/ domingo 18 de febrero de 2018

El mal del siglo, agravado por Sísifo

A menos de cinco meses de que se lleve a cabo la jornada electoral en nuestro país, la lucha por el poder resulta deplorable. Los niveles de la discusión son cada vez más pedestres y vanos, vejatorios e indignantes para una sociedad que luchó tenazmente por lograr el arribo de la democracia, pero a la clase política esto le tiene sin cuidado: la ciudadanía no representa contrapeso alguno y menos sus necesidades. Baste una revisión mínima de los contenidos emitidos por los distintos protagonistas, para darse cuenta de la falta de seriedad y compromiso frente al pueblo, lo que prueba que en México no existe un régimen de partidos políticos auténtico ni mucho menos moral. Lo que tenemos es un engendro amorfo que se clona a sí mismo, un mutante cromático, cuyos vástagos pertenecen a la misma entidad progenitora y son consubstanciales a ella y entre sí. De ahí la envidiable capacidad de adaptación de la mayoría de los que ingresan a este mundo maquiavélicamente disforme: los camaleónicos chapulines que nacen en un partido, saltan luego al vecino, continúan en el opuesto, fundan uno nuevo más adelante retornando al originario que les dio cobijo, hasta terminar incursionando en las hoy llamadas candidaturas independientes. Éste es el panorama que enmarca a la desaforada diáspora partidista que tiene lugar ante nuestros ojos: ausencia de programas políticos, valores y sobre todo ideales como resultado fehaciente de la nula convicción y mística de quienes aspiran a ocupar algún cargo de representación popular.

Por eso la mayor parte de la ciudadanía se siente en la orfandad y no sabe por quién votar. Como heredero ilustre del santanismo decimonónico, nuestro sistema político es un bloque único, a pesar de sus facetas aparentemente distintas. Es como si fuera la Santísima Trinidad, la suma compacta de todas las opciones políticas formando parte de un mismo ente enteléquico: el Monopartido del Poder, sustrato que subyace como fondo a una aparente lucha por el relevo o perpetuación en aquél. Disputa partidista que deviene en patética arena de grotescos contrastes. Contienda de comparsas que se hacen patiños mutuos en pos de un objetivo común. Lucha electoral a partir de un interminable desfile carnavalesco multicolor en el que el escarnio hace acto de presencia al evidenciar inclemente, uno a uno, los deslices del adversario, lo mismo reales que creados a partir de una perversa posverdad.

Sin embargo, lo delicado del momento que vivimos es que de la comedia pasamos a la tragedia y el escenario se tiñe de una creciente agresividad entre los contendientes, sea inculcando temores entre la población o haciendo un manejo criminal de la violencia verbal como arma lesiva para destruir al contrincante. Esto, para una democracia real sería inadmisible, porque más allá de la guerra vana, sainética, de dimes y diretes, todo discurso de campaña que fomente el odio social entre los correligionarios de uno y otro grupo es criminal e irresponsable, digno del poema infernal de Rimbaud, máxime cuando los partidos lo toleran y fomentan y la autoridad, fallida, no actúa.

Chateaubriand legó a la posteridad un concepto: mal du siècle, al referirse a esa melancolía y tristeza que detonaba la crisis de valores y creencias que enfrentó Europa en el siglo XIX. Hastío que reflejarán autores como Baudelaire en lo sucesivo. Sí, “el mal del siglo” que parece ahora reactivado en una de sus cepas más virulentas y que, por lo visto, es endémica de la sociedad humana, aquélla que se manifiesta en quienes padecen del sentimiento colectivo poderoso de desamparo, frustración, desencanto, escepticismo, respecto de un sistema político decadente, fracasado, que vive de la simulación y que nunca logró llegar a ser. Sí, vacío poderoso que nos estremece, cuando constatamos cómo nuestra propia identidad se desdibuja y con ello nuestro proyecto de Nación.

Mal del siglo, ahora agravado por el síndrome de Sísifo del que están contaminados, cundidos, nuestros pseudo políticos. No desde la perspectiva de lo absurdo humano a la que nos remitió Albert Camus, sino desde la óptica de la que nos ilustró Tito Lucrecio, en su obra De rerum natura,durante la República romana: el Sísifo que busca alcanzar el poder a costa de lo que sea, comprendido el engaño. Lo que no sabe es que su lucha es estéril porque nunca lo podrá alcanzar, pues por más que eleve la roca a la cima, ésta caerá siempre sobre él, solo que a su ambición nada la llena y está condenado a sostener una lucha sin fin, eterna, porque enfrenta el vacío que dimana del poder. ¿Tiene cura? Sólo para quien regrese a su verdadera esencia, a su prístina humanidad, por algo el gran Nicolás Guillén en su poema “El mal del siglo”, clamó: Este siglo egoísta / nunca ha sabido de quimeras cándidas, / ni de ilusiones, ni de empeños nobles: / este siglo se arrastra. / Estos hombres de ahora sólo piensan / en el oro, que enfanga / todas las limpideces de la vida / y todas las alburas de las almas. / Señor, ya nadie sueña; / Señor, ya nadie canta.


bettyzanolli@gmail.com@BettyZanolli


A menos de cinco meses de que se lleve a cabo la jornada electoral en nuestro país, la lucha por el poder resulta deplorable. Los niveles de la discusión son cada vez más pedestres y vanos, vejatorios e indignantes para una sociedad que luchó tenazmente por lograr el arribo de la democracia, pero a la clase política esto le tiene sin cuidado: la ciudadanía no representa contrapeso alguno y menos sus necesidades. Baste una revisión mínima de los contenidos emitidos por los distintos protagonistas, para darse cuenta de la falta de seriedad y compromiso frente al pueblo, lo que prueba que en México no existe un régimen de partidos políticos auténtico ni mucho menos moral. Lo que tenemos es un engendro amorfo que se clona a sí mismo, un mutante cromático, cuyos vástagos pertenecen a la misma entidad progenitora y son consubstanciales a ella y entre sí. De ahí la envidiable capacidad de adaptación de la mayoría de los que ingresan a este mundo maquiavélicamente disforme: los camaleónicos chapulines que nacen en un partido, saltan luego al vecino, continúan en el opuesto, fundan uno nuevo más adelante retornando al originario que les dio cobijo, hasta terminar incursionando en las hoy llamadas candidaturas independientes. Éste es el panorama que enmarca a la desaforada diáspora partidista que tiene lugar ante nuestros ojos: ausencia de programas políticos, valores y sobre todo ideales como resultado fehaciente de la nula convicción y mística de quienes aspiran a ocupar algún cargo de representación popular.

Por eso la mayor parte de la ciudadanía se siente en la orfandad y no sabe por quién votar. Como heredero ilustre del santanismo decimonónico, nuestro sistema político es un bloque único, a pesar de sus facetas aparentemente distintas. Es como si fuera la Santísima Trinidad, la suma compacta de todas las opciones políticas formando parte de un mismo ente enteléquico: el Monopartido del Poder, sustrato que subyace como fondo a una aparente lucha por el relevo o perpetuación en aquél. Disputa partidista que deviene en patética arena de grotescos contrastes. Contienda de comparsas que se hacen patiños mutuos en pos de un objetivo común. Lucha electoral a partir de un interminable desfile carnavalesco multicolor en el que el escarnio hace acto de presencia al evidenciar inclemente, uno a uno, los deslices del adversario, lo mismo reales que creados a partir de una perversa posverdad.

Sin embargo, lo delicado del momento que vivimos es que de la comedia pasamos a la tragedia y el escenario se tiñe de una creciente agresividad entre los contendientes, sea inculcando temores entre la población o haciendo un manejo criminal de la violencia verbal como arma lesiva para destruir al contrincante. Esto, para una democracia real sería inadmisible, porque más allá de la guerra vana, sainética, de dimes y diretes, todo discurso de campaña que fomente el odio social entre los correligionarios de uno y otro grupo es criminal e irresponsable, digno del poema infernal de Rimbaud, máxime cuando los partidos lo toleran y fomentan y la autoridad, fallida, no actúa.

Chateaubriand legó a la posteridad un concepto: mal du siècle, al referirse a esa melancolía y tristeza que detonaba la crisis de valores y creencias que enfrentó Europa en el siglo XIX. Hastío que reflejarán autores como Baudelaire en lo sucesivo. Sí, “el mal del siglo” que parece ahora reactivado en una de sus cepas más virulentas y que, por lo visto, es endémica de la sociedad humana, aquélla que se manifiesta en quienes padecen del sentimiento colectivo poderoso de desamparo, frustración, desencanto, escepticismo, respecto de un sistema político decadente, fracasado, que vive de la simulación y que nunca logró llegar a ser. Sí, vacío poderoso que nos estremece, cuando constatamos cómo nuestra propia identidad se desdibuja y con ello nuestro proyecto de Nación.

Mal del siglo, ahora agravado por el síndrome de Sísifo del que están contaminados, cundidos, nuestros pseudo políticos. No desde la perspectiva de lo absurdo humano a la que nos remitió Albert Camus, sino desde la óptica de la que nos ilustró Tito Lucrecio, en su obra De rerum natura,durante la República romana: el Sísifo que busca alcanzar el poder a costa de lo que sea, comprendido el engaño. Lo que no sabe es que su lucha es estéril porque nunca lo podrá alcanzar, pues por más que eleve la roca a la cima, ésta caerá siempre sobre él, solo que a su ambición nada la llena y está condenado a sostener una lucha sin fin, eterna, porque enfrenta el vacío que dimana del poder. ¿Tiene cura? Sólo para quien regrese a su verdadera esencia, a su prístina humanidad, por algo el gran Nicolás Guillén en su poema “El mal del siglo”, clamó: Este siglo egoísta / nunca ha sabido de quimeras cándidas, / ni de ilusiones, ni de empeños nobles: / este siglo se arrastra. / Estos hombres de ahora sólo piensan / en el oro, que enfanga / todas las limpideces de la vida / y todas las alburas de las almas. / Señor, ya nadie sueña; / Señor, ya nadie canta.


bettyzanolli@gmail.com@BettyZanolli