/ jueves 5 de noviembre de 2020

El Día de Muertos

El Día de Muertos que se acaba de celebrar en México representa una expresión de la más alta cultura nacional. ¿A qué me refiero? A una costumbre basada en un modo de vida muy arraigado en nuestro pueblo desde hace siglos. A un modo de ver la vida incluida la llamada muerte. Y para situarnos en un espacio de privilegiada cultura nacional en nuestra historia milenaria me remito al ancestral Popol Vuh, joya entre las leyendas quichés y tesoro invaluable de la literatura maya. Allí aparece entre sombras y luces, entre fuegos y resplandores sorprendentes, una visión de la muerte como continuación de la vida, del continuo devenir que se extiende sin interrupción. Y tal idea, coloreada por los diversos matices de la geografía nacional, ha ido generando a través de los siglos una unión de diversos colores mezclados en proporción admirable. Se trata de la cultura nacional de lo trascendente. Es la idea que tiene el mexicano de la vida y de la muerte. Al paso del tiempo, claro, se ha modificado esa idea, sin alterar su esencia, hasta extremos como alimentar a los muertos con comida de su agrado y gusto; en una especie de regreso, de retorno de ellos, que en la memoria se vuelve recuerdo. Recordamos a los muertos en una celebración que tiene mucho de añoranza y de esperanza, de convicción de lo que es la existencia humana. Poesía de la vida y de la muerte, juntas, eso es el Día de Muertos. Es un sentimiento de la vida, una presencia-ausencia constante que nos evoca el ir y venir existencial. Es una filosofía nacional que no manchan ni las costumbres extranjeras ni mucho menos la improvisación a la moda o la frivolidad consumista.

Ahora bien, sería imposible que todos los mexicanos fueran filósofos. Lo digo por lo siguiente. Vamos por la vida, o van por la vida, sin pensar ni razonar, sólo viéndola pasar y sin adentrarse en su misterio, en eso arcano y recóndito tan difícil de comprender o explicar. Y cuando alguien “muere” -lo entrecomillo-, en especial si es alguien próximo o muy cercano a nosotros, se cimbra entero nuestro edifico moral, salvo casos de indiferencia patológica, y la sacudida nos vuelve filósofos momentáneos que por apatía regresamos al pozo cotidiano de la indiferencia; casi ahogados, la mayoría, en el torbellino de una vida precipitada y caótica. ¿Qué ha sucedido? Que lo queramos o no, nos hemos olvidado de nosotros mismos, entendiendo la convivencia como un evanescerse de lo individual. Pero el Día de Muertos nos recuerda, aunque sea como añoranza, que la vida es una continuidad que no se detiene, infinita. ¿Habrá que ser filósofos para comprender esto? ¿Habrá, acaso, que descorrer el velo de lo que aparentemente oculta la riquísima cultura popular? Celebraciones como esta son la inmensa riqueza de un México que se agita en medio de un mundo agobiado por toda clase de problemas. En esa especie de altares que he visto en la calle con recuerdos, objetos personales y fotografías de los que se han ido, rara vez se refleja la verdad de que en rigor nunca se han ido (sorprendente, ¿verdad?). Yo no percibo en el sentido de esa celebración un despedirse de alguien sino un rencontrarse con algo, con lo eterno que hemos agobiado bajo el peso de lo cotidiano (y esa es la verdadera muerte). Eso me dice el culto popular, que es cultura sabia nutrida de verdad. Día de Muertos, día de revelaciones, cultura popular que transmite un mensaje milenario que hemos olvidado. Día de recapacitar.

PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho.raulcarranca

El Día de Muertos que se acaba de celebrar en México representa una expresión de la más alta cultura nacional. ¿A qué me refiero? A una costumbre basada en un modo de vida muy arraigado en nuestro pueblo desde hace siglos. A un modo de ver la vida incluida la llamada muerte. Y para situarnos en un espacio de privilegiada cultura nacional en nuestra historia milenaria me remito al ancestral Popol Vuh, joya entre las leyendas quichés y tesoro invaluable de la literatura maya. Allí aparece entre sombras y luces, entre fuegos y resplandores sorprendentes, una visión de la muerte como continuación de la vida, del continuo devenir que se extiende sin interrupción. Y tal idea, coloreada por los diversos matices de la geografía nacional, ha ido generando a través de los siglos una unión de diversos colores mezclados en proporción admirable. Se trata de la cultura nacional de lo trascendente. Es la idea que tiene el mexicano de la vida y de la muerte. Al paso del tiempo, claro, se ha modificado esa idea, sin alterar su esencia, hasta extremos como alimentar a los muertos con comida de su agrado y gusto; en una especie de regreso, de retorno de ellos, que en la memoria se vuelve recuerdo. Recordamos a los muertos en una celebración que tiene mucho de añoranza y de esperanza, de convicción de lo que es la existencia humana. Poesía de la vida y de la muerte, juntas, eso es el Día de Muertos. Es un sentimiento de la vida, una presencia-ausencia constante que nos evoca el ir y venir existencial. Es una filosofía nacional que no manchan ni las costumbres extranjeras ni mucho menos la improvisación a la moda o la frivolidad consumista.

Ahora bien, sería imposible que todos los mexicanos fueran filósofos. Lo digo por lo siguiente. Vamos por la vida, o van por la vida, sin pensar ni razonar, sólo viéndola pasar y sin adentrarse en su misterio, en eso arcano y recóndito tan difícil de comprender o explicar. Y cuando alguien “muere” -lo entrecomillo-, en especial si es alguien próximo o muy cercano a nosotros, se cimbra entero nuestro edifico moral, salvo casos de indiferencia patológica, y la sacudida nos vuelve filósofos momentáneos que por apatía regresamos al pozo cotidiano de la indiferencia; casi ahogados, la mayoría, en el torbellino de una vida precipitada y caótica. ¿Qué ha sucedido? Que lo queramos o no, nos hemos olvidado de nosotros mismos, entendiendo la convivencia como un evanescerse de lo individual. Pero el Día de Muertos nos recuerda, aunque sea como añoranza, que la vida es una continuidad que no se detiene, infinita. ¿Habrá que ser filósofos para comprender esto? ¿Habrá, acaso, que descorrer el velo de lo que aparentemente oculta la riquísima cultura popular? Celebraciones como esta son la inmensa riqueza de un México que se agita en medio de un mundo agobiado por toda clase de problemas. En esa especie de altares que he visto en la calle con recuerdos, objetos personales y fotografías de los que se han ido, rara vez se refleja la verdad de que en rigor nunca se han ido (sorprendente, ¿verdad?). Yo no percibo en el sentido de esa celebración un despedirse de alguien sino un rencontrarse con algo, con lo eterno que hemos agobiado bajo el peso de lo cotidiano (y esa es la verdadera muerte). Eso me dice el culto popular, que es cultura sabia nutrida de verdad. Día de Muertos, día de revelaciones, cultura popular que transmite un mensaje milenario que hemos olvidado. Día de recapacitar.

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