la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre al refrendar en su preámbulo: “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, agregando: “y dotados como están por naturaleza de razón y conciencia, deben conducirse fraternalmente los unos con los otros”. Lo que retomó meses después la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En 1949, Alemania dispondría en el primer artículo –irreformable- de su Ley Fundamental (la de Bonn): “La dignidad del hombre es intangible. Los poderes públicos están obligados a respetarle y protegerla” y en 1966 tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas como el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que todos los derechos “derivan de la dignidad inherente a la persona humana”.

El camino estaba trazado y poco a poco los diversos países fueron reconociendo a la dignidad como origen y eje de los derechos humanos en sus respectivos textos supremos: España, Chile Brasil, Colombia, Paraguay, Perú, entre otros. México, por su parte, a pesar de lo limitado de su inclusión en 2001 en el artículo primero de la Constitución Federal, estipuló: “Queda prohibida toda discriminación … que atenta contra la dignidad humana”. La marcha del mundo no podía ir en otro sentido. El horror del holocausto desencadenado durante la Segunda Guerra Mundial, aberrante producto de la criminal inhumanidad materializada en vejaciones y torturas inenarrables en los campos de concentración, de trabajo y exterminio, del genocidio masivo, de los experimentos con seres humanos, no podía repetirse. Reivindicar la dignidad humana era imprescindible e impostergable. Era la principal preocupación internacional y los derechos humanos el paradigma ético de las sociedades contemporáneas, al grado de que autores como Dworkin asociarán a la dignidad con el autorespeto y autenticidad, esto es, con el “deber de respeto”, el deber de la autoridad del Estado de respetar la dignidad humana.

Pero ¿qué ocurrió después? Nuestra lábil memoria pronto comenzó a olvidar la degradación que habíamos hecho de nuestros semejantes y con ello la extrema cosificación y despersonalización del otro y comenzamos a reincidir: del valor como esencia de la dignidad, transitamos al contra valor y, por tanto, a la indignidad. El fenomenólogo Antonio Millán Puelles dijo: “Yo creo que no se puede hablar de un retroceso general moral del ser humano”. Lamentablemente yo difiero. Veamos.

El periodista Jorge Ramos ha denunciado: “el odio es contagioso. Trump contagia odio”, y allí lo tenemos, calificando de animales a los migrantes, pero el problema, más allá de lo ofensivo y deleznable del calificativo, está en nosotros. Es un círculo vicioso: el mundo está contagiado de odio y cuando uno odia se transmuta en lo odiado. Por eso los discursos políticos destilan odio y las respuestas aún más. Por eso la intolerancia, discriminación, justicia por propia mano, desapariciones forzadas, feminicidios, detonan más violencia, agresividad y odio. Hemos caído en los niveles más bajos de la degradación humana en los que la palabra dignidad no existe más. Vivimos en una etapa de regresión moral, cada vez más lejos de aspirar a hacerlo con dignidad, porque nuestra esencia humana se ha desvalorizado, desnaturalizado y corrompido. Nuestros actos no son humanos, ni siquiera animales: son de bestias, de monstruos, producto de la espiral de odio creciente de los unos contra los otros que solo podrá frenarse cuando recuperemos nuestra esencia, humanidad y verdadero valor, es decir, cuando recuperemos la dignidad y volvamos a ser dignos de nosotros mismos.

bettyzanolli.gmail.com @BettyZanolli