/ jueves 12 de mayo de 2022

El agua del molino | El verdadero maestro

Hace pocos días se celebró en la Universidad el Día del Maestro, ocasión que se presta para meditar sobre qué es un verdadero maestro. Se suele creer que el conocimiento lo es todo en quien enseña. Pienso entonces y en esa hipótesis en los anaqueles de mi biblioteca llenos, digamos, de conocimientos, siendo el caso que quien más acumule conocimientos mejor puede enseñar; y pienso también en el maestro que transmitió aquéllos de manera impresionante. ¿Qué ha quedado de él? La respuesta es fácil: lo que estaba en los anaqueles y que sigue estando allí. ¿Pero y él qué ha transmitido como asimilador de esos conocimientos? Séneca lo explica admirablemente bien diciendo, en sus Epístolas: “Elige por maestro aquel a quien admires, más por lo que en él vieres que por lo que escuchares de sus labios”. ¿Y qué es lo que se ve en el verdadero maestro? No lo que aparece físicamente, sino lo que refleja el físico, o sea, el carácter del maestro. Lo cierto es que el carácter esculpido por el individuo se manifiesta más en su ser -personalidad- que en sus palabras. Las palabras han estado, están y seguirán estando en los anaqueles, y allí las puede encontrar quien las busque; de tal manera que lo que el maestro enseña como puro conocimiento es meramente circunstancial. Es la circunstancia cultural, la ocasión cultural. ¿Y la esencia?

Ahora bien, el verdadero maestro “se enseña” primero a sí mismo, si se me permite la metáfora. ¿Y cómo puede hacerlo? Depurando su espíritu y haciendo que la palabra pedagógica sea el cincel que a golpe de cultura va esculpiendo su carácter. De tal suerte que se puede hablar de “carácter pedagógico”. Y esto es lo que queda del verdadero maestro, lo que en realidad transmite. Yo recuerdo a mis grandes maestros no por lo que decían con sus palabras preñadas de verdad cultural sino por lo que veía en ellos. Escuché la historia de que hablaban, la filosofía y el Derecho que explicaban con minuciosidad. ¿Pero de qué me servían sus palabras sin un carácter fuerte y sólido? En este sentido la cultura y el conocimiento culminan en el carácter, dejando allí una huella indeleble. En otros términos, la cultura -lo enseñado y aprendido- le da a la vida orientación, peso y sentido. Dicen que se enseña con el ejemplo, aunque yo diría que con el carácter. Un hecho del maestro, una actitud, dice más que sus palabras que pueden ser simplemente recitadas, aprendidas El individuo culto no tiene por qué andar diciendo su cultura, pregonándola o anunciándola; en cambio la vive. Este es el valor vital de la cultura. De suyo el carácter culto se va refinando hasta el grado “de ser cultura, pero sin decirlo” y nada más siéndolo. Es decir, la cultura puede sólo “ser”, dejando lo circunstancial de la palabra. ¿De qué sirven las bibliotecas cargadas de libros si los lectores de estos carecen de carácter cultural? La enseñanza no tiene como meta u objetivo final repetidores de palabras, sino actores de ellas. Lo que queda es el carácter cargado de cultura y no la cultura sin carácter, en manos de hombres lucidores de las palabras que leemos en las bibliotecas y que sólo traen puesto el traje de la cultura. Por eso la cultura no se consulta, se vive. En suma, el verdadero maestro enseña con el carácter pulido y esculpido por la cultura, volviéndolo palabra hecha acción, modo de ser, de comportarse y de vivir. Y esto es lo que debemos festejar, que no tanto a los hacedores de eruditos que dejan pasar la vida.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNIVERSIDAD

PREMIO UNIVERSIDAD NACIONAL


Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho raulcarranca

Hace pocos días se celebró en la Universidad el Día del Maestro, ocasión que se presta para meditar sobre qué es un verdadero maestro. Se suele creer que el conocimiento lo es todo en quien enseña. Pienso entonces y en esa hipótesis en los anaqueles de mi biblioteca llenos, digamos, de conocimientos, siendo el caso que quien más acumule conocimientos mejor puede enseñar; y pienso también en el maestro que transmitió aquéllos de manera impresionante. ¿Qué ha quedado de él? La respuesta es fácil: lo que estaba en los anaqueles y que sigue estando allí. ¿Pero y él qué ha transmitido como asimilador de esos conocimientos? Séneca lo explica admirablemente bien diciendo, en sus Epístolas: “Elige por maestro aquel a quien admires, más por lo que en él vieres que por lo que escuchares de sus labios”. ¿Y qué es lo que se ve en el verdadero maestro? No lo que aparece físicamente, sino lo que refleja el físico, o sea, el carácter del maestro. Lo cierto es que el carácter esculpido por el individuo se manifiesta más en su ser -personalidad- que en sus palabras. Las palabras han estado, están y seguirán estando en los anaqueles, y allí las puede encontrar quien las busque; de tal manera que lo que el maestro enseña como puro conocimiento es meramente circunstancial. Es la circunstancia cultural, la ocasión cultural. ¿Y la esencia?

Ahora bien, el verdadero maestro “se enseña” primero a sí mismo, si se me permite la metáfora. ¿Y cómo puede hacerlo? Depurando su espíritu y haciendo que la palabra pedagógica sea el cincel que a golpe de cultura va esculpiendo su carácter. De tal suerte que se puede hablar de “carácter pedagógico”. Y esto es lo que queda del verdadero maestro, lo que en realidad transmite. Yo recuerdo a mis grandes maestros no por lo que decían con sus palabras preñadas de verdad cultural sino por lo que veía en ellos. Escuché la historia de que hablaban, la filosofía y el Derecho que explicaban con minuciosidad. ¿Pero de qué me servían sus palabras sin un carácter fuerte y sólido? En este sentido la cultura y el conocimiento culminan en el carácter, dejando allí una huella indeleble. En otros términos, la cultura -lo enseñado y aprendido- le da a la vida orientación, peso y sentido. Dicen que se enseña con el ejemplo, aunque yo diría que con el carácter. Un hecho del maestro, una actitud, dice más que sus palabras que pueden ser simplemente recitadas, aprendidas El individuo culto no tiene por qué andar diciendo su cultura, pregonándola o anunciándola; en cambio la vive. Este es el valor vital de la cultura. De suyo el carácter culto se va refinando hasta el grado “de ser cultura, pero sin decirlo” y nada más siéndolo. Es decir, la cultura puede sólo “ser”, dejando lo circunstancial de la palabra. ¿De qué sirven las bibliotecas cargadas de libros si los lectores de estos carecen de carácter cultural? La enseñanza no tiene como meta u objetivo final repetidores de palabras, sino actores de ellas. Lo que queda es el carácter cargado de cultura y no la cultura sin carácter, en manos de hombres lucidores de las palabras que leemos en las bibliotecas y que sólo traen puesto el traje de la cultura. Por eso la cultura no se consulta, se vive. En suma, el verdadero maestro enseña con el carácter pulido y esculpido por la cultura, volviéndolo palabra hecha acción, modo de ser, de comportarse y de vivir. Y esto es lo que debemos festejar, que no tanto a los hacedores de eruditos que dejan pasar la vida.


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