/ jueves 11 de febrero de 2021

Dilema

El dilema se define como una situación en la que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas. Lo digo porque las horas por las que atraviesa el mundo, incluido obviamente México, son inéditas en mi generación. Me explico. Desde luego hablo de mi experiencia personal que, como toda experiencia de esta clase, nos enfrenta a hechos contundentes, categóricos si vale el término. Me refiero a la vida y a la llamada muerte, los que nunca habíamos tenido la ocasión de valorar tan a fondo, es decir, de ver en su verdadera dimensión, sentido y trascendencia. Claro que esto es relativo y no en términos generales; y por eso creo que mi experiencia personal puede ser un ejemplo de lo que pienso al respecto. Cuando alguien conocido muere, y con mayor razón si es un ser querido o amado, se abre ante nuestros ojos una incógnita enorme acerca de la vida; lo que pocas veces le ha sucedido a mi generación, al grupo generacional al que pertenezco. Entonces se revalora la vida. Por supuesto que el acontecimiento al que me refiero conlleva algo así como un “dar fe” de lo sucedido con toda clase de recordatorios, ceremonias, homenajes. Es, digamos, lo circunstancial, lo ocasional y que es parte de un ritual social; ritual que opaca o puede opacar hasta cierto punto lo esencial, siendo que incluso lo religioso o “meditativo trascendente” se pierde o diluye en la mera forma, en la apariencia. Es de mala apariencia, por ejemplo, no estar presente en una ceremonia luctuosa, concediéndole excepcional importancia a la apariencia, a lo que parece ser en el exterior.

Ahora bien, yo me pregunto si ese parecer solemne, serio, triste, compungido, atribulado, dolorido, corresponde a la realidad. No niego la sorpresa, el golpe ante lo que ha sucedido, ¿pero no solemos usar una “careta social”, según las circunstancias y para cubrir lo que somos? Sin desconocer la importancia de lo social o circunstancial, la vida y su llamada terminación lo llevan a uno al tema más relevante de nuestra existencia. Lo que implica que sin caer en el obscurantismo religioso o en el nihilismo filosófico -pariente del pesimismo- o en el torbellino existencial, la vida y la llamada muerte nos deberían llevar, ¿utopía?, a construir una sociedad distinta de la que hoy tenemos. Una sociedad en la que jamás se perdiera la lejana luz de un puerto, y en la que nuestra participación y presencia estuvieran marcadas por el sello que va dejando el viajero en su camino: mirar, ver, conocer, tratar de entender, admirar y festejarlo todo. Y sorprenderse. Porque la vida que vivimos es un camino y no una meta. Y la vida, con su llamado fin, no puede ser la meta. El camino no se corta de pronto, abrupta y absurdamente, echando por tierra toda la historia en un absurdo existencial. Cicerón, en De la Senectud (período de la vida humana que sigue a la madurez), dice las siguientes magistrales palabras: “Aquellos en verdad viven, que escaparon de las cadenas corporales como de una cárcel. La que vosotros llamáis vida, no es sino muerte”. Aunque sería equivocado entender la vida como mera muerte. Pero es el mismo Cicerón quien afirma en sus Disputaciones que “Vivir es pensar”. En suma, honores, recuerdos, ceremonias luctuosas, nos suelen alejar de algo que nunca deberíamos perder de vista, a saber, que la vida es infinita y que el gran dilema se reduce a elegir entre dos opciones igualmente buenas; y que si bien lo pensamos nadie se va porque todos se quedan, todos estamos. No obstante sigamos con nuestras costumbres mientras forjamos una nueva historia, no importa que poco a poco, en que cambie nuestra visión de la vida hoy sacudida por la pandemia.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca


El dilema se define como una situación en la que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas. Lo digo porque las horas por las que atraviesa el mundo, incluido obviamente México, son inéditas en mi generación. Me explico. Desde luego hablo de mi experiencia personal que, como toda experiencia de esta clase, nos enfrenta a hechos contundentes, categóricos si vale el término. Me refiero a la vida y a la llamada muerte, los que nunca habíamos tenido la ocasión de valorar tan a fondo, es decir, de ver en su verdadera dimensión, sentido y trascendencia. Claro que esto es relativo y no en términos generales; y por eso creo que mi experiencia personal puede ser un ejemplo de lo que pienso al respecto. Cuando alguien conocido muere, y con mayor razón si es un ser querido o amado, se abre ante nuestros ojos una incógnita enorme acerca de la vida; lo que pocas veces le ha sucedido a mi generación, al grupo generacional al que pertenezco. Entonces se revalora la vida. Por supuesto que el acontecimiento al que me refiero conlleva algo así como un “dar fe” de lo sucedido con toda clase de recordatorios, ceremonias, homenajes. Es, digamos, lo circunstancial, lo ocasional y que es parte de un ritual social; ritual que opaca o puede opacar hasta cierto punto lo esencial, siendo que incluso lo religioso o “meditativo trascendente” se pierde o diluye en la mera forma, en la apariencia. Es de mala apariencia, por ejemplo, no estar presente en una ceremonia luctuosa, concediéndole excepcional importancia a la apariencia, a lo que parece ser en el exterior.

Ahora bien, yo me pregunto si ese parecer solemne, serio, triste, compungido, atribulado, dolorido, corresponde a la realidad. No niego la sorpresa, el golpe ante lo que ha sucedido, ¿pero no solemos usar una “careta social”, según las circunstancias y para cubrir lo que somos? Sin desconocer la importancia de lo social o circunstancial, la vida y su llamada terminación lo llevan a uno al tema más relevante de nuestra existencia. Lo que implica que sin caer en el obscurantismo religioso o en el nihilismo filosófico -pariente del pesimismo- o en el torbellino existencial, la vida y la llamada muerte nos deberían llevar, ¿utopía?, a construir una sociedad distinta de la que hoy tenemos. Una sociedad en la que jamás se perdiera la lejana luz de un puerto, y en la que nuestra participación y presencia estuvieran marcadas por el sello que va dejando el viajero en su camino: mirar, ver, conocer, tratar de entender, admirar y festejarlo todo. Y sorprenderse. Porque la vida que vivimos es un camino y no una meta. Y la vida, con su llamado fin, no puede ser la meta. El camino no se corta de pronto, abrupta y absurdamente, echando por tierra toda la historia en un absurdo existencial. Cicerón, en De la Senectud (período de la vida humana que sigue a la madurez), dice las siguientes magistrales palabras: “Aquellos en verdad viven, que escaparon de las cadenas corporales como de una cárcel. La que vosotros llamáis vida, no es sino muerte”. Aunque sería equivocado entender la vida como mera muerte. Pero es el mismo Cicerón quien afirma en sus Disputaciones que “Vivir es pensar”. En suma, honores, recuerdos, ceremonias luctuosas, nos suelen alejar de algo que nunca deberíamos perder de vista, a saber, que la vida es infinita y que el gran dilema se reduce a elegir entre dos opciones igualmente buenas; y que si bien lo pensamos nadie se va porque todos se quedan, todos estamos. No obstante sigamos con nuestras costumbres mientras forjamos una nueva historia, no importa que poco a poco, en que cambie nuestra visión de la vida hoy sacudida por la pandemia.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca