/ domingo 23 de enero de 2022

El nuevo contrato social que el COVID-19 requiere

Twitter: @cons_gentil


El 30 de marzo de 2020 las autoridades de México declaraban estado de emergencia sanitaria a causa del COVID-19 y extendía la suspensión de actividades no esenciales en el sector público y privado hasta el 30 de abril, sin saber en ese momento que la fecha se extendería mucho más de lo imaginado. Es difícil pensar que desde entonces han pasado casi dos años. Mucho ha cambiado desde entonces y al mismo tiempo mucho sigue igual.

Tomando en cuenta el tiempo, es difícil creer que nuestro país esté pasando por una ola de contagios sin precedentes y que los hospitales estén a máxima capacidad una vez más. Tan solo el martes 19 de enero se registraron 60,552 nuevos contagios y 323 defunciones, un nuevo récord. Estos números asustan a cualquiera y muchos han comenzado a reforzar sus medidas de prevención o intentado reducir, una vez más, el tiempo que pasan fuera de casa, en caso de tener la opción de hacerlo.

Este pico sin precedentes tal vez no es el momento ideal para pensar en una realidad en la que retomemos nuestras actividades normales a pesar del riesgo, pero quizá es importante empezar a reflexionar sobre la idea. Victor Hugo decía que no hay nada más poderoso que una idea a la que ha llegado su tiempo, y quizá en este caso esta idea sea el detener varios de nuestros planes -y a final de cuentas, nuestras vidas- a causa del virus. Esta idea mira hacia cuando los contagios y hospitalizaciones cedan un poco durante las siguientes semanas.

Nada de lo que hacemos en el día a día está libre de riesgo. Desde las cosas más sencillas hasta las más complejas pueden implicar un peligro para nosotros y quienes nos rodean. Al construir obras de infraestructura, como puentes, por ejemplo, se contemplan las posibilidades que existen de que el puente colapse. Mientras estas posibilidades sean considerablemente bajas frente a la posibilidad predominante de que el puente no colapse, éste puede ser construido. Así sucede con cualquier obra pública, vehículo o instalación que pudiéramos pensar.

Jonathan Wolff menciona en un editorial publicado en The Atlantic que lo que debemos de repensar o renegociar es el contrato social de riesgo ante el COVID-19. Si imponer a las personas que limiten nuevamente sus actividades e imponer a los negocios que cierren o reduzcan sus horarios no es sustentable, quizá lo sustentable sería llegar a una conclusión sobre cómo retomar estas actividades reduciendo el riesgo de la mayor manera posible. Wolff comenta que aunque puede depender de uno qué riesgos corre por sí mismo, (refiriéndose a decidir no vacunarse o no usar cubrebocas) no depende exclusivamente de uno qué riesgos impone a los demás. Eso tiene que ser una cuestión del contrato social. De algún modo, este tipo de decisiones con respecto al control de transmisión de enfermedades infecciosas en espacios comunes deberían de ser igual de aceptadas que los límites de velocidad o las regulaciones de tránsito.

Uno de los aprendizajes más grandes que nos ha dejado la pandemia es reforzar la importancia de la noción de colectividad; el saber que el control del riesgo es una responsabilidad personal y colectiva al mismo tiempo, y que las acciones de una persona pueden repercutir en muchas otras. La única manera en la que podremos aprender a vivir con un riesgo endémico de COVID-19 -que inevitablemente aumentará y bajará por temporadas- es si comenzamos a normalizar el control de transmisión como un elemento del contrato social al que todos nos sometemos al vivir en colectivos sociales.

Twitter: @cons_gentil


El 30 de marzo de 2020 las autoridades de México declaraban estado de emergencia sanitaria a causa del COVID-19 y extendía la suspensión de actividades no esenciales en el sector público y privado hasta el 30 de abril, sin saber en ese momento que la fecha se extendería mucho más de lo imaginado. Es difícil pensar que desde entonces han pasado casi dos años. Mucho ha cambiado desde entonces y al mismo tiempo mucho sigue igual.

Tomando en cuenta el tiempo, es difícil creer que nuestro país esté pasando por una ola de contagios sin precedentes y que los hospitales estén a máxima capacidad una vez más. Tan solo el martes 19 de enero se registraron 60,552 nuevos contagios y 323 defunciones, un nuevo récord. Estos números asustan a cualquiera y muchos han comenzado a reforzar sus medidas de prevención o intentado reducir, una vez más, el tiempo que pasan fuera de casa, en caso de tener la opción de hacerlo.

Este pico sin precedentes tal vez no es el momento ideal para pensar en una realidad en la que retomemos nuestras actividades normales a pesar del riesgo, pero quizá es importante empezar a reflexionar sobre la idea. Victor Hugo decía que no hay nada más poderoso que una idea a la que ha llegado su tiempo, y quizá en este caso esta idea sea el detener varios de nuestros planes -y a final de cuentas, nuestras vidas- a causa del virus. Esta idea mira hacia cuando los contagios y hospitalizaciones cedan un poco durante las siguientes semanas.

Nada de lo que hacemos en el día a día está libre de riesgo. Desde las cosas más sencillas hasta las más complejas pueden implicar un peligro para nosotros y quienes nos rodean. Al construir obras de infraestructura, como puentes, por ejemplo, se contemplan las posibilidades que existen de que el puente colapse. Mientras estas posibilidades sean considerablemente bajas frente a la posibilidad predominante de que el puente no colapse, éste puede ser construido. Así sucede con cualquier obra pública, vehículo o instalación que pudiéramos pensar.

Jonathan Wolff menciona en un editorial publicado en The Atlantic que lo que debemos de repensar o renegociar es el contrato social de riesgo ante el COVID-19. Si imponer a las personas que limiten nuevamente sus actividades e imponer a los negocios que cierren o reduzcan sus horarios no es sustentable, quizá lo sustentable sería llegar a una conclusión sobre cómo retomar estas actividades reduciendo el riesgo de la mayor manera posible. Wolff comenta que aunque puede depender de uno qué riesgos corre por sí mismo, (refiriéndose a decidir no vacunarse o no usar cubrebocas) no depende exclusivamente de uno qué riesgos impone a los demás. Eso tiene que ser una cuestión del contrato social. De algún modo, este tipo de decisiones con respecto al control de transmisión de enfermedades infecciosas en espacios comunes deberían de ser igual de aceptadas que los límites de velocidad o las regulaciones de tránsito.

Uno de los aprendizajes más grandes que nos ha dejado la pandemia es reforzar la importancia de la noción de colectividad; el saber que el control del riesgo es una responsabilidad personal y colectiva al mismo tiempo, y que las acciones de una persona pueden repercutir en muchas otras. La única manera en la que podremos aprender a vivir con un riesgo endémico de COVID-19 -que inevitablemente aumentará y bajará por temporadas- es si comenzamos a normalizar el control de transmisión como un elemento del contrato social al que todos nos sometemos al vivir en colectivos sociales.