/ miércoles 5 de febrero de 2020

El emblemático caso Aguayo

“La misión del periodista está precisamente en exhibir todo aquello que encuentra de malo y de podrido en las esferas oficiales. No es la misión del periodista ir a quemar incienso en el altar de los poderosos; al contrario, tiene la obligación de ir a señalar las llagas”, sostuvo el periodista y diputado Froylán C. Manjarrez en los años posteriores a la Revolución, cuando se reafirmaba el derecho a la libertad de prensa y expresión, consagrado en las leyes mexicanas desde la Constitución Federal de 1824 y aun antes, en la Constitución de Cádiz, inspirada en el liberalismo y la Ilustración de la Revolución Francesa. No existen los delitos de prensa, sino los que se pueden cometer a través de la prensa con las limitaciones constitucionales: la difamación, la calumnia y la injuria que afectan el honor de las personas, así como las que se refieren a la paz y el orden público.

Desaparecidos esos delitos del ámbito penal, en la justicia civil que los conoce, hoy más que antes el juzgador se convierte en juez de conciencia porque con ese margen ha de calificar la intención del hecho que a su juicio se somete. Conocido en términos jurídicos como el animus, el juez debe calificar si en la denuncia existe dolo o se trata del ejercicio de la libertad de prensa y expresión para referirse a un acto, para criticarlo y cumplir así con la misión del periodista de exhibir lacras y abusos de autoridad. En la democracia es preferible el exceso de la prensa que la censura previa que ata el pensamiento a los dictados de la autoridad, sostuvo también Thomas Jefferson al referirse al papel de la prensa.

Por la notoriedad del afectado y la fama pública del denunciante, el caso de Sergio Aguayo ha despertado la atención de la opinión y una justa expresión de solidaridad no sólo por parte de informadores y comentaristas, sino en buena parte de la sociedad que advierte en ello una amenaza a la libertad de expresión. A Sergio Aguayo se lo hizo objeto de una injusta sentencia, al pago de diez millones de pesos por un supuesto daño moral al exgobernador de Coahuila, Humberto Moreira. El supuesto daño moral, o bien la lesión a la honra de Moreira no están en el artículo periodístico motivo de la denuncia. El honor de Moreira quedó hecho trizas con las acusaciones de los delitos cometidos antes, durante y después de su paso por el gobierno de Coahuila. Es fama pública lo que produce el hedor social a que se refiere Aguayo en su artículo que tanto molestó al exfuncionario. Ese tufo se percibe inevitablemente y no se requiere el ánimo de ofender cuando se cita como una realidad incontrovertible. El caso de Sergio Aguayo ha levantado una ola de solidaridad y respaldo, muy especialmente en el gremio de la comunicación. Pero el de Sergio Aguayo no es el único ni el último en los atentados a la libertad de expresión. Desde lo más alto del poder se ejerce una forma de censura tan dañina como una sentencia judicial, cuando se estigmatiza y se quiere exponer al ludibrio público a todo periodista o comentarista cuya opinión no coincida con la autoridad o que ejerza esa misión de señalar lo podrido en la sociedad de la que hablaba Manjarrez. No basta una declaración de respeto a la libertad de prensa cuando a la crítica se responde, no con argumentos o diálogo, sino con calificativos y el desprecio de la propia autoridad.

El magistrado Francisco Huber Olea, temeroso de la crítica a su actuación, no sin cierto cinismo admite un posible error en su sentencia contra Sergio Aguayo, da marcha atrás y se somete a una rectificación de la autoridad superior de la Suprema Corte que atrae el caso. La misma rectificación habría de esperarse de todo aquel que con el dicho irresponsable censura a la prensa.

“La misión del periodista está precisamente en exhibir todo aquello que encuentra de malo y de podrido en las esferas oficiales. No es la misión del periodista ir a quemar incienso en el altar de los poderosos; al contrario, tiene la obligación de ir a señalar las llagas”, sostuvo el periodista y diputado Froylán C. Manjarrez en los años posteriores a la Revolución, cuando se reafirmaba el derecho a la libertad de prensa y expresión, consagrado en las leyes mexicanas desde la Constitución Federal de 1824 y aun antes, en la Constitución de Cádiz, inspirada en el liberalismo y la Ilustración de la Revolución Francesa. No existen los delitos de prensa, sino los que se pueden cometer a través de la prensa con las limitaciones constitucionales: la difamación, la calumnia y la injuria que afectan el honor de las personas, así como las que se refieren a la paz y el orden público.

Desaparecidos esos delitos del ámbito penal, en la justicia civil que los conoce, hoy más que antes el juzgador se convierte en juez de conciencia porque con ese margen ha de calificar la intención del hecho que a su juicio se somete. Conocido en términos jurídicos como el animus, el juez debe calificar si en la denuncia existe dolo o se trata del ejercicio de la libertad de prensa y expresión para referirse a un acto, para criticarlo y cumplir así con la misión del periodista de exhibir lacras y abusos de autoridad. En la democracia es preferible el exceso de la prensa que la censura previa que ata el pensamiento a los dictados de la autoridad, sostuvo también Thomas Jefferson al referirse al papel de la prensa.

Por la notoriedad del afectado y la fama pública del denunciante, el caso de Sergio Aguayo ha despertado la atención de la opinión y una justa expresión de solidaridad no sólo por parte de informadores y comentaristas, sino en buena parte de la sociedad que advierte en ello una amenaza a la libertad de expresión. A Sergio Aguayo se lo hizo objeto de una injusta sentencia, al pago de diez millones de pesos por un supuesto daño moral al exgobernador de Coahuila, Humberto Moreira. El supuesto daño moral, o bien la lesión a la honra de Moreira no están en el artículo periodístico motivo de la denuncia. El honor de Moreira quedó hecho trizas con las acusaciones de los delitos cometidos antes, durante y después de su paso por el gobierno de Coahuila. Es fama pública lo que produce el hedor social a que se refiere Aguayo en su artículo que tanto molestó al exfuncionario. Ese tufo se percibe inevitablemente y no se requiere el ánimo de ofender cuando se cita como una realidad incontrovertible. El caso de Sergio Aguayo ha levantado una ola de solidaridad y respaldo, muy especialmente en el gremio de la comunicación. Pero el de Sergio Aguayo no es el único ni el último en los atentados a la libertad de expresión. Desde lo más alto del poder se ejerce una forma de censura tan dañina como una sentencia judicial, cuando se estigmatiza y se quiere exponer al ludibrio público a todo periodista o comentarista cuya opinión no coincida con la autoridad o que ejerza esa misión de señalar lo podrido en la sociedad de la que hablaba Manjarrez. No basta una declaración de respeto a la libertad de prensa cuando a la crítica se responde, no con argumentos o diálogo, sino con calificativos y el desprecio de la propia autoridad.

El magistrado Francisco Huber Olea, temeroso de la crítica a su actuación, no sin cierto cinismo admite un posible error en su sentencia contra Sergio Aguayo, da marcha atrás y se somete a una rectificación de la autoridad superior de la Suprema Corte que atrae el caso. La misma rectificación habría de esperarse de todo aquel que con el dicho irresponsable censura a la prensa.