/ lunes 11 de diciembre de 2017

El milagro guadalupano

Sin considerar la Navidad, que es universal, la fecha mayor para los mexicanos es el 12 de diciembre. Es tan antigua como el nacimiento mismo de la nación. La tradición empieza a formarse apenas diez años después de la conquista española. Y su símbolo atraviesa todas las páginas de nuestro devenir. Hasta el presente.

Las apariciones de la señora del Cielo al indio Juan Diego en el cerrito del Tepeyácac en los primeros días de diciembre de 1531, no son dogma de fe. La Iglesia no las impone como tales, aun a los mexicanos. En otras palabras, se puede ser mexicano, cristiano y buen católico, sin “creer”, según se suele decir, en la Virgen de Guadalupe y sus apariciones.

Pero, ¿cómo no asombrarse ante tanta grandeza? Algo sobrenatural, casi milagroso, hay en todo esto. Y como prueba está la estampación de la “Perfecta Virgen Santa María Madre de Dios” (como la llama el documento más antiguo que da cuenta de estos acontecimientos, el Nican Mopohua, escrito en náhuatl entre 1545 y 1550 por Antonio Valeriano, un indio culto), estampación –que no pintura- dejada de su imagen sobre la tosca tilma de Juan Diego. Varias cosas han de señalarse. Van tres:

Que esta tilma o ayate, parte de la indumentaria de Juan Diego, es una especie de capa de 1.95 metros de largo y 1.05 de ancho y está tejida no de algodón o lino y mucho menos de seda, sino ¡con fibras de maguey!, ¡sí, de maguey! como acostumbraban los indios pobres del siglo XVI. Por el material de que está hecha, se trata de una prenda burda y poco apropiada para una pintura. Y sin embrago, ahí quedó y permanece estampada la imagen guadalupana.

El primer gran misterio, que nadie logra explicar, es cómo esta pobre fibra vegetal ha podido conservarse a través de los siglos “casi como el primer día”. Esto a pesar de que los primeros 116 años estuvo expuesta directamente a los fieles, hasta que en 1647 se le cubrió con un cristal. Pareciera ser repelente al polvo, los insectos, la humedad y el humo de millones de cirios que a lo largo de los años se han encendido y consumido en el recinto en que se encuentra. Una manta de hilos de maguey dura cuando mucho veinte años.

Dos: en 1929 el fotógrafo oficial de la Basílica hizo un descubrimiento sensacional: encontró reflejada en el interior de los ojos de la Virgen la silueta de un “hombre con barbas”. Por los tiempos de anticlericalismo que entonces se vivían, se le ordenó guardar silencio. Pero poco después un dibujante y un pintor, de nombres José Carlos Salinas y Luis Toral, respectivamente, confirmaron plenamente el hallazgo y se apresuraron a hacer constar en acta levantada la noche del 29 de mayo de 1951, que se trata de “la cabeza de Juan Diego”. Posteriormente y por métodos más modernos se ha reconfirmado la existencia de tal figura.

Y tres: la mañana del 14 de noviembre de 1921, un obrero de nombre Luciano Pérez acudió a la antigua Basílica de Guadalupe y dejó sobre el altar mayor un ramo de flores, con una carga de dinamita oculta. La bomba hizo explosión y los destrozos que causó fueron enormes. Quedaron muy dañados mármoles, floreros, candeleros y retorcido un cristo de latón, así como rotos los cristales de un buen número de viviendas cercanas. Pero inexplicablemente, a pesar de su cercanía al foco de la detonación, la imagen de la guadalupana quedó intacta, así como el cristal que la cubría. ¡Increíble!

Sin considerar la Navidad, que es universal, la fecha mayor para los mexicanos es el 12 de diciembre. Es tan antigua como el nacimiento mismo de la nación. La tradición empieza a formarse apenas diez años después de la conquista española. Y su símbolo atraviesa todas las páginas de nuestro devenir. Hasta el presente.

Las apariciones de la señora del Cielo al indio Juan Diego en el cerrito del Tepeyácac en los primeros días de diciembre de 1531, no son dogma de fe. La Iglesia no las impone como tales, aun a los mexicanos. En otras palabras, se puede ser mexicano, cristiano y buen católico, sin “creer”, según se suele decir, en la Virgen de Guadalupe y sus apariciones.

Pero, ¿cómo no asombrarse ante tanta grandeza? Algo sobrenatural, casi milagroso, hay en todo esto. Y como prueba está la estampación de la “Perfecta Virgen Santa María Madre de Dios” (como la llama el documento más antiguo que da cuenta de estos acontecimientos, el Nican Mopohua, escrito en náhuatl entre 1545 y 1550 por Antonio Valeriano, un indio culto), estampación –que no pintura- dejada de su imagen sobre la tosca tilma de Juan Diego. Varias cosas han de señalarse. Van tres:

Que esta tilma o ayate, parte de la indumentaria de Juan Diego, es una especie de capa de 1.95 metros de largo y 1.05 de ancho y está tejida no de algodón o lino y mucho menos de seda, sino ¡con fibras de maguey!, ¡sí, de maguey! como acostumbraban los indios pobres del siglo XVI. Por el material de que está hecha, se trata de una prenda burda y poco apropiada para una pintura. Y sin embrago, ahí quedó y permanece estampada la imagen guadalupana.

El primer gran misterio, que nadie logra explicar, es cómo esta pobre fibra vegetal ha podido conservarse a través de los siglos “casi como el primer día”. Esto a pesar de que los primeros 116 años estuvo expuesta directamente a los fieles, hasta que en 1647 se le cubrió con un cristal. Pareciera ser repelente al polvo, los insectos, la humedad y el humo de millones de cirios que a lo largo de los años se han encendido y consumido en el recinto en que se encuentra. Una manta de hilos de maguey dura cuando mucho veinte años.

Dos: en 1929 el fotógrafo oficial de la Basílica hizo un descubrimiento sensacional: encontró reflejada en el interior de los ojos de la Virgen la silueta de un “hombre con barbas”. Por los tiempos de anticlericalismo que entonces se vivían, se le ordenó guardar silencio. Pero poco después un dibujante y un pintor, de nombres José Carlos Salinas y Luis Toral, respectivamente, confirmaron plenamente el hallazgo y se apresuraron a hacer constar en acta levantada la noche del 29 de mayo de 1951, que se trata de “la cabeza de Juan Diego”. Posteriormente y por métodos más modernos se ha reconfirmado la existencia de tal figura.

Y tres: la mañana del 14 de noviembre de 1921, un obrero de nombre Luciano Pérez acudió a la antigua Basílica de Guadalupe y dejó sobre el altar mayor un ramo de flores, con una carga de dinamita oculta. La bomba hizo explosión y los destrozos que causó fueron enormes. Quedaron muy dañados mármoles, floreros, candeleros y retorcido un cristo de latón, así como rotos los cristales de un buen número de viviendas cercanas. Pero inexplicablemente, a pesar de su cercanía al foco de la detonación, la imagen de la guadalupana quedó intacta, así como el cristal que la cubría. ¡Increíble!