/ martes 11 de junio de 2019

El nuevo acuerdo educativo (IV)

En el análisis del renovado artículo 3° constitucional que venimos haciendo en esta serie, merece atención especial el tratamiento que en él se da al personal magisterial. El propósito de las modificaciones introducidas a este respecto tiene que ver con suprimir la consideración meramente instrumental de la función docente, los encargados de la enseñanza son trabajadores sujetos a mediciones cuantitativas de carácter tecnocrático basadas en exámenes aplicados por computadora, los cuales generaron gran inconformidad y los hechos demuestran que no produjeron la mejora de los educandos.

De ahí el cambio efectuado para colocar a maestras y maestros, de acuerdo con el texto constitucional, como: “agentes fundamentales del proceso educativo y, por tanto, se reconoce su contribución a la transformación social”. Así, en lugar de la aplicación de medidas que los propios docentes consideraron como punitivas —emplear la evaluación para condicionar no solo su ingreso sino su permanencia en el servicio— se invierten los términos para elevar a nivel constitucional su derecho a “acceder a un sistema integral de formación, de capacitación y de actualización” el cual resulta indispensable si se quiere alcanzar la excelencia educativa. La capacitación conduce a nuevos métodos y técnicas pedagógicas, o a adquirir destrezas requeridas para acceder a funciones directivas o de supervisión. La actualización, permite adaptarse al cambiante escenario de los conocimientos en las diferentes materias. Este sistema debe retroalimentarse por medio de “evaluaciones diagnósticas”. Esto implica un cambio profundo en relación con el sistema anterior proveniente de la reforma de 2013, el cual condicionaba toda la carrera magisterial a una permanente evaluación que, desde la perspectiva del profesorado, parecía más una forma persecutoria de demandar resultados, que un método enfocado a alcanzar mayores estándares.

La queja recurrente de los maestros consistía en que tal procedimiento les mantenía bajo una espada de Damocles que en cualquier momento habría de caer privándolos de su empleo y del desenvolvimiento de la carrera que habían abrazado. Un efecto secundario de dicha situación era que los profesores se preocupaban más por preparar sus propios exámenes, que por las clases que debían dar a sus alumnos. El sistema anterior tenía además la debilidad de que medía, aunque fuera de modo relativo, los conocimientos del maestro, pero no los obtenidos por sus discípulos, que es lo que verdaderamente importa.

La reforma introducida a partir del pasado 15 de mayo, busca desmontar el previo esquema de evaluación, al que se calificó de punitivo, el cual generó tal repulsión en gran parte del gremio, que muchos legisladores procuraban evitar completamente el término “evaluación” por la reacción negativa que provocaba en quienes habían padecido el proceso ya señalado. No obstante, otro sector de quienes debían aprobar o rechazar la reforma, se inclinaban por conservar la noción de evaluación, en razón de que cualquier proceso de mejora requiere de ser evaluado a riesgo de que resulte absolutamente inútil.

En el fondo ambas posturas compartían un terreno común en el entendido de que el avance propuesto tiene que ser mensurable y resulta ineludible algún tipo de evaluación, aunque no se le denomine así. A partir de esta consideración, finalmente fue posible aludir a la evaluación caracterizándola como “diagnóstica”, a efecto de que quedara claro que su objetivo no es penalizar al maestro mediante ese instrumento sino explorar los puntos en los cuales se aprecien necesidades que deban ser atendidas por los procesos de capacitación o actualización. Incluso la formación de los profesores, que comprende propiamente su preparación profesional en las normales y otras instituciones educativas, puede beneficiarse de estas evaluaciones diagnósticas, sin perjuicio de los exámenes que formalmente deban aprobar quienes aspiren a titularse.

La trascendencia del cambio reside en que la permanencia de los maestros en el sistema educativo no dependerá de evaluaciones despegadas de la realidad y que con base en la nueva normatividad, debe entenderse que el ingreso a la carrera implicó ya una evaluación prevista en la propia Constitución, esto es: “a través de procesos de selección a los que concurran los aspirantes en igualdad de condiciones y establecidos en la ley…los cuales serán públicos, transparentes, equitativos e imparciales y considerarán los conocimientos, aptitudes y experiencia necesarios para el aprendizaje y el desarrollo integral de los educandos.” Esta forma de admisión a la carrera magisterial debe generar un nombramiento definitivo y, en virtud de que la promoción y los reconocimientos se obtendrán por procedimientos de la misma naturaleza, los maestros tendrán un importante incentivo para ejercer su derecho a capacitarse y actualizarse a efecto de ascender en la carrera.

eduardoandrade1948@gmail.com

En el análisis del renovado artículo 3° constitucional que venimos haciendo en esta serie, merece atención especial el tratamiento que en él se da al personal magisterial. El propósito de las modificaciones introducidas a este respecto tiene que ver con suprimir la consideración meramente instrumental de la función docente, los encargados de la enseñanza son trabajadores sujetos a mediciones cuantitativas de carácter tecnocrático basadas en exámenes aplicados por computadora, los cuales generaron gran inconformidad y los hechos demuestran que no produjeron la mejora de los educandos.

De ahí el cambio efectuado para colocar a maestras y maestros, de acuerdo con el texto constitucional, como: “agentes fundamentales del proceso educativo y, por tanto, se reconoce su contribución a la transformación social”. Así, en lugar de la aplicación de medidas que los propios docentes consideraron como punitivas —emplear la evaluación para condicionar no solo su ingreso sino su permanencia en el servicio— se invierten los términos para elevar a nivel constitucional su derecho a “acceder a un sistema integral de formación, de capacitación y de actualización” el cual resulta indispensable si se quiere alcanzar la excelencia educativa. La capacitación conduce a nuevos métodos y técnicas pedagógicas, o a adquirir destrezas requeridas para acceder a funciones directivas o de supervisión. La actualización, permite adaptarse al cambiante escenario de los conocimientos en las diferentes materias. Este sistema debe retroalimentarse por medio de “evaluaciones diagnósticas”. Esto implica un cambio profundo en relación con el sistema anterior proveniente de la reforma de 2013, el cual condicionaba toda la carrera magisterial a una permanente evaluación que, desde la perspectiva del profesorado, parecía más una forma persecutoria de demandar resultados, que un método enfocado a alcanzar mayores estándares.

La queja recurrente de los maestros consistía en que tal procedimiento les mantenía bajo una espada de Damocles que en cualquier momento habría de caer privándolos de su empleo y del desenvolvimiento de la carrera que habían abrazado. Un efecto secundario de dicha situación era que los profesores se preocupaban más por preparar sus propios exámenes, que por las clases que debían dar a sus alumnos. El sistema anterior tenía además la debilidad de que medía, aunque fuera de modo relativo, los conocimientos del maestro, pero no los obtenidos por sus discípulos, que es lo que verdaderamente importa.

La reforma introducida a partir del pasado 15 de mayo, busca desmontar el previo esquema de evaluación, al que se calificó de punitivo, el cual generó tal repulsión en gran parte del gremio, que muchos legisladores procuraban evitar completamente el término “evaluación” por la reacción negativa que provocaba en quienes habían padecido el proceso ya señalado. No obstante, otro sector de quienes debían aprobar o rechazar la reforma, se inclinaban por conservar la noción de evaluación, en razón de que cualquier proceso de mejora requiere de ser evaluado a riesgo de que resulte absolutamente inútil.

En el fondo ambas posturas compartían un terreno común en el entendido de que el avance propuesto tiene que ser mensurable y resulta ineludible algún tipo de evaluación, aunque no se le denomine así. A partir de esta consideración, finalmente fue posible aludir a la evaluación caracterizándola como “diagnóstica”, a efecto de que quedara claro que su objetivo no es penalizar al maestro mediante ese instrumento sino explorar los puntos en los cuales se aprecien necesidades que deban ser atendidas por los procesos de capacitación o actualización. Incluso la formación de los profesores, que comprende propiamente su preparación profesional en las normales y otras instituciones educativas, puede beneficiarse de estas evaluaciones diagnósticas, sin perjuicio de los exámenes que formalmente deban aprobar quienes aspiren a titularse.

La trascendencia del cambio reside en que la permanencia de los maestros en el sistema educativo no dependerá de evaluaciones despegadas de la realidad y que con base en la nueva normatividad, debe entenderse que el ingreso a la carrera implicó ya una evaluación prevista en la propia Constitución, esto es: “a través de procesos de selección a los que concurran los aspirantes en igualdad de condiciones y establecidos en la ley…los cuales serán públicos, transparentes, equitativos e imparciales y considerarán los conocimientos, aptitudes y experiencia necesarios para el aprendizaje y el desarrollo integral de los educandos.” Esta forma de admisión a la carrera magisterial debe generar un nombramiento definitivo y, en virtud de que la promoción y los reconocimientos se obtendrán por procedimientos de la misma naturaleza, los maestros tendrán un importante incentivo para ejercer su derecho a capacitarse y actualizarse a efecto de ascender en la carrera.

eduardoandrade1948@gmail.com