/ jueves 14 de julio de 2022

El agua del molino | Las virtudes del abogado

Se acaba de celebrar el Día del Abogado, lo que me hace recordar un libro extraordinario de Piero Calamandrei, Demasiados Abogados (Ediciones Jurídicas Europa- América, Buenos Aires, 1960, en magnífica traducción de José R. Xirau) donde exalta las virtudes del abogado diciendo que “es preciso no olvidar que ninguna de las profesiones humanas, ni siquiera aquellas cuya utilidad es universalmente sentida, puede sustraerse a la sátira”, señalando a continuación: “pero precisamente desde el momento en que representa al abogado como la encarnación de todas las cualidades antitéticas de la honradez, de la sinceridad y del desinterés, viene tácitamente a reconocer que estas últimas virtudes deberían ser el patrimonio más caro de los profesionales del derecho y consiguientemente, a través de las diatribas contra los abogados degenerados, reafirma sin darse cuenta la nobleza de la abogacía”. Bellas, sabias y profundas palabras que evocan las famosas caricaturas de Daumier sobre los abogados.

Ahora bien, las virtudes señaladas no siempre se aprenden en las facultades y escuelas de Derecho, siendo la vida en cambio la encargada de hacerlo. Pero se trata de la vida bien vivida, de la que va enseñando los caminos a seguir, siempre guiados éstos por los impulsos del corazón que palpita al ritmo de la bondad. Son en efecto muchos estudiantes, futuros abogados, los que atiborran las aulas universitarias. ¿Cuál es la causa? La enorme cantidad de demanda frente a una insuficiente oferta. Aspiran los que no saben, pero los que saben, o se supone que saben, no siempre se hallan a la altura de lo que se les pide. ¿Qué hacer? Es el precio que se paga por la sobrepoblación. Sin embargo el hecho es que los ideales de la abogacía, sus virtudes, chocan con una sociedad en que predominan lo opuesto a la honradez, a la sinceridad y al desinterés. Vivimos y convivimos en sociedades de consumo donde la regla es la competencia despiadada, priorizado lo estrictamente material sobre la idea inmaterial de los valores a que me refiero. Y suponiendo que en las facultades y escuelas de Derecho la ética y la deontología fueran materias imprescindibles en los planes de estudios, la verdad es que la luz de la doctrina y de la teoría se ve opacada por la cruda realidad de las sociedades consumistas. Sin embargo no hay que cejar en el empeño. Al efecto pocos profesionales, poquísimos como los abogados, deben oír la voz de sus conciencias. Aquí la vocación ha de ir acompañada de una firme decisión de hacer el bien, ya que en última instancia la Justicia busca el bien. Justicia sin bondad es desinterés, afirmaba Cicerón, partiendo de la base de que nunca se deben enfrentar el interés propio con el ajeno. Lo cierto es que se trata de un interés general, común. Lo bueno y lo equitativo son el alma y el espíritu de una sociedad que en realidad progresa. ¿Es lo que digo mucho idealismo que raya en la utopía? Si el abogado dejara el ideal a un lado no serviría entonces a la Justicia sino a la injusticia. Por eso la nuestra es una profesión que emerge de los ideales más profundos que anhela el hombre, de esos con los que sueña aunque los pueda negar en la realidad. Don Quijote, tan citado en estas meditaciones, no era un loco, sino un cuerdo al que tildaban de loco los verdaderos locos. No es fácil ser auténticos abogados, pero tampoco difícil. Con que se oiga la voz de la conciencia, con que se sea coherente con uno mismo, con que no acallemos el llamado de la Justicia y pretendamos disfrazarla de injusticia, habremos sido hombres de verdad, seres humanos auténticos. Y el que no sienta esto que se quite la toga, que siempre habrá otro que honestamente aspire a tenerla. ¿No somos la única esperanza de tener una sociedad mejor de la que tenemos, de una sociedad en la que nuestro destino se complete y culmine? Profesión la nuestra bella y heroica, no la malbaratemos.


PROFESOR EMÉRITO DE LA UNIVERSIDAD

PREMIIO UNIVERSIDAD NACIONAL


Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho raulcarranca

Se acaba de celebrar el Día del Abogado, lo que me hace recordar un libro extraordinario de Piero Calamandrei, Demasiados Abogados (Ediciones Jurídicas Europa- América, Buenos Aires, 1960, en magnífica traducción de José R. Xirau) donde exalta las virtudes del abogado diciendo que “es preciso no olvidar que ninguna de las profesiones humanas, ni siquiera aquellas cuya utilidad es universalmente sentida, puede sustraerse a la sátira”, señalando a continuación: “pero precisamente desde el momento en que representa al abogado como la encarnación de todas las cualidades antitéticas de la honradez, de la sinceridad y del desinterés, viene tácitamente a reconocer que estas últimas virtudes deberían ser el patrimonio más caro de los profesionales del derecho y consiguientemente, a través de las diatribas contra los abogados degenerados, reafirma sin darse cuenta la nobleza de la abogacía”. Bellas, sabias y profundas palabras que evocan las famosas caricaturas de Daumier sobre los abogados.

Ahora bien, las virtudes señaladas no siempre se aprenden en las facultades y escuelas de Derecho, siendo la vida en cambio la encargada de hacerlo. Pero se trata de la vida bien vivida, de la que va enseñando los caminos a seguir, siempre guiados éstos por los impulsos del corazón que palpita al ritmo de la bondad. Son en efecto muchos estudiantes, futuros abogados, los que atiborran las aulas universitarias. ¿Cuál es la causa? La enorme cantidad de demanda frente a una insuficiente oferta. Aspiran los que no saben, pero los que saben, o se supone que saben, no siempre se hallan a la altura de lo que se les pide. ¿Qué hacer? Es el precio que se paga por la sobrepoblación. Sin embargo el hecho es que los ideales de la abogacía, sus virtudes, chocan con una sociedad en que predominan lo opuesto a la honradez, a la sinceridad y al desinterés. Vivimos y convivimos en sociedades de consumo donde la regla es la competencia despiadada, priorizado lo estrictamente material sobre la idea inmaterial de los valores a que me refiero. Y suponiendo que en las facultades y escuelas de Derecho la ética y la deontología fueran materias imprescindibles en los planes de estudios, la verdad es que la luz de la doctrina y de la teoría se ve opacada por la cruda realidad de las sociedades consumistas. Sin embargo no hay que cejar en el empeño. Al efecto pocos profesionales, poquísimos como los abogados, deben oír la voz de sus conciencias. Aquí la vocación ha de ir acompañada de una firme decisión de hacer el bien, ya que en última instancia la Justicia busca el bien. Justicia sin bondad es desinterés, afirmaba Cicerón, partiendo de la base de que nunca se deben enfrentar el interés propio con el ajeno. Lo cierto es que se trata de un interés general, común. Lo bueno y lo equitativo son el alma y el espíritu de una sociedad que en realidad progresa. ¿Es lo que digo mucho idealismo que raya en la utopía? Si el abogado dejara el ideal a un lado no serviría entonces a la Justicia sino a la injusticia. Por eso la nuestra es una profesión que emerge de los ideales más profundos que anhela el hombre, de esos con los que sueña aunque los pueda negar en la realidad. Don Quijote, tan citado en estas meditaciones, no era un loco, sino un cuerdo al que tildaban de loco los verdaderos locos. No es fácil ser auténticos abogados, pero tampoco difícil. Con que se oiga la voz de la conciencia, con que se sea coherente con uno mismo, con que no acallemos el llamado de la Justicia y pretendamos disfrazarla de injusticia, habremos sido hombres de verdad, seres humanos auténticos. Y el que no sienta esto que se quite la toga, que siempre habrá otro que honestamente aspire a tenerla. ¿No somos la única esperanza de tener una sociedad mejor de la que tenemos, de una sociedad en la que nuestro destino se complete y culmine? Profesión la nuestra bella y heroica, no la malbaratemos.


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