/ jueves 19 de abril de 2018

El agua del molino | La Praxis y el ideal

Hay un libro magnífico de Maurice Joly, el abogado y gran polemista francés que en 1864 hizo publicar anónimamente sus famosos Diálogos en los Infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu, sátira mordaz contra Napoleón III y su Constitución imperial. El texto anónimo fue localizado por la policía y su autor, ya descubierto, llevado a prisión. Su obra que jamás fue reimpresa después de aquello sino hasta 1921, empezó a consagrarse como uno de los textos más importantes de la literatura política. Lo relevante es que Joly denuncia las estratagemas de todos los regímenes autoritarios en que se modifican o se hacen constituciones con el sólo fin de disimular el despotismo. Es un diálogo entre el cinismo y la legalidad, entre la autocracia y las instituciones de Estado. Es un diálogo entre dos tipos de política y políticos; siempre actual y jamás concluido, hoy menos que nunca.

Ahora bien, Maquiavelo dice en el texto que a Florencia la sostienen las instituciones populares y no un gobierno opresor o autocrático. Punto interesante que obliga a la reflexión, porque él mismo dirá también que su tesis, defendida con elocuencia, evita la destrucción de las instituciones porque él es la espada de la revolución que controla las fuerzas insensatas movidas por la brutalidad de los instintos. ¿Lo que busca el florentino es disciplinar esas fuerzas a través de una autocracia que pone orden? Sin embargo hay un obstáculo muy grande para ello y que corresponde en los tiempos que corren a la tesis de Montesquieu: la ineficacia de la autocracia que se ha puesto de relieve con la debacle de las llamadas democracias populares, derruyendo el llamado culto de la personalidad. Esto se distingue con toda claridad cuando en el texto Montesquieu defiende el “progreso continuo de la democracia” y la “liberalización de una legislación que crece desbordadamente en instituciones y costumbres”.

Se trataría, pues, del progreso dialéctico e inevitable de la democracia y de impedir el torrente de la legislación denominada democrática.

Cuestión aparte es la reflexión de que el despotismo, invariablemente, se propone reprimir la libertad política de los hombres y frenar sus ideas u orientarlas mediante una aparatosa “fraseología liberal”. En suma, cinismo político que Montesquieu defiende en el Diálogo con la razón y la legalidad consagradas en El Espíritu de las Leyes. He narrado todo lo anterior, resumido, porque en el panorama político de México, ya en plena campaña electoral, se distinguen dos polos de concentración política, es decir, de una parte una clara tendencia al autoritarismo, a la autocracia, y de la otra un discurso a favor de las instituciones y la legalidad. Toca al ciudadano, desde ahora, ver quién representa qué para emitir en su momento un voto razonado. Porque es innegable que en política las apariencias engañan y lo que de pronto parece abrupto o peligroso no lo es en rigor o, al contrario, lo que aparenta ser democrático, liberal y conforme con el espíritu de la ley resulta al final de cuentas autoritario y autocrático. Es lo mismo, toda proporción guardada, que las estadísticas que en su supuesta inmutabilidad proporcional y matemática ocultan disfraces propios de la realidad social siempre mutable. La hora de la verdad será la del voto legal y libremente depositado, contabilizado y declarado oficialmente. Por eso hay que prepararlo con tiempo y a conciencia porque el voto improvisado y “al vapor” es la puerta que se le abre al caos político.

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Hay un libro magnífico de Maurice Joly, el abogado y gran polemista francés que en 1864 hizo publicar anónimamente sus famosos Diálogos en los Infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu, sátira mordaz contra Napoleón III y su Constitución imperial. El texto anónimo fue localizado por la policía y su autor, ya descubierto, llevado a prisión. Su obra que jamás fue reimpresa después de aquello sino hasta 1921, empezó a consagrarse como uno de los textos más importantes de la literatura política. Lo relevante es que Joly denuncia las estratagemas de todos los regímenes autoritarios en que se modifican o se hacen constituciones con el sólo fin de disimular el despotismo. Es un diálogo entre el cinismo y la legalidad, entre la autocracia y las instituciones de Estado. Es un diálogo entre dos tipos de política y políticos; siempre actual y jamás concluido, hoy menos que nunca.

Ahora bien, Maquiavelo dice en el texto que a Florencia la sostienen las instituciones populares y no un gobierno opresor o autocrático. Punto interesante que obliga a la reflexión, porque él mismo dirá también que su tesis, defendida con elocuencia, evita la destrucción de las instituciones porque él es la espada de la revolución que controla las fuerzas insensatas movidas por la brutalidad de los instintos. ¿Lo que busca el florentino es disciplinar esas fuerzas a través de una autocracia que pone orden? Sin embargo hay un obstáculo muy grande para ello y que corresponde en los tiempos que corren a la tesis de Montesquieu: la ineficacia de la autocracia que se ha puesto de relieve con la debacle de las llamadas democracias populares, derruyendo el llamado culto de la personalidad. Esto se distingue con toda claridad cuando en el texto Montesquieu defiende el “progreso continuo de la democracia” y la “liberalización de una legislación que crece desbordadamente en instituciones y costumbres”.

Se trataría, pues, del progreso dialéctico e inevitable de la democracia y de impedir el torrente de la legislación denominada democrática.

Cuestión aparte es la reflexión de que el despotismo, invariablemente, se propone reprimir la libertad política de los hombres y frenar sus ideas u orientarlas mediante una aparatosa “fraseología liberal”. En suma, cinismo político que Montesquieu defiende en el Diálogo con la razón y la legalidad consagradas en El Espíritu de las Leyes. He narrado todo lo anterior, resumido, porque en el panorama político de México, ya en plena campaña electoral, se distinguen dos polos de concentración política, es decir, de una parte una clara tendencia al autoritarismo, a la autocracia, y de la otra un discurso a favor de las instituciones y la legalidad. Toca al ciudadano, desde ahora, ver quién representa qué para emitir en su momento un voto razonado. Porque es innegable que en política las apariencias engañan y lo que de pronto parece abrupto o peligroso no lo es en rigor o, al contrario, lo que aparenta ser democrático, liberal y conforme con el espíritu de la ley resulta al final de cuentas autoritario y autocrático. Es lo mismo, toda proporción guardada, que las estadísticas que en su supuesta inmutabilidad proporcional y matemática ocultan disfraces propios de la realidad social siempre mutable. La hora de la verdad será la del voto legal y libremente depositado, contabilizado y declarado oficialmente. Por eso hay que prepararlo con tiempo y a conciencia porque el voto improvisado y “al vapor” es la puerta que se le abre al caos político.

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