/ jueves 17 de junio de 2021

El nuevo tablero mundial

Por Carlos M. López Portillo Maltos


Al parecer, la era Trump ha llegado a su fin; al menos, en el plano internacional, no tanto así en los asuntos internos de los Estados Unidos. Los simbolismos en política no son casualidad: la visita del presidente Biden a Europa, la reunión del G-7 y la próxima reunión entre norteamericanos y rusos muestran que el ajedrez mundial está en plena evolución.

El significado de este viaje expresa la intención de cambiar la política exterior de la potencia mundial hacia Europa y sus aliados estratégicos, y su plan más amplio de contener tanto a China como a Rusia. El contexto de la postguerra se ha transformado con mayor vehemencia en los últimos años; si bien Estados Unidos ha estado cerca de Europa desde la creación de la OTAN, el actual tablero requiere de acciones y aproximaciones más contundentes y directas sobre los ejes de la alianza, tanto los tácticos como los estratégicos.

La relación entre ambas partes se creó no realmente con base en valores compartidos, sino sobre la necesidad histórica y el panorama geopolítico que existía en ese momento. Sin embargo, como toda relación, progresó de manera particular. Con la caída del Muro de Berlín, el propósito de la OTAN quedó, hasta cierto punto, en un vacío, ya que el bloque militar no tenía un objetivo determinado, claro, como antes lo era la ex Unión Soviética. Sin embargo, el bloque europeo busca con este nuevo acercamiento un respaldo militar real y cooperación económica en la región; por su parte, los Estados Unidos quieren que los europeos tomen mayor responsabilidad sobre su defensa militar y compartir los riesgos implícitos en una relación tan compleja como la que existe con China y Rusia.

Pero la Unión Europea no es un bloque homogéneo o un estado-nación que represente objetivos y metas únicas. Como ya se ha observado en muchos ejemplos, cada país tendrá una agenda que defenderá para posicionar fines y maximizar sus beneficios. Es por ello la relevancia que cobra la reunión del G-7 bajo el actual contexto mundial; un mecanismo bajo el cuál se busca generar contrapesos, más allá de la OTAN misma, dentro del orden mundial heredado.

Entre los acuerdos que emergen de la reunión destacan: el compromiso a donar 1,000 millones de vacunas a los países en desarrollo, directamente o a través de financiación del programa internacional Covax; alcanzar la neutralidad de carbono en 2050 y poner fin a las ayudas directas a gobiernos que usan las centrales térmicas de carbón; el desarrollo del proyecto global de infraestructuras “Build back better for the world”, como respuesta al proyecto chino “One Belt, One Road”, y la oposición a las prácticas anticompetitivas de China, además de exigir un alto nivel de autonomía para Hong Kong; mantener los programas de estímulo, discutir el impuesto mínimo global y modernizar la OMC; finalmente, la reafirmación del compromiso económico para ayuda al desarrollo, aunque no necesariamente el cómo.

¿Será que en esta ocasión el bloque irá más allá de la conversación y se comprometerá a impulsar los hechos y compromisos puntuales? No es imposible, pero hay muchos retos y obstáculos para alcanzar ese punto. Por su parte, China ya respondió que un pequeño grupo de países no puede decidir las políticas globales.

En la antesala de la reunión entre Biden y Putin, los acuerdos tomados en el G-7 y el replanteamiento de la función de la OTAN cobran peso. Rusia y China han creado una alianza pragmática con la que buscan proteger sus imperativos geopolíticos a nivel regional y mundial; una colaboración que se complementa, pero no se casa. Parece difícil que exista un acuerdo sustancial entre Estados Unidos y Rusia (algo similar a lo que ocurrió hace algunos meses con China en la reunión en Alaska), más allá de que el presidente Biden tratará de plantear una relación más estable y predecible, lo cuál Putin aprovechará a su favor. Rusia, por su parte, no cederá a la influencia occidental en su periferia ni bajará el tono de su narrativa o su acercamiento a algunos países europeos; por el contrario, seguirá apostando a una política de alianzas y contrapesos. Algo muy interesante será la perspectiva de ambos mandatarios sobre la influencia de ambas fuerzas en el Ártico, pues ese es un elemento de vital importancia para ambas naciones y el desarrollo de su relación en el futuro, tanto en el corto como en el largo plazo.

La mayor preocupación del gobierno estadounidense es China, más que Rusia; sin embargo, el análisis debe de hacerse en conjunto y considerando, también, a los aliados asiáticos y europeos. Sólo así, se podrían vislumbrar algunos escenarios para la viabilidad de un orden mundial con mayor equilibrio del que tenemos actualmente.

Como ya alguna vez lo dijo el Vizconde de Palmerston, “no existen amigos permanentes, ni tampoco existen enemigos permanentes… sólo hay intereses permanentes…”.

Asociado Comexi.

Por Carlos M. López Portillo Maltos


Al parecer, la era Trump ha llegado a su fin; al menos, en el plano internacional, no tanto así en los asuntos internos de los Estados Unidos. Los simbolismos en política no son casualidad: la visita del presidente Biden a Europa, la reunión del G-7 y la próxima reunión entre norteamericanos y rusos muestran que el ajedrez mundial está en plena evolución.

El significado de este viaje expresa la intención de cambiar la política exterior de la potencia mundial hacia Europa y sus aliados estratégicos, y su plan más amplio de contener tanto a China como a Rusia. El contexto de la postguerra se ha transformado con mayor vehemencia en los últimos años; si bien Estados Unidos ha estado cerca de Europa desde la creación de la OTAN, el actual tablero requiere de acciones y aproximaciones más contundentes y directas sobre los ejes de la alianza, tanto los tácticos como los estratégicos.

La relación entre ambas partes se creó no realmente con base en valores compartidos, sino sobre la necesidad histórica y el panorama geopolítico que existía en ese momento. Sin embargo, como toda relación, progresó de manera particular. Con la caída del Muro de Berlín, el propósito de la OTAN quedó, hasta cierto punto, en un vacío, ya que el bloque militar no tenía un objetivo determinado, claro, como antes lo era la ex Unión Soviética. Sin embargo, el bloque europeo busca con este nuevo acercamiento un respaldo militar real y cooperación económica en la región; por su parte, los Estados Unidos quieren que los europeos tomen mayor responsabilidad sobre su defensa militar y compartir los riesgos implícitos en una relación tan compleja como la que existe con China y Rusia.

Pero la Unión Europea no es un bloque homogéneo o un estado-nación que represente objetivos y metas únicas. Como ya se ha observado en muchos ejemplos, cada país tendrá una agenda que defenderá para posicionar fines y maximizar sus beneficios. Es por ello la relevancia que cobra la reunión del G-7 bajo el actual contexto mundial; un mecanismo bajo el cuál se busca generar contrapesos, más allá de la OTAN misma, dentro del orden mundial heredado.

Entre los acuerdos que emergen de la reunión destacan: el compromiso a donar 1,000 millones de vacunas a los países en desarrollo, directamente o a través de financiación del programa internacional Covax; alcanzar la neutralidad de carbono en 2050 y poner fin a las ayudas directas a gobiernos que usan las centrales térmicas de carbón; el desarrollo del proyecto global de infraestructuras “Build back better for the world”, como respuesta al proyecto chino “One Belt, One Road”, y la oposición a las prácticas anticompetitivas de China, además de exigir un alto nivel de autonomía para Hong Kong; mantener los programas de estímulo, discutir el impuesto mínimo global y modernizar la OMC; finalmente, la reafirmación del compromiso económico para ayuda al desarrollo, aunque no necesariamente el cómo.

¿Será que en esta ocasión el bloque irá más allá de la conversación y se comprometerá a impulsar los hechos y compromisos puntuales? No es imposible, pero hay muchos retos y obstáculos para alcanzar ese punto. Por su parte, China ya respondió que un pequeño grupo de países no puede decidir las políticas globales.

En la antesala de la reunión entre Biden y Putin, los acuerdos tomados en el G-7 y el replanteamiento de la función de la OTAN cobran peso. Rusia y China han creado una alianza pragmática con la que buscan proteger sus imperativos geopolíticos a nivel regional y mundial; una colaboración que se complementa, pero no se casa. Parece difícil que exista un acuerdo sustancial entre Estados Unidos y Rusia (algo similar a lo que ocurrió hace algunos meses con China en la reunión en Alaska), más allá de que el presidente Biden tratará de plantear una relación más estable y predecible, lo cuál Putin aprovechará a su favor. Rusia, por su parte, no cederá a la influencia occidental en su periferia ni bajará el tono de su narrativa o su acercamiento a algunos países europeos; por el contrario, seguirá apostando a una política de alianzas y contrapesos. Algo muy interesante será la perspectiva de ambos mandatarios sobre la influencia de ambas fuerzas en el Ártico, pues ese es un elemento de vital importancia para ambas naciones y el desarrollo de su relación en el futuro, tanto en el corto como en el largo plazo.

La mayor preocupación del gobierno estadounidense es China, más que Rusia; sin embargo, el análisis debe de hacerse en conjunto y considerando, también, a los aliados asiáticos y europeos. Sólo así, se podrían vislumbrar algunos escenarios para la viabilidad de un orden mundial con mayor equilibrio del que tenemos actualmente.

Como ya alguna vez lo dijo el Vizconde de Palmerston, “no existen amigos permanentes, ni tampoco existen enemigos permanentes… sólo hay intereses permanentes…”.

Asociado Comexi.