/ viernes 18 de junio de 2021

Elecciones y seguridad: la normalización de la violencia

Por Azucena Cháidez Montenegro


El pasado 6 de junio en todo el país acontenció una elección local que convocó a los ciudadanos a las urnas: 21,368 cargos de elección popular evidenciaron que ejercer nuestros derechos políticos tiene el poder de hacer una diferencia. No es ningún secreto que temores y aspiraciones de los ciudadanos motivan e inhiben el voto. Y qué pesa más en una elección como la que acabamos de vivir, ¿el miedo o la esperanza?

Entre candidatos asesinados, secuestros y amenazas, pareciera que hemos normalizado los niveles de violencia que se viven en nuestro país. En este sentido, la Encuesta Nacional en Vivienda de SIMO, realizada en mayo de 2021, identificó a este como el principal problema que aqueja al país por el 40% de la población, a pesar de ser clasificadas como las elecciones más violentas de que se tiene registro, con 935 agresiones -entre las que se cuentan 100 políticos asesinados con base al reporte Violencia Política 2021 de la consultora Etellekt-, el primer mandatario señaló en la mañanera del día siguiente a la elección que “la gente se portó muy bien, los que pertenecen a la delincuencia organizada, en general bien […] se portó mal la delincuencia de cuello blanco, pero no se pasaron de la raya y tampoco alteraron lo fundamental, los resultados.”

Pero ¿qué es lo fundamental? ¿únicamente mantener sin alteración el resultado en las urnas? ¿la protección de la integridad física de la población? ¿la tranquilidad del ejercicio del voto en un ambiente de seguridad? Bajo una narrativa de que la mayoría de los problemas del país han sido heredados de las administraciones pasadas (con la que 75% de la población está de acuerdo, con datos de la encuesta Colectivo Voto de SIMO realizada en noviembre de 2020), la actual administración ha logrado normalizar la situación de seguridad en el país: el 53% de la población aprueba la gestión presidencial en esta materia en particular y arriba del 60% mantiene una opinión aprobatoria de la gestión general del mandatario, con datos del mismo instrumento de SIMO, para marzo de 2021. Esto a pesar de los poco más de 19,000 casos de desaparición reconocidos oficialmente a inicios de año como sucedidos dentro de esta administración, el alza en la tasa de homicidios y el incremento de la militarización de la seguridad pública mediante la creación de la Guardia Nacional.

No deja de sorprender que desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico, declarada por Felipe Calderón en 2006 el Ejército y la Marina – y ahora la Guardia Nacional- sean las instituciones en las que más confía la población. Aún si el principal problema que debieran atender es el que se considera más grave entre la población.

Todos los partidos perdieron precandidatos y candidatos sin un motivo aparente: no se violentó con una evidente intención de favorecer a un partido. No se inhibió ningún proceso de elección como resultado de balaceras en actos de campaña. La violencia en el periodo electoral no modificó los patrones de participación en las urnas. Y a pesar de su gravedad, la violencia dentro del periodo electoral no ha detonado alertas institucionales o una campaña de combate a la impunidad que le acompaña. Al presidente le ha parecido incluso aceptable. Se portaron bien. En un preocupante tono de normalización del creciente espiral de violencia en que se ve inmerso el país, en el que la presencia de las armas en la vida diaria de la población genera confianza y se va institucionalizando, un decreto a la vez. Quizás la pregunta ya no es qué pesó más en la elección, si el miedo o la esperanza. Sino qué es lo que genera estos dos estados en la población.

Por Azucena Cháidez Montenegro


El pasado 6 de junio en todo el país acontenció una elección local que convocó a los ciudadanos a las urnas: 21,368 cargos de elección popular evidenciaron que ejercer nuestros derechos políticos tiene el poder de hacer una diferencia. No es ningún secreto que temores y aspiraciones de los ciudadanos motivan e inhiben el voto. Y qué pesa más en una elección como la que acabamos de vivir, ¿el miedo o la esperanza?

Entre candidatos asesinados, secuestros y amenazas, pareciera que hemos normalizado los niveles de violencia que se viven en nuestro país. En este sentido, la Encuesta Nacional en Vivienda de SIMO, realizada en mayo de 2021, identificó a este como el principal problema que aqueja al país por el 40% de la población, a pesar de ser clasificadas como las elecciones más violentas de que se tiene registro, con 935 agresiones -entre las que se cuentan 100 políticos asesinados con base al reporte Violencia Política 2021 de la consultora Etellekt-, el primer mandatario señaló en la mañanera del día siguiente a la elección que “la gente se portó muy bien, los que pertenecen a la delincuencia organizada, en general bien […] se portó mal la delincuencia de cuello blanco, pero no se pasaron de la raya y tampoco alteraron lo fundamental, los resultados.”

Pero ¿qué es lo fundamental? ¿únicamente mantener sin alteración el resultado en las urnas? ¿la protección de la integridad física de la población? ¿la tranquilidad del ejercicio del voto en un ambiente de seguridad? Bajo una narrativa de que la mayoría de los problemas del país han sido heredados de las administraciones pasadas (con la que 75% de la población está de acuerdo, con datos de la encuesta Colectivo Voto de SIMO realizada en noviembre de 2020), la actual administración ha logrado normalizar la situación de seguridad en el país: el 53% de la población aprueba la gestión presidencial en esta materia en particular y arriba del 60% mantiene una opinión aprobatoria de la gestión general del mandatario, con datos del mismo instrumento de SIMO, para marzo de 2021. Esto a pesar de los poco más de 19,000 casos de desaparición reconocidos oficialmente a inicios de año como sucedidos dentro de esta administración, el alza en la tasa de homicidios y el incremento de la militarización de la seguridad pública mediante la creación de la Guardia Nacional.

No deja de sorprender que desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico, declarada por Felipe Calderón en 2006 el Ejército y la Marina – y ahora la Guardia Nacional- sean las instituciones en las que más confía la población. Aún si el principal problema que debieran atender es el que se considera más grave entre la población.

Todos los partidos perdieron precandidatos y candidatos sin un motivo aparente: no se violentó con una evidente intención de favorecer a un partido. No se inhibió ningún proceso de elección como resultado de balaceras en actos de campaña. La violencia en el periodo electoral no modificó los patrones de participación en las urnas. Y a pesar de su gravedad, la violencia dentro del periodo electoral no ha detonado alertas institucionales o una campaña de combate a la impunidad que le acompaña. Al presidente le ha parecido incluso aceptable. Se portaron bien. En un preocupante tono de normalización del creciente espiral de violencia en que se ve inmerso el país, en el que la presencia de las armas en la vida diaria de la población genera confianza y se va institucionalizando, un decreto a la vez. Quizás la pregunta ya no es qué pesó más en la elección, si el miedo o la esperanza. Sino qué es lo que genera estos dos estados en la población.