/ domingo 10 de noviembre de 2019

El Silencio Conveniente

¿Qué hemos hecho en las últimas semanas, nosotros, en lo personal, como ciudadanos, desde los hechos de violencia en Culiacán y desde la tragedia ocurrida entre Sonora y Chihuahua en contra de una familia indefensa? ¿Ya denunciamos más, rechazamos actos ilegales, no damos mordida o nos organizamos para que los jóvenes de nuestra colonia no estén vagando?

Si las respuestas son negativas, preparémonos para vivir los mismos niveles de inseguridad que hemos padecido durante décadas, porque esta situación no se va a componer si las y los ciudadanos no participamos en la construcción de una nueva cultura de prevención y de combate al crimen en todas sus modalidades.

No podemos ignorar que el origen de la delincuencia es la oferta económica fácil e inmediata que representa cometer un crimen en un país que no denuncia y, en consecuencia, goza de un índice de impunidad casi absoluto para quien decide quebrantar la ley.

También es difícil soslayar que la corrupción erosionó cualquier esfuerzo de seguridad y de fortalecimiento de las policías estatales y municipales, las cuales hoy no cuentan con nuestra confianza, ni con nuestro respeto, como sí sucede en otras naciones que son nuestra referencia desesperada para mejorar.

Y no olvidemos que el abandono a los jóvenes, sobre todo los del campo, generó un ejército de primera línea para las diferentes organizaciones criminales que aprovecharon, y aprovechan, el glamour con el que se narra su vida de riesgo, pero se omite explicar que son una pirámide en la que la mayoría de los “halcones” y vendedores de esquina malpasan el tiempo que dedican a formar una carrera criminal profesional semejante a la de las series, las películas y los corridos.

Tomemos un ejemplo rápido: el presunto autor intelectual del robo a la sucursal de la Casa de Moneda en Paseo de la Reforma fue estafado por sus propios cómplices, quienes olvidaron darle su parte del trato, unos cuatro millones de pesos, lo que lo obligó a seguir “trabajando” para ser capturado mientras cometía otros dos crímenes.

Es decir, hasta que no entendamos que hemos llegado hasta aquí porque, entre todos, hicimos más sencillo delinquir que obedecer la ley; solapamos la corrupción que unió a criminales con autoridades, jueces y policías; volteamos hacia otro lado cuando supimos o vimos algo que podía afectarnos en nuestra calle o colonia; y guardamos un silencio conveniente ante la desigualdad, la pobreza, la falta de oportunidades y el crecimiento de las adicciones, será muy difícil recuperar la tranquilidad.

Ha sido doloroso e indignante pasar, otra vez, pasar por una tragedia como la que sufrió la familia Lebarón y observar cómo, en horas, se politizaba con el único interés de trivializar hechos terribles que parecen conmovernos solo en redes sociales.

Espero que hayamos tocado fondo, pero no puedo asegurarlo, es tal el deterioro social y en materia de seguridad, que la sensación es que todo es posible. Ahí es donde radica la desesperanza de muchas y de muchos: ya vivimos esto y la impresión es que la pesadilla no termina.

Sin embargo, regresamos a nuestra rutina, volvemos a cierta normalidad y dejamos que la vida continúe, aun en el caos. Considero que después de estas semanas, ese será un lujo que no podremos darnos, porque es una realidad que el gobierno, en cualquiera de sus niveles, no puede solo y la sociedad mexicana, tampoco.

Tolerar las pequeñas infracciones, lo mismo que los delitos comunes o aquellos de alto impacto, empodera criminales, no los disuade. Mantener la corrupción, así sea para evitar una multa, les da la garantía de que no son diferentes a los que nos consideramos “buenos”. Encubrir, solapar o ignorar una violación a la ley de parte de quien sea, deja abierta la puerta para que quien lo haga inicie una trayectoria criminal que, más temprano que tarde, se volverá contra nosotros. Vivir ciegos y sordos frente al delito es el preludio de una sociedad que puede terminar devorada por sus delincuentes, quienes no son otra cosa que sus peores integrantes.

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¿Qué hemos hecho en las últimas semanas, nosotros, en lo personal, como ciudadanos, desde los hechos de violencia en Culiacán y desde la tragedia ocurrida entre Sonora y Chihuahua en contra de una familia indefensa? ¿Ya denunciamos más, rechazamos actos ilegales, no damos mordida o nos organizamos para que los jóvenes de nuestra colonia no estén vagando?

Si las respuestas son negativas, preparémonos para vivir los mismos niveles de inseguridad que hemos padecido durante décadas, porque esta situación no se va a componer si las y los ciudadanos no participamos en la construcción de una nueva cultura de prevención y de combate al crimen en todas sus modalidades.

No podemos ignorar que el origen de la delincuencia es la oferta económica fácil e inmediata que representa cometer un crimen en un país que no denuncia y, en consecuencia, goza de un índice de impunidad casi absoluto para quien decide quebrantar la ley.

También es difícil soslayar que la corrupción erosionó cualquier esfuerzo de seguridad y de fortalecimiento de las policías estatales y municipales, las cuales hoy no cuentan con nuestra confianza, ni con nuestro respeto, como sí sucede en otras naciones que son nuestra referencia desesperada para mejorar.

Y no olvidemos que el abandono a los jóvenes, sobre todo los del campo, generó un ejército de primera línea para las diferentes organizaciones criminales que aprovecharon, y aprovechan, el glamour con el que se narra su vida de riesgo, pero se omite explicar que son una pirámide en la que la mayoría de los “halcones” y vendedores de esquina malpasan el tiempo que dedican a formar una carrera criminal profesional semejante a la de las series, las películas y los corridos.

Tomemos un ejemplo rápido: el presunto autor intelectual del robo a la sucursal de la Casa de Moneda en Paseo de la Reforma fue estafado por sus propios cómplices, quienes olvidaron darle su parte del trato, unos cuatro millones de pesos, lo que lo obligó a seguir “trabajando” para ser capturado mientras cometía otros dos crímenes.

Es decir, hasta que no entendamos que hemos llegado hasta aquí porque, entre todos, hicimos más sencillo delinquir que obedecer la ley; solapamos la corrupción que unió a criminales con autoridades, jueces y policías; volteamos hacia otro lado cuando supimos o vimos algo que podía afectarnos en nuestra calle o colonia; y guardamos un silencio conveniente ante la desigualdad, la pobreza, la falta de oportunidades y el crecimiento de las adicciones, será muy difícil recuperar la tranquilidad.

Ha sido doloroso e indignante pasar, otra vez, pasar por una tragedia como la que sufrió la familia Lebarón y observar cómo, en horas, se politizaba con el único interés de trivializar hechos terribles que parecen conmovernos solo en redes sociales.

Espero que hayamos tocado fondo, pero no puedo asegurarlo, es tal el deterioro social y en materia de seguridad, que la sensación es que todo es posible. Ahí es donde radica la desesperanza de muchas y de muchos: ya vivimos esto y la impresión es que la pesadilla no termina.

Sin embargo, regresamos a nuestra rutina, volvemos a cierta normalidad y dejamos que la vida continúe, aun en el caos. Considero que después de estas semanas, ese será un lujo que no podremos darnos, porque es una realidad que el gobierno, en cualquiera de sus niveles, no puede solo y la sociedad mexicana, tampoco.

Tolerar las pequeñas infracciones, lo mismo que los delitos comunes o aquellos de alto impacto, empodera criminales, no los disuade. Mantener la corrupción, así sea para evitar una multa, les da la garantía de que no son diferentes a los que nos consideramos “buenos”. Encubrir, solapar o ignorar una violación a la ley de parte de quien sea, deja abierta la puerta para que quien lo haga inicie una trayectoria criminal que, más temprano que tarde, se volverá contra nosotros. Vivir ciegos y sordos frente al delito es el preludio de una sociedad que puede terminar devorada por sus delincuentes, quienes no son otra cosa que sus peores integrantes.

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