/ domingo 28 de octubre de 2018

“En el 68 no cabía la salvación”: Oriana Fallaci




.. la guerra es una cosa donde la gente armada dispara contra gente armada; pensándolo bien, la guerra tiene un fondo de corrección: tú me matas y yo te mato; en cambio en una matanza se mata y nada más...

Oriana Fallaci


“No siempre la soledad es una prisión. A veces, para algunos, es una conquista que defiende de nuevas heridas y ofensas. Solo los débiles y los pobres de espíritu tienen miedo de la soledad y se aburren solos. Yo no soy débil. Soy muy fuerte y, ahora, durísima. Por lo tanto, no tengo miedo de la soledad…”. Dramáticas palabras, trágico trasfondo, pero así lo sentenció Oriana Fallaci, la mujer cuya voz desnudó su alma solo en las pocas cartas que llegó a escribir y que fueron publicadas póstumamente bajo el título “El miedo es un pecado”.

Fallaci, la mujer que desde niña, siguiendo el ejemplo de su padre que era un activo partisano, aprendió a luchar siendo adolescente contra el régimen nazi-fascista. Ella, la primera corresponsal de guerra italiana, la gran periodista que hizo cimbrar a su Patria y al mundo con sus escritos. La mujer de quien se ha dicho tuvo una vida extraordinaria, solo que si la tuvo fue porque ella lo era, porque era inspiradora, paradigmática, icónica y creía en Occidente y estaba orgullosa de su cultura. Mujer valerosa que cuestionó y enfrentó dogmas -comenzando por el propio Vaticano-, y que enfrentó en su propia cara al poder, como cuando en su célebre entrevista al ayatolá Jomeini, al increparle por qué sus mujeres se ocultaban, él le espetó: porque no eran “arregladas como usted, descubiertas y arrastrando consigo una hilera de hombres… y si no le gusta el vestido islámico no tiene por qué usarlo” y entonces ella, de un tirón, se arrancó el “estúpido pedazo de tela medieval” -como lo calificó después- ante su rostro atónito, porque si había portado el chador negro había sido solo por respeto al mandatario islámico. Episodio del que habrá quien sostenga que fue un acto impío, de provocación, un insulto, sobre todo por venir de una mujer, pero eso sería tanto como ignorar la congruencia ideológica y el compromiso de la Fallaci, que en este acto dio muestra de la suma dignidad con la que una mujer, desde su más honda y profunda feminidad, supo ser fiel a sus valores y defenderlos al erigirse frente a uno de los más recalcitrantes y radicales líderes del islamismo.

El precio que pagó por ello fue alto: así como fue admirada por muchos, comenzando por Julio Scherer en México, fue también denostada y odiada por muchos otros más, sobre todo aquellos a los que sus feroces escritos islamofóbicos -previos a su deceso-, les hicieron acusarla de proclive a la derecha: el camino del cuestionamiento fácil. Nunca quisieron admitir que su lucha era por la verdad, porque no querían que se supiera su verdad y la verdad fallaciana les causaba miedo, y tenían razón: su verdad no era cualquier verdad. Ella lo reconoció: “ser periodista me hace ser desobediente. Y serlo me significa estar en la oposición. Por estar en la oposición se necesita decir la verdad. Y la verdad es siempre lo contrario de aquello que nos cuentan. La historia se escribe sobre verdades y no sobre leyendas”.

No obstante, para asumirlo y decirlo era necesario poseer una enorme dosis de sensibilidad: quien se dice tan dura es porque es demasiado sensible, y para prueba algunas líneas que dedicó a su pareja amada, el poeta griego Alexandros Panagoulis, cuando le dijo: Confío que seas un hombre como siempre lo he soñado, dulce con los débiles, feroz con los prepotentes, generoso con quien te quiere, despiadado con quien te manda. Me siento como cuando me apoyo en ti y tú te apoyas en mí. Porque te necesito y tengo necesidad de creer que tú me necesitas. Puedes darme mucho. Puedo darte mucho. Puedo darte todo. Sé que no será nunca una vida fácil para nosotros. También sé que nos esperan días duros. También sé que necesitaremos mucho coraje para no perdernos”. No se equivocaba. Perdió a un hijo que no nació y casi al mismo tiempo a Panagoulis por una vendetta política. Otra más, como la que privó también de su vida al entrañable amigo de ambos, el gran Pier Paolo Pasolini.

El destino que eligió Fallaci no fue fácil en ningún momento de su vida. Vio a la muerte cuando fue testigo presencial de las atrocidades de la guerra en Vietnam, de la que salió ilesa. Volvió a encontrarla y de nueva cuenta escapó de ella cuando, a pesar de haber sido herida por las balas de las ametralladoras, logró sobrevivir a la atroz masacre del 2 de octubre de 1968. Sí, mil y una razones habría para evocarla, pero hoy una las supera a todas: el cincuentenario de la artera masacre del 2 de octubre en México, porque estaba escrito que no tenía que morir entonces. Era necesario que su denuncia llenara la prensa internacional para que el genocidio contra los estudiantes fuera visibilizado y derribado el cerco oficial que el poder gubernamental había establecido férreamente para ocultar su salvaje felonía. Tenía que sobrevivir para que sus palabras fueran, junto con las del Consejo General de Huelga, argumento de “El Grito”, el emblemático documental que la UNAM realizó sobre la matanza del 68. Tenía que vivir para denunciar, pues como ella misma lo dijo en su obra Nada y así sea: “en el fondo, en la guerra cabe la salvación, y allí la salvación no cabía”.


bettyzanolli@gmail.com\ @BettyZanolli





.. la guerra es una cosa donde la gente armada dispara contra gente armada; pensándolo bien, la guerra tiene un fondo de corrección: tú me matas y yo te mato; en cambio en una matanza se mata y nada más...

Oriana Fallaci


“No siempre la soledad es una prisión. A veces, para algunos, es una conquista que defiende de nuevas heridas y ofensas. Solo los débiles y los pobres de espíritu tienen miedo de la soledad y se aburren solos. Yo no soy débil. Soy muy fuerte y, ahora, durísima. Por lo tanto, no tengo miedo de la soledad…”. Dramáticas palabras, trágico trasfondo, pero así lo sentenció Oriana Fallaci, la mujer cuya voz desnudó su alma solo en las pocas cartas que llegó a escribir y que fueron publicadas póstumamente bajo el título “El miedo es un pecado”.

Fallaci, la mujer que desde niña, siguiendo el ejemplo de su padre que era un activo partisano, aprendió a luchar siendo adolescente contra el régimen nazi-fascista. Ella, la primera corresponsal de guerra italiana, la gran periodista que hizo cimbrar a su Patria y al mundo con sus escritos. La mujer de quien se ha dicho tuvo una vida extraordinaria, solo que si la tuvo fue porque ella lo era, porque era inspiradora, paradigmática, icónica y creía en Occidente y estaba orgullosa de su cultura. Mujer valerosa que cuestionó y enfrentó dogmas -comenzando por el propio Vaticano-, y que enfrentó en su propia cara al poder, como cuando en su célebre entrevista al ayatolá Jomeini, al increparle por qué sus mujeres se ocultaban, él le espetó: porque no eran “arregladas como usted, descubiertas y arrastrando consigo una hilera de hombres… y si no le gusta el vestido islámico no tiene por qué usarlo” y entonces ella, de un tirón, se arrancó el “estúpido pedazo de tela medieval” -como lo calificó después- ante su rostro atónito, porque si había portado el chador negro había sido solo por respeto al mandatario islámico. Episodio del que habrá quien sostenga que fue un acto impío, de provocación, un insulto, sobre todo por venir de una mujer, pero eso sería tanto como ignorar la congruencia ideológica y el compromiso de la Fallaci, que en este acto dio muestra de la suma dignidad con la que una mujer, desde su más honda y profunda feminidad, supo ser fiel a sus valores y defenderlos al erigirse frente a uno de los más recalcitrantes y radicales líderes del islamismo.

El precio que pagó por ello fue alto: así como fue admirada por muchos, comenzando por Julio Scherer en México, fue también denostada y odiada por muchos otros más, sobre todo aquellos a los que sus feroces escritos islamofóbicos -previos a su deceso-, les hicieron acusarla de proclive a la derecha: el camino del cuestionamiento fácil. Nunca quisieron admitir que su lucha era por la verdad, porque no querían que se supiera su verdad y la verdad fallaciana les causaba miedo, y tenían razón: su verdad no era cualquier verdad. Ella lo reconoció: “ser periodista me hace ser desobediente. Y serlo me significa estar en la oposición. Por estar en la oposición se necesita decir la verdad. Y la verdad es siempre lo contrario de aquello que nos cuentan. La historia se escribe sobre verdades y no sobre leyendas”.

No obstante, para asumirlo y decirlo era necesario poseer una enorme dosis de sensibilidad: quien se dice tan dura es porque es demasiado sensible, y para prueba algunas líneas que dedicó a su pareja amada, el poeta griego Alexandros Panagoulis, cuando le dijo: Confío que seas un hombre como siempre lo he soñado, dulce con los débiles, feroz con los prepotentes, generoso con quien te quiere, despiadado con quien te manda. Me siento como cuando me apoyo en ti y tú te apoyas en mí. Porque te necesito y tengo necesidad de creer que tú me necesitas. Puedes darme mucho. Puedo darte mucho. Puedo darte todo. Sé que no será nunca una vida fácil para nosotros. También sé que nos esperan días duros. También sé que necesitaremos mucho coraje para no perdernos”. No se equivocaba. Perdió a un hijo que no nació y casi al mismo tiempo a Panagoulis por una vendetta política. Otra más, como la que privó también de su vida al entrañable amigo de ambos, el gran Pier Paolo Pasolini.

El destino que eligió Fallaci no fue fácil en ningún momento de su vida. Vio a la muerte cuando fue testigo presencial de las atrocidades de la guerra en Vietnam, de la que salió ilesa. Volvió a encontrarla y de nueva cuenta escapó de ella cuando, a pesar de haber sido herida por las balas de las ametralladoras, logró sobrevivir a la atroz masacre del 2 de octubre de 1968. Sí, mil y una razones habría para evocarla, pero hoy una las supera a todas: el cincuentenario de la artera masacre del 2 de octubre en México, porque estaba escrito que no tenía que morir entonces. Era necesario que su denuncia llenara la prensa internacional para que el genocidio contra los estudiantes fuera visibilizado y derribado el cerco oficial que el poder gubernamental había establecido férreamente para ocultar su salvaje felonía. Tenía que sobrevivir para que sus palabras fueran, junto con las del Consejo General de Huelga, argumento de “El Grito”, el emblemático documental que la UNAM realizó sobre la matanza del 68. Tenía que vivir para denunciar, pues como ella misma lo dijo en su obra Nada y así sea: “en el fondo, en la guerra cabe la salvación, y allí la salvación no cabía”.


bettyzanolli@gmail.com\ @BettyZanolli