/ jueves 29 de marzo de 2018

El agua del molino

  • La muerte de Juárez

El pasado 21 de marzo se celebró el CCXII aniversario del natalicio de Juárez. La gran pregunta es si su herencia sigue viva o si ha muerto. La verdad es que los homenajes de natalicio y muerte carecen de sentido si no se conmemora algo vivo porque la llamada muerte, ya se sabe, se supera en la historia con la vida histórica, con la presencia y herencia actuante de un quehacer humano.

Ahora bien, de Juárez resaltan muchas cosas enmarcadas en el oro que pule y lustra el historiar: su entereza moral, su patriotismo visionario, su pundonor basado en una superación constante venciendo obstáculos y dificultades mil, rebasándolos con la solidez de una firmeza espiritual derivada de su masonería. Y aquí me detengo. Juárez no sería lo que fue sin su formación espiritual. La libertad del espíritu lo llevó a entender y a comprender que lo inmortal del hombre se completa imprimiendo una huella en la historia y contribuyendo a que la materia se espiritualice, como en una escultura en que el mármol reluciente le abre las puertas a la belleza y a la libertad del alma. No separó ambas cosas porque el hombre camina en este mundo, y él lo sabía, no para renegar de su herencia terrena sino para enriquecerla. En el caso de Juárez, por supuesto, el acontecer social hizo lo suyo. El país vivía agobiado por la injusticia, la desigualdad social, el fanatismo clasista y una dramática falta de unidad y cohesión. Nada grande se puede lograr sin un sentido de trascendencia, y lo evidente es que la masonería lo impulsó a defender grandes valores. ¿De qué clase? ¿Valores, digamos, meramente circunstanciales, de ocasión, de oportunidad para encumbrarse en la vida civil? Juárez no era un dios por lo que Bulnes lo difama; lo que niegan y explican admirablemente Ralph Roeder (Juárez y su México) y por supuesto Héctor Pérez Martínez (Juárez el Impasible). El campechano acertó. La impasibilidad es la imperturbabilidad de la conciencia, la serenidad del ánimo, el sosiego del espíritu. No se trata de atributos o cualidades ajenos a la política, a la vida que se llama pública. Al contrario, son inherentes a la gran acción histórica. Ellos implican un compromiso moral del más alto grado que vincula al hombre con lo que trasciende. Repitiendo ideas de sobra conocidas, son a mi juicio la estrecha relación entre la Ciudad del Hombre y la Ciudad de Dios (San Agustín). Es decir, y sin la pretensión de escandalizar a los creyentes o a los ateos, la vida social y su progreso son un paso, que nunca un medio, para consolidar la fuerza espiritual del hombre.

En conclusión, Juárez tuvo una concepción superior de la política. Resultado de la masonería o no, al final de cuentas llegó a la cumbre. Juárez encarnó una figura única en la historia de México y de iberoamérica aunque su herencia, al respecto, suele ser desviada. Se lo sitúa generalmente como el defensor o estabilizador de algo, de una nación rota, quebrantada por la violencia y la guerra intestina y exterior, olvidando la gran pasión o motor que lo movía. Y sin esa pasión, que conste, la política es simplemente una ocupación de momento, ceñida al tiempo presente y a sus intereses casi siempre feroces. Su pensamiento progresista lo llevó a la evolución y transformación de México. Juárez encarnó la Reforma liberal, herencia histórica y moral única en el continente y que también se desvía a veces. Juárez no debe morir, parafraseando el famoso danzón. Nuestros políticos aspirantes a la presidencia de la República tienen el deber de mantenerlo vivo, vigente, en vigor y observancia. ¿Lo lograrán?

Sígueme en Twitter:@RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca

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El pasado 21 de marzo se celebró el CCXII aniversario del natalicio de Juárez. La gran pregunta es si su herencia sigue viva o si ha muerto. La verdad es que los homenajes de natalicio y muerte carecen de sentido si no se conmemora algo vivo porque la llamada muerte, ya se sabe, se supera en la historia con la vida histórica, con la presencia y herencia actuante de un quehacer humano.

Ahora bien, de Juárez resaltan muchas cosas enmarcadas en el oro que pule y lustra el historiar: su entereza moral, su patriotismo visionario, su pundonor basado en una superación constante venciendo obstáculos y dificultades mil, rebasándolos con la solidez de una firmeza espiritual derivada de su masonería. Y aquí me detengo. Juárez no sería lo que fue sin su formación espiritual. La libertad del espíritu lo llevó a entender y a comprender que lo inmortal del hombre se completa imprimiendo una huella en la historia y contribuyendo a que la materia se espiritualice, como en una escultura en que el mármol reluciente le abre las puertas a la belleza y a la libertad del alma. No separó ambas cosas porque el hombre camina en este mundo, y él lo sabía, no para renegar de su herencia terrena sino para enriquecerla. En el caso de Juárez, por supuesto, el acontecer social hizo lo suyo. El país vivía agobiado por la injusticia, la desigualdad social, el fanatismo clasista y una dramática falta de unidad y cohesión. Nada grande se puede lograr sin un sentido de trascendencia, y lo evidente es que la masonería lo impulsó a defender grandes valores. ¿De qué clase? ¿Valores, digamos, meramente circunstanciales, de ocasión, de oportunidad para encumbrarse en la vida civil? Juárez no era un dios por lo que Bulnes lo difama; lo que niegan y explican admirablemente Ralph Roeder (Juárez y su México) y por supuesto Héctor Pérez Martínez (Juárez el Impasible). El campechano acertó. La impasibilidad es la imperturbabilidad de la conciencia, la serenidad del ánimo, el sosiego del espíritu. No se trata de atributos o cualidades ajenos a la política, a la vida que se llama pública. Al contrario, son inherentes a la gran acción histórica. Ellos implican un compromiso moral del más alto grado que vincula al hombre con lo que trasciende. Repitiendo ideas de sobra conocidas, son a mi juicio la estrecha relación entre la Ciudad del Hombre y la Ciudad de Dios (San Agustín). Es decir, y sin la pretensión de escandalizar a los creyentes o a los ateos, la vida social y su progreso son un paso, que nunca un medio, para consolidar la fuerza espiritual del hombre.

En conclusión, Juárez tuvo una concepción superior de la política. Resultado de la masonería o no, al final de cuentas llegó a la cumbre. Juárez encarnó una figura única en la historia de México y de iberoamérica aunque su herencia, al respecto, suele ser desviada. Se lo sitúa generalmente como el defensor o estabilizador de algo, de una nación rota, quebrantada por la violencia y la guerra intestina y exterior, olvidando la gran pasión o motor que lo movía. Y sin esa pasión, que conste, la política es simplemente una ocupación de momento, ceñida al tiempo presente y a sus intereses casi siempre feroces. Su pensamiento progresista lo llevó a la evolución y transformación de México. Juárez encarnó la Reforma liberal, herencia histórica y moral única en el continente y que también se desvía a veces. Juárez no debe morir, parafraseando el famoso danzón. Nuestros políticos aspirantes a la presidencia de la República tienen el deber de mantenerlo vivo, vigente, en vigor y observancia. ¿Lo lograrán?

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