/ martes 29 de mayo de 2018

El Trump de Turquía

Este líder, que está contra la clase dirigente, asume el poder tras una elección disputada. Su gobierno prueba rápido que es extraordinariamente corrupto, pero él subvierte el sistema jurídico y es capaz no sólo de suprimir las investigaciones de su corrupción —sus seguidores proclaman que todo es una “cacería de brujas”—, sino además de consolidar su gobierno y socavar a las instituciones (el “Estado profundo”) que podrían haber limitado su poder.

¿Estoy hablando de Donald Trump? Podría ser. Sin embargo, la figura que en realidad tengo en mente es Recep Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía, cuyo éxito en salirse con la suya a pesar de su evidente corrupción mediante la politización de la ley ofrece un perturbador avance de cómo Trump podría convertirse en el gobernante autoritario que evidentemente quiere ser. Por eso no sorprende que Trump, a quien básicamente parecen gustarle los dictadores en general, haya manifestado su admiración por Erdogan y su régimen.

Lo que está ocurriendo en Turquía es una clásica crisis de moneda y deuda, como las que hemos visto muchas veces en Asia y América Latina. Primero, una nación se vuelve popular entre los inversionistas extranjeros y eleva la deuda extranjera de manera importante (en el caso de Turquía, los deudores son principalmente las corporaciones domésticas).

Después, sin importar la razón, comienza a perder su lustre: en ese momento, los mercados emergentes en general se ven agobiados por el aumento en el dólar y las tasas de interés estadounidenses. En ese punto se hace posible una crisis que se retroalimenta: los factores externos ocasionan una pérdida de confianza, que hace que la moneda del país se devalúe, pero la moneda depreciada hace que el valor interno de esas deudas extranjeras se dispare, con lo que empeora la economía y da lugar a más declives en la confianza, y así sucesivamente.

En tiempos como esos, la calidad del liderazgo adquiere de repente gran importancia. Se necesitan funcionarios que entiendan lo que está ocurriendo, puedan idear una respuesta y tengan suficiente credibilidad para que los mercados les den el beneficio de la duda. Algunos mercados emergentes cuentan con todo lo anterior y están saliendo de la tormenta bastante bien. El régimen de Erdogan no tiene nada de eso.

¿Así que la tormenta política en Turquía es un avance de lo que ocurrirá con Donald Trump? No exactamente: si bien Estados Unidos pide muchos préstamos en el extranjero, lo hace en su propia moneda, lo cual quiere decir que no es vulnerable a una clásica crisis de los mercados emergentes.

Sin embargo, hay muchas maneras en las que las cosas pueden salir mal, desde las crisis de políticas extranjeras —ese Premio Nobel de la Paz no parece muy posible ahora, ¿o sí?— hasta las guerras comerciales, y parece seguro afirmar que el equipo de Trump no está listo para ninguna de esas posibilidades. Tal vez no tendrá que lidiar con ningún desafío realmente serio. Pero ¿y si tiene que hacerlo?

Este líder, que está contra la clase dirigente, asume el poder tras una elección disputada. Su gobierno prueba rápido que es extraordinariamente corrupto, pero él subvierte el sistema jurídico y es capaz no sólo de suprimir las investigaciones de su corrupción —sus seguidores proclaman que todo es una “cacería de brujas”—, sino además de consolidar su gobierno y socavar a las instituciones (el “Estado profundo”) que podrían haber limitado su poder.

¿Estoy hablando de Donald Trump? Podría ser. Sin embargo, la figura que en realidad tengo en mente es Recep Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía, cuyo éxito en salirse con la suya a pesar de su evidente corrupción mediante la politización de la ley ofrece un perturbador avance de cómo Trump podría convertirse en el gobernante autoritario que evidentemente quiere ser. Por eso no sorprende que Trump, a quien básicamente parecen gustarle los dictadores en general, haya manifestado su admiración por Erdogan y su régimen.

Lo que está ocurriendo en Turquía es una clásica crisis de moneda y deuda, como las que hemos visto muchas veces en Asia y América Latina. Primero, una nación se vuelve popular entre los inversionistas extranjeros y eleva la deuda extranjera de manera importante (en el caso de Turquía, los deudores son principalmente las corporaciones domésticas).

Después, sin importar la razón, comienza a perder su lustre: en ese momento, los mercados emergentes en general se ven agobiados por el aumento en el dólar y las tasas de interés estadounidenses. En ese punto se hace posible una crisis que se retroalimenta: los factores externos ocasionan una pérdida de confianza, que hace que la moneda del país se devalúe, pero la moneda depreciada hace que el valor interno de esas deudas extranjeras se dispare, con lo que empeora la economía y da lugar a más declives en la confianza, y así sucesivamente.

En tiempos como esos, la calidad del liderazgo adquiere de repente gran importancia. Se necesitan funcionarios que entiendan lo que está ocurriendo, puedan idear una respuesta y tengan suficiente credibilidad para que los mercados les den el beneficio de la duda. Algunos mercados emergentes cuentan con todo lo anterior y están saliendo de la tormenta bastante bien. El régimen de Erdogan no tiene nada de eso.

¿Así que la tormenta política en Turquía es un avance de lo que ocurrirá con Donald Trump? No exactamente: si bien Estados Unidos pide muchos préstamos en el extranjero, lo hace en su propia moneda, lo cual quiere decir que no es vulnerable a una clásica crisis de los mercados emergentes.

Sin embargo, hay muchas maneras en las que las cosas pueden salir mal, desde las crisis de políticas extranjeras —ese Premio Nobel de la Paz no parece muy posible ahora, ¿o sí?— hasta las guerras comerciales, y parece seguro afirmar que el equipo de Trump no está listo para ninguna de esas posibilidades. Tal vez no tendrá que lidiar con ningún desafío realmente serio. Pero ¿y si tiene que hacerlo?