/ domingo 8 de noviembre de 2020

El presidente que se creyó indispensable

“Desde la altura del Castillo de Chapultepec, el presidente Díaz contempló la venerable capital de su país, extendida sobre una vasta planicie circundada por un anillo de montañas que se elevan magníficas. Y yo, que había viajado casi 4 000 millas desde Nueva York para ver al guía y héroe del México moderno, al líder inescrutable en cuyas venas corre mezclada la sangre de los antiguos mixtecas y la de los conquistadores españoles, admiré la figura esbelta y erguida: el rostro imperioso, fuerte, marcial, pero sensitivo. Semblanza que está más allá de lo que se puede expresar con palabras”. Con estas palabras iniciaba James Creelman, periodista canadiense formado en el republicanismo roosveltiano, uno de las páginas periodísticas más famosas y determinantes de la historia contemporánea: la Entrevista Díaz-Creelman, que para muchos, constituyó el inicio del fin del régimen porfirista.

Concertada en 1907 y publicada en marzo de 1908 en Nueva York por la revista Pearson’s Magazine bajo el título “El Presidente Díaz: Héroe de las Américas”, fue presentada por su editor en los siguientes términos: “en este artículo notable, el prócer del continente habla abiertamente al mundo…, a través del señor Creelman, el presidente anuncia su irrevocable decisión de retirarse del poder y predice un pacífico futuro para México bajo instituciones libres. Es ésta la historia del hombre que ha construido una nación”.

En México, fragmentos fueron publicados en El Imparcial y, más tarde, en editoriales de La Iberia, Diario del Hogar y La Patria de México. Díaz tenía 78 años de edad y no había, según Creelman, “figura en todo el mundo, ni más romántica ni más heroica” que la suya. Se trataba de un gobernante para el que las elecciones -decía el periodista- eran “meras formalidades”, pues “con toda facilidad podría haberse coronado”, al haber logrado transformar a una república en una autocracia y aún así considerar a la democracia “la esperanza de salvación de la humanidad”. De ahí su recuerdo que si bien había llegado por el ejército, inmediatamente había sido confirmado en el poder por una elección popular. Mucho, decía, había tratado de hacerse a un lado, pero los ricos estaban “demasiado preocupados por sus mismas riquezas… y los pobres eran tan ignorantes” que no tenían poder alguno. La democracia, por tanto, sólo podía confiar y descansar para su progreso en la clase media y él, por la “salud” del pueblo, había tenido que permanecer en el poder por casi 30 años, pero estaba cierto que el futuro de México estaba asegurado.

Para Díaz, la Nación mexicana amaba la libertad, sólo que los principios de la democracia no estaban aún plenamente cimentados en el ánimo popular, pues si bien el mexicano -decía- conoce y defiende sus derechos, no así respetaba los derechos de los otros y menos cumplía con sus deberes: “los indios, que son más de la mitad de nuestra población, se ocupan poco de la política. Están acostumbrados a guiarse por aquellos que poseen autoridad, en vez de pensar por sí mismos. Es ésta una tendencia que heredaron de los españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de intervenir en los asuntos públicos y a confiar ciegamente en que el gobierno los guíe… Si aparece un partido oposicionista en la República Mexicana, lo consideraré como una bendición, no como un mal”.

Y tal vez si Díaz no hubiera anticipado al mundo a través de esta entrevista que no habría de buscar reelegirse, la Revolución no hubiera tenido lugar y la transición se habría verificado en el marco de una incipiente democracia, pero la seducción del poder pudo más y Díaz sucumbió. De nada le valió a Justo Sierra advertirle que no lo hiciera. El veneno del dynamai había hecho a Díaz asumirse, como se advierte en la entrevista, el último gran hombre y caudillo de la historia de México. Además, el afán reeleccionista rondaba también a su homólogo del norte, y él habrí de apoyarlo: “¿sabe usted que en Estados Unidos tenemos graves problemas por la elección del mismo presidente por más de tres periodos?”, preguntó Creelman a Díaz y éste atajó: “Sí. Sí lo sé… No veo realmente una buena razón por la cual el presidente Roosevelt no deba ser reelegido si la mayoría del pueblo americano quiere que continúe en la presidencia… él ha pensado más en su país que en él mismo y se levanta ante el mundo como el estadista cuyas victorias han sido victorias morales”.

Díaz podía ver el temor que eso provocaba en grandes sectores del país vecino, tanto que a pesar de apoyar al republicano, cuando éste no se reelige y es electo William H. Taft, acude a El Paso y Ciudad Juárez a dirimir sus diferencias con el nuevo presidente. ¿Por qué no quiso reconocer en cambio el malestar, animadversión y ebullición popular contenidas en México? Tal vez por lo mismo que afirmaba: “Mi mandato viene del pueblo que no me deja ir”. Si tan sólo hubiera sabido que nadie es indispensable y todos somos substituibles, su destino y el de nuestra Patria hubieran sido muy distintos.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

“Desde la altura del Castillo de Chapultepec, el presidente Díaz contempló la venerable capital de su país, extendida sobre una vasta planicie circundada por un anillo de montañas que se elevan magníficas. Y yo, que había viajado casi 4 000 millas desde Nueva York para ver al guía y héroe del México moderno, al líder inescrutable en cuyas venas corre mezclada la sangre de los antiguos mixtecas y la de los conquistadores españoles, admiré la figura esbelta y erguida: el rostro imperioso, fuerte, marcial, pero sensitivo. Semblanza que está más allá de lo que se puede expresar con palabras”. Con estas palabras iniciaba James Creelman, periodista canadiense formado en el republicanismo roosveltiano, uno de las páginas periodísticas más famosas y determinantes de la historia contemporánea: la Entrevista Díaz-Creelman, que para muchos, constituyó el inicio del fin del régimen porfirista.

Concertada en 1907 y publicada en marzo de 1908 en Nueva York por la revista Pearson’s Magazine bajo el título “El Presidente Díaz: Héroe de las Américas”, fue presentada por su editor en los siguientes términos: “en este artículo notable, el prócer del continente habla abiertamente al mundo…, a través del señor Creelman, el presidente anuncia su irrevocable decisión de retirarse del poder y predice un pacífico futuro para México bajo instituciones libres. Es ésta la historia del hombre que ha construido una nación”.

En México, fragmentos fueron publicados en El Imparcial y, más tarde, en editoriales de La Iberia, Diario del Hogar y La Patria de México. Díaz tenía 78 años de edad y no había, según Creelman, “figura en todo el mundo, ni más romántica ni más heroica” que la suya. Se trataba de un gobernante para el que las elecciones -decía el periodista- eran “meras formalidades”, pues “con toda facilidad podría haberse coronado”, al haber logrado transformar a una república en una autocracia y aún así considerar a la democracia “la esperanza de salvación de la humanidad”. De ahí su recuerdo que si bien había llegado por el ejército, inmediatamente había sido confirmado en el poder por una elección popular. Mucho, decía, había tratado de hacerse a un lado, pero los ricos estaban “demasiado preocupados por sus mismas riquezas… y los pobres eran tan ignorantes” que no tenían poder alguno. La democracia, por tanto, sólo podía confiar y descansar para su progreso en la clase media y él, por la “salud” del pueblo, había tenido que permanecer en el poder por casi 30 años, pero estaba cierto que el futuro de México estaba asegurado.

Para Díaz, la Nación mexicana amaba la libertad, sólo que los principios de la democracia no estaban aún plenamente cimentados en el ánimo popular, pues si bien el mexicano -decía- conoce y defiende sus derechos, no así respetaba los derechos de los otros y menos cumplía con sus deberes: “los indios, que son más de la mitad de nuestra población, se ocupan poco de la política. Están acostumbrados a guiarse por aquellos que poseen autoridad, en vez de pensar por sí mismos. Es ésta una tendencia que heredaron de los españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de intervenir en los asuntos públicos y a confiar ciegamente en que el gobierno los guíe… Si aparece un partido oposicionista en la República Mexicana, lo consideraré como una bendición, no como un mal”.

Y tal vez si Díaz no hubiera anticipado al mundo a través de esta entrevista que no habría de buscar reelegirse, la Revolución no hubiera tenido lugar y la transición se habría verificado en el marco de una incipiente democracia, pero la seducción del poder pudo más y Díaz sucumbió. De nada le valió a Justo Sierra advertirle que no lo hiciera. El veneno del dynamai había hecho a Díaz asumirse, como se advierte en la entrevista, el último gran hombre y caudillo de la historia de México. Además, el afán reeleccionista rondaba también a su homólogo del norte, y él habrí de apoyarlo: “¿sabe usted que en Estados Unidos tenemos graves problemas por la elección del mismo presidente por más de tres periodos?”, preguntó Creelman a Díaz y éste atajó: “Sí. Sí lo sé… No veo realmente una buena razón por la cual el presidente Roosevelt no deba ser reelegido si la mayoría del pueblo americano quiere que continúe en la presidencia… él ha pensado más en su país que en él mismo y se levanta ante el mundo como el estadista cuyas victorias han sido victorias morales”.

Díaz podía ver el temor que eso provocaba en grandes sectores del país vecino, tanto que a pesar de apoyar al republicano, cuando éste no se reelige y es electo William H. Taft, acude a El Paso y Ciudad Juárez a dirimir sus diferencias con el nuevo presidente. ¿Por qué no quiso reconocer en cambio el malestar, animadversión y ebullición popular contenidas en México? Tal vez por lo mismo que afirmaba: “Mi mandato viene del pueblo que no me deja ir”. Si tan sólo hubiera sabido que nadie es indispensable y todos somos substituibles, su destino y el de nuestra Patria hubieran sido muy distintos.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli