/ martes 24 de julio de 2018

En el centenario del natalicio de Nelson Rolihlahla Mandela

En mi calidad de académico y profesor universitario quiero empezar mi discurso en homenaje a los cien años de vida de Nelson Rolihlahla Mandela diciendo con profunda emoción el lema vasconceliano de mi Alma Mater: POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU. No podría ser de otra manera porque el espíritu de la raza que encarnó Mandela es inmortal, y por eso celebramos sus cien años de vida. ¿O no es prueba suficiente veintisiete de cárcel superados con la fuerza de la vida espiritual? Entre los barrotes de esa pequeña celda jamás tuvo lugar la sombra de la muerte que, por cierto, es sólo una sombra que no apaga el poder de la luz. Cuerpo y espíritu fue Mandela en su transitar por esta vida. Esculpido en el más fino mármol del tiempo que es duración y subsistencia de las cosas sujetas a mudanza (olvidando que el espíritu no muda ni enmudece), unió su apariencia formidable de líder político y humano con el aliento del espíritu que le daba vida. Dos poderes: la apariencia y la esencia, la raza y el espíritu. Es lo mismo que si viera uno con los ojos terrenales la potencia de la luz manifestada en la forma; tan unidos, tan unidos estrechamente, que serían eternos.


Henos aquí, pues, festejando los cien años de vida de Nelson Mandela nacido en la familia real Thembu en Mvezo, en la Sudáfrica británica. La historia ha registrado, temblorosa y admirada, la epopeya política de Mandela, para mí inexplicable sin su epopeya espiritual. Y esta tarde quiero acogerme ante ustedes al refugio espiritual del fuego, hoy resplandor inapagable, del que alimentó con su alma. Nunca hubiera podido, por cierto, llegar a la cima del poder político de su hermosa y amada patria sin ese ardor que lo caracterizaba como hijo de Dios. Abogado, marxista comprometido durante un lapso de su vida, luchador social, ardía en él la flama de la libertad ungida por el amor a la igualdad. En su extraordinario discurso de toma de posesión como Presidente de la República de Sudáfrica desarrolla ideas que en su juventud habían impregnado de libertad e igualdad su pasión espiritual. Me refiero en concreto a Invictus, un breve poema escrito en 1875 por el inglés William Ernest Henley, y publicado por primera vez en 1888. Por cierto, el autor no le puso título, el que vino con posterioridad a manos de un tercero. Lo que impresionó profundamente a Mandela es que a la edad de doce años Henley fue víctima de tuberculosis en los huesos, siendo que años más adelante su enfermedad llegó hasta un pie recomendando entonces los médicos la amputación por debajo de la rodilla, única forma de salvar su vida. He aquí el poema en sus cuatro cuartetos.


Más allá de la noche que me cubre,

negra como el abismo insondable,

doy gracias a los dioses que puedan existir,

por mi alma inconquistable.

En las azarosas garras de las circunstancias

nunca me he lamentado, ni he pestañeado.

Sometido a los golpes del destino

mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.

Más allá de este lugar de cólera y lágrimas,

donde yacen los horrores de la sombra,

sin embargo, la amenaza de los años

me encuentra, pero me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el camino,

cuán cargada de castigos la sentencia,

yo soy el amo de mi destino,

Soy el capitán de mi alma.


El hecho histórico es que en 1948 el Partido Nacional de Sudáfrica ganó unas elecciones en las que sólo podían votar los blancos, instalándose un sistema de segregación racial con medidas represivas contra los negros. Así surgió el apartheid, sistema de segregación racial en Sudáfrica y Namibia mientras ésta última era territorio sudafricano, en vigor hasta 1992. Sistema de segregación racial que consistía en la creación de lugares separados, tanto habitacionales como de estudio o recreo para los diferentes grupos raciales, conservando el poder exclusivo la raza blanca con el objeto de ejercer el voto y manteniéndose la prohibición de matrimonios o incluso relaciones sexuales entre blancos y negros.


El propósito del apartheid era conservar el poder social y político de la minoría blanca (21 por ciento de la población), que en otras condiciones habría perdido su sitio de privilegio. Antes de la victoria del Partido Nacional en 1948 los negros podían votar, pero con muchas restricciones. Y fue entonces cuando en 1952 Nelson Mandela organizó una campaña de desobediencia civil sin violencia, la que tuvo como consecuencia su primer encarcelamiento. Más adelante, en 1962, se lo arrestó y acusó de conspiración para derrocar al gobierno, por lo que fue sentenciado a prisión perpetua durante el Proceso de Rivonia. Mandela estuvo encarcelado durante 27 años, primero en la isla Robben y después en las prisiones de Pollsmoor y de Víctor Verster. Campañas internacionales abogaron por su liberación, y fue excarcelado en 1990 en medio de una convulsión social en Sudáfrica. Así es como la paciencia, el amor, el perdón, la solidaridad y su entrega absoluta a la libertad y a la igualdad lo llevaron hasta la Presidencia de la República de su país.


Pero debo decir algo sobre la cárcel, abordando a mi juicio lo medular del penitenciarismo. Mandela venció la privación de su libertad, durante veintisiete años, por dos razones fundamentales: por su fortaleza espiritual unida a su creencia absoluta en Dios -en lo que él concebía como Dios- y por sus convicciones políticas, reflejo indudable de lo anterior. Religiosidad la suya a lo Salomón Reinach en Orfeo, es decir, una inclinación -e incluso identificación- del espíritu a lo trascendente. Me explico. Uno de los más grandes juristas italianos, Francesco Carnelutti, es autor de un libro fascinante y ya clásico en materia penitenciaria, El Problema de la Pena, en que desarrolla la idea primordial de la concepción cristiana de la vida al margen de todo dogmatismo y fanatismo. Se trata del problema de la libertad, en palabras del propio autor, colateral al de la igualdad. Nacemos libres, independientes morales, iguales, sucediendo que nos hacemos o aceptamos que se nos haga esclavos, dependientes, sometidos, conquistados, subyugados o desiguales. Es la diferencia entre nacer y hacerse -la interpretación es mía-. Es una libertad moral y espiritual tanto como social, hermana de la Justicia, que sin desbordarse pone en serio entredicho a la cárcel. Libertad vital y existencial, libertad de expresión y sobre todo de palabra, que no de pensamiento que es libre per se (siendo que lo que tutela la ley es su libre expresión).


Carnelutti dice: “El problema de la reclusión es esencialmente un problema espiritual. Existe, ciertamente, también un aspecto físico o fisiológico del mismo, pero tiene, respecto de aquél, un valor de segundo plano. El fin a alcanzar no es solamente el de hacer vivir a un hombre, sino el de hacer revivir a una persona, lo que quiere decir dar al hombre su libertad”. Bajo este aspecto el problema no es ignorado hasta hoy, pero tampoco está planteado con la deseable claridad cuando se habla de la reeducación social del recluso (entre nosotros y conforme al artículo18 constitucional se dice de la readaptación social y más recientemente, a partir de la pésima reforma de 1980, de la reinserción); “es necesario, para ser claros -continúa Carnelutti-, substituir a la reeducación social por la educación moral”. Y añade que “la pena debe servir no para quitar sino para dar la libertad (por lo que es absurdo que para dársela al reo le sea quitada)… la vida dura del recluso -añade- es necesaria, no en el sentido de la venganza, sino en el de la eficacia redentora del dolor” (sin duda lo que le pasó a Mandela). Y concluye Carnelutti estas meditaciones con las siguientes admirables palabras: “Sobre el amor, no sobre el deber, se debe plantear el concepto de la moral. Por asistencia moral, entiendo, pues, ante todo y sobre todo, una asistencia de amor. Lo que, junto al sufrimiento, le es necesario al recluso, a fin de que se convierta en libre, no es otra cosa que amor”.


Todo lo transcrito, que me parece extraordinario, evoca la figura y el drama carcelario de Oscar Wilde quien publicó en 1898 en Daily Chronicle, en medio de su terrible experiencia, un artículo intitulado La Reforma de las Cárceles y en el cual se refiere a las necesidades espirituales del recluso. Notable observación que lo hermana con Nelson Mandela. El gran escritor en la Balada de la Cárcel de Reading y en el De Profundis pone al descubierto la infamia de la pena carcelaria, lo que en el artículo anteriormente citado dice con las siguientes y lapidarias palabras: “No es a los reclusos a quienes habría que reformar, sino a las cárceles”. ¿Reforma? Yo sostengo a propósito del llamado funcionalismo penal que si el fin o finalidad en general del Derecho Penal es sancionar o punir al infractor de la ley para regenerarlo y readaptarlo, reincorporándolo con posterioridad al seno de la sociedad con un fin de mayor alcance y que es la prevención de la violencia criminal, y habida cuenta de la crisis carcelaria, que es mundial, el funcionalismo se derrumba impulsando al mismo tiempo una transformación radical de la idea de la pena, del castigo, en sus múltiples vertientes y características.


La dialéctica y dinámica de las sociedades modernas obliga en este sentido a una transformación esencial de nuestra disciplina; siendo obvio que la pena de muerte es inadmisible. En su larga evolución y deteniéndonos en el estado actual de las cosas, es indiscutible que la cárcel no readapta, no repara el daño ni tampoco evita la comisión de delitos. Y menos, insisto, la pena capital. La pena de cárcel, pues, se halla en clara y evidente crisis.


Ahora paso a resaltar algunos aspectos relevantes del discurso de toma de posesión de Nelson Mandela. Aquí lo que conmueve y sorprende es que el dolor transformado en alegría (freude en alemán), como en la inmortal oda de Schiller que Beethoven llevó a su genial novena sinfonía, dio a Mandela el coraje suficiente, la impetuosa decisión de ánimo, el valor, para encarar la situación política de Sudáfrica y acepar su postulación a la Presidencia de la República de su amado país. Dolor y alegría juntos, lo que suma alegría (freude). Su reclusión en la cárcel le dio una enorme lección de lo que yo llamaría “política espiritual”. Esa es la política auténtica, la que sin renunciar a la praxis, que es indispensable, se apoya en la teoría y la lleva al terreno de la realidad, se compromete con ella igual que la forma rimada o en prosa libre con la musa a la que canta su esencia en versos inmortales. Cito ahora a Ortega y Gasset por parecerme imprescindible en el párrafo con que concluye su gran ensayo Mirabeau o el político: “No se pretenda excluir del político la teoría; la visión puramente intelectual.


A la acción, tiene en él que preceder una prodigiosa contemplación: sólo así será una fuerza dirigida y no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle. Lindamente lo dijo, haced cinco siglos, el maestro Leonardo: La teoría é il capitano e la prattica sono i soldati”. Esa es la política de la que hablara Platón en los albores de la cultura, en la Academia con aroma a huerto y a flores ensoñadoras por la sombra generosa que acaricia la luz del sol. En el enfrentamiento ayuno de tregua de los All Blacks de Nueva Zelanda contra los negros y blancos sudafricanos, humillados y rebajados los negros de Sudáfrica por sus compatriotas de la minoría blanca¸ Mandela sintió su feroz pisoteo, su humillación y maltrato, su falta de respeto y desatada violencia, su agresión a los derechos inherentes a la especie humana negando los agresores su propia humanidad. Mandela dijo: “Nuestro más profundo temor no es ser incapaces. Nuestro más profundo temor es que somos ilimitadamente poderosos. Es nuestra luz, no nuestra obscuridad, lo que más nos atemoriza”. Miedo al propio temor, a la propia naturaleza y condición humana, a reconocer y manejar nuestro poder.


Cegados y deslumbrados por la luz de la que somos hacedores y depositarios, ciegos de tanta luz, nos da terror reconocerlo. Nos refugiamos en el miedo intenso ante nuestra supuesta incapacidad, lo que nos deprime moralmente y se refleja en el compromiso social que no asumimos. Como hijos de Dios somos brillantes, magníficos, talentosos y maravillosos, pero nos arredra reconocerlo y algo nos retrae e incluso nos hace volver atrás. ¿Por qué? Porque son siglos de suponer lo contrario paralizados, detenidos en un pesimismo ancestral que se revela en ciertos espacios de la cultura. En la Grecia dorada, por ejemplo, se supo lo que éramos (lo supo Platón, entre otros). La concepción de la democracia en Grecia -pienso en Pericles-, de la vida social, de la convivencia política entre los hombres, trazó un camino maravilloso que al final de cuentas deslumbró a la humanidad, lo que se percibe en el mito de Prometeo y de su hermano Epimeteo. Es como si una niebla hubiera obscurecido el amanecer grandioso de la humanidad. ¿Por qué? Se dificultó la visión del hombre, su propia visión, por esa nube tan baja, tan a ras de suelo. ¿De dónde vino? Algunos la llaman el mal. En su momento fue el apartheid, repito, con todas sus repercusiones sociales y morales el que azotó al país de Mandela; fueron el apartamiento, la segregación racial, la negación radical de la igualdad y de la libertad del hombre. Y parece que la niebla cubrió también la gran pregunta “¿de dónde vino?”; aunque Mandela halló la respuesta en la vinculación de la política con la moral, con la fuerza espiritual, en eso que los juristas llamamos derechos humanos, luchando por ellos para reivindicar a la humanidad, para reclamarlos con todas sus fuerzas y argumentar a su favor no importa que le costara la libertad durante veintisiete años.


En efecto, sobre el particular había dicho en memorable ocasión: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar; el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”. La verdad es que nada seríamos si en el estado actual de la vida -ya lo sostuvo con vigor inusitado Sócrates en su Apología que escribió Platón- renunciáramos a la estrecha hermandad que debe haber entre el espíritu y la materia social -formando aquí en este mundo una unidad-, orientados por la Justicia y por la ley de la mano del Derecho. Se trata de la prevalencia de los valores, de la hidalguía espiritual -generosidad y nobleza de ánimo- del ser humano. Una de las mentes más privilegiadas del siglo XX, Werner Jaeger, el autor de la Paideia, los ideales de la cultura griega, en su maravillosa Alabanza de la Ley, los orígenes de la filosofía del derecho y los griegos, exalta esa prevalencia como faro potente que ilumina y guía en medio de toda clase de turbulencias el camino de la humanidad. Nacimos generosos y nobles, Mandela lo sabía, y no hay apartheid posible que lo pueda evitar aunque el Derecho sea una lucha constante para lograrlo y consolidarlo. -von Ihering-. Por eso escribe en su discurso memorable que: “Empequeñecerte no le sirve al mundo. No es inteligente hacerte menos para que otros no se sientan inseguros a tu lado. Hemos nacido para dar pruebas de la gloria de Dios que está en nosotros. En la medida que nos liberamos de nuestro temor, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.


Nelson Mandela, cuyo centenario de vida celebramos hoy, es un liberador que a través de Sudáfrica le devuelve al mundo su confianza, su fe, su esperanza y su libertad. Por su raza personalizada en él habló el espíritu. Le dejó a la humanidad un ejemplo extraordinario de lo que deben ser la política, la cultura, la inteligencia, la pasión, el espíritu y el compromiso social, uniéndolos con el Derecho entorchado por la Justicia. En un acontecimiento ya histórico, la Copa del Mundo de Rugby de 1995, tuvo la oportunidad de aglutinar a su país mediante un símbolo deportivo hecho inmediatamente realidad.


Madiba, nombre del clan al que pertenecía y conferido por el Consejo de Ancianos como “tributo a su vida honorable y gloriosa”, Madiba, el Padre de la Nación Sudafricana, jamás fue en rigor encarcelado en su espíritu. Desde el primer momento de su retención voló más alto que nunca, demostrando que la vida, la vida real, es eterna; lo que le dio a su cuerpo, a su materia física, un vigor y resistencia incomparables y titánicos. Nuevo Prometeo que rompiendo sus cadenas nos dió el fuego del sol con su luminosidad divina, viva y alegre, de la igualdad y de la libertad. El sol de la Justicia que engalana a Themis, su representación mitológica, hija de Gea (tierra) y Uranos (cielo), encargada de unir lo celeste, la teoría, los valores, con la práctica y con la realidad ingente.


Hoy cumple Nelson Rolihlahla Mandela cien años de un ciclo muy largo, muy largo y que se pierde entre las fulgurantes luces doradas del horizonte, que festejamos como testimonio, y lo digo en mi condición de universitario, de que por la raza, que es también un rayo de luz que penetra por la abertura cósmica de nuestro ser, habla el espíritu.

En mi calidad de académico y profesor universitario quiero empezar mi discurso en homenaje a los cien años de vida de Nelson Rolihlahla Mandela diciendo con profunda emoción el lema vasconceliano de mi Alma Mater: POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU. No podría ser de otra manera porque el espíritu de la raza que encarnó Mandela es inmortal, y por eso celebramos sus cien años de vida. ¿O no es prueba suficiente veintisiete de cárcel superados con la fuerza de la vida espiritual? Entre los barrotes de esa pequeña celda jamás tuvo lugar la sombra de la muerte que, por cierto, es sólo una sombra que no apaga el poder de la luz. Cuerpo y espíritu fue Mandela en su transitar por esta vida. Esculpido en el más fino mármol del tiempo que es duración y subsistencia de las cosas sujetas a mudanza (olvidando que el espíritu no muda ni enmudece), unió su apariencia formidable de líder político y humano con el aliento del espíritu que le daba vida. Dos poderes: la apariencia y la esencia, la raza y el espíritu. Es lo mismo que si viera uno con los ojos terrenales la potencia de la luz manifestada en la forma; tan unidos, tan unidos estrechamente, que serían eternos.


Henos aquí, pues, festejando los cien años de vida de Nelson Mandela nacido en la familia real Thembu en Mvezo, en la Sudáfrica británica. La historia ha registrado, temblorosa y admirada, la epopeya política de Mandela, para mí inexplicable sin su epopeya espiritual. Y esta tarde quiero acogerme ante ustedes al refugio espiritual del fuego, hoy resplandor inapagable, del que alimentó con su alma. Nunca hubiera podido, por cierto, llegar a la cima del poder político de su hermosa y amada patria sin ese ardor que lo caracterizaba como hijo de Dios. Abogado, marxista comprometido durante un lapso de su vida, luchador social, ardía en él la flama de la libertad ungida por el amor a la igualdad. En su extraordinario discurso de toma de posesión como Presidente de la República de Sudáfrica desarrolla ideas que en su juventud habían impregnado de libertad e igualdad su pasión espiritual. Me refiero en concreto a Invictus, un breve poema escrito en 1875 por el inglés William Ernest Henley, y publicado por primera vez en 1888. Por cierto, el autor no le puso título, el que vino con posterioridad a manos de un tercero. Lo que impresionó profundamente a Mandela es que a la edad de doce años Henley fue víctima de tuberculosis en los huesos, siendo que años más adelante su enfermedad llegó hasta un pie recomendando entonces los médicos la amputación por debajo de la rodilla, única forma de salvar su vida. He aquí el poema en sus cuatro cuartetos.


Más allá de la noche que me cubre,

negra como el abismo insondable,

doy gracias a los dioses que puedan existir,

por mi alma inconquistable.

En las azarosas garras de las circunstancias

nunca me he lamentado, ni he pestañeado.

Sometido a los golpes del destino

mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.

Más allá de este lugar de cólera y lágrimas,

donde yacen los horrores de la sombra,

sin embargo, la amenaza de los años

me encuentra, pero me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el camino,

cuán cargada de castigos la sentencia,

yo soy el amo de mi destino,

Soy el capitán de mi alma.


El hecho histórico es que en 1948 el Partido Nacional de Sudáfrica ganó unas elecciones en las que sólo podían votar los blancos, instalándose un sistema de segregación racial con medidas represivas contra los negros. Así surgió el apartheid, sistema de segregación racial en Sudáfrica y Namibia mientras ésta última era territorio sudafricano, en vigor hasta 1992. Sistema de segregación racial que consistía en la creación de lugares separados, tanto habitacionales como de estudio o recreo para los diferentes grupos raciales, conservando el poder exclusivo la raza blanca con el objeto de ejercer el voto y manteniéndose la prohibición de matrimonios o incluso relaciones sexuales entre blancos y negros.


El propósito del apartheid era conservar el poder social y político de la minoría blanca (21 por ciento de la población), que en otras condiciones habría perdido su sitio de privilegio. Antes de la victoria del Partido Nacional en 1948 los negros podían votar, pero con muchas restricciones. Y fue entonces cuando en 1952 Nelson Mandela organizó una campaña de desobediencia civil sin violencia, la que tuvo como consecuencia su primer encarcelamiento. Más adelante, en 1962, se lo arrestó y acusó de conspiración para derrocar al gobierno, por lo que fue sentenciado a prisión perpetua durante el Proceso de Rivonia. Mandela estuvo encarcelado durante 27 años, primero en la isla Robben y después en las prisiones de Pollsmoor y de Víctor Verster. Campañas internacionales abogaron por su liberación, y fue excarcelado en 1990 en medio de una convulsión social en Sudáfrica. Así es como la paciencia, el amor, el perdón, la solidaridad y su entrega absoluta a la libertad y a la igualdad lo llevaron hasta la Presidencia de la República de su país.


Pero debo decir algo sobre la cárcel, abordando a mi juicio lo medular del penitenciarismo. Mandela venció la privación de su libertad, durante veintisiete años, por dos razones fundamentales: por su fortaleza espiritual unida a su creencia absoluta en Dios -en lo que él concebía como Dios- y por sus convicciones políticas, reflejo indudable de lo anterior. Religiosidad la suya a lo Salomón Reinach en Orfeo, es decir, una inclinación -e incluso identificación- del espíritu a lo trascendente. Me explico. Uno de los más grandes juristas italianos, Francesco Carnelutti, es autor de un libro fascinante y ya clásico en materia penitenciaria, El Problema de la Pena, en que desarrolla la idea primordial de la concepción cristiana de la vida al margen de todo dogmatismo y fanatismo. Se trata del problema de la libertad, en palabras del propio autor, colateral al de la igualdad. Nacemos libres, independientes morales, iguales, sucediendo que nos hacemos o aceptamos que se nos haga esclavos, dependientes, sometidos, conquistados, subyugados o desiguales. Es la diferencia entre nacer y hacerse -la interpretación es mía-. Es una libertad moral y espiritual tanto como social, hermana de la Justicia, que sin desbordarse pone en serio entredicho a la cárcel. Libertad vital y existencial, libertad de expresión y sobre todo de palabra, que no de pensamiento que es libre per se (siendo que lo que tutela la ley es su libre expresión).


Carnelutti dice: “El problema de la reclusión es esencialmente un problema espiritual. Existe, ciertamente, también un aspecto físico o fisiológico del mismo, pero tiene, respecto de aquél, un valor de segundo plano. El fin a alcanzar no es solamente el de hacer vivir a un hombre, sino el de hacer revivir a una persona, lo que quiere decir dar al hombre su libertad”. Bajo este aspecto el problema no es ignorado hasta hoy, pero tampoco está planteado con la deseable claridad cuando se habla de la reeducación social del recluso (entre nosotros y conforme al artículo18 constitucional se dice de la readaptación social y más recientemente, a partir de la pésima reforma de 1980, de la reinserción); “es necesario, para ser claros -continúa Carnelutti-, substituir a la reeducación social por la educación moral”. Y añade que “la pena debe servir no para quitar sino para dar la libertad (por lo que es absurdo que para dársela al reo le sea quitada)… la vida dura del recluso -añade- es necesaria, no en el sentido de la venganza, sino en el de la eficacia redentora del dolor” (sin duda lo que le pasó a Mandela). Y concluye Carnelutti estas meditaciones con las siguientes admirables palabras: “Sobre el amor, no sobre el deber, se debe plantear el concepto de la moral. Por asistencia moral, entiendo, pues, ante todo y sobre todo, una asistencia de amor. Lo que, junto al sufrimiento, le es necesario al recluso, a fin de que se convierta en libre, no es otra cosa que amor”.


Todo lo transcrito, que me parece extraordinario, evoca la figura y el drama carcelario de Oscar Wilde quien publicó en 1898 en Daily Chronicle, en medio de su terrible experiencia, un artículo intitulado La Reforma de las Cárceles y en el cual se refiere a las necesidades espirituales del recluso. Notable observación que lo hermana con Nelson Mandela. El gran escritor en la Balada de la Cárcel de Reading y en el De Profundis pone al descubierto la infamia de la pena carcelaria, lo que en el artículo anteriormente citado dice con las siguientes y lapidarias palabras: “No es a los reclusos a quienes habría que reformar, sino a las cárceles”. ¿Reforma? Yo sostengo a propósito del llamado funcionalismo penal que si el fin o finalidad en general del Derecho Penal es sancionar o punir al infractor de la ley para regenerarlo y readaptarlo, reincorporándolo con posterioridad al seno de la sociedad con un fin de mayor alcance y que es la prevención de la violencia criminal, y habida cuenta de la crisis carcelaria, que es mundial, el funcionalismo se derrumba impulsando al mismo tiempo una transformación radical de la idea de la pena, del castigo, en sus múltiples vertientes y características.


La dialéctica y dinámica de las sociedades modernas obliga en este sentido a una transformación esencial de nuestra disciplina; siendo obvio que la pena de muerte es inadmisible. En su larga evolución y deteniéndonos en el estado actual de las cosas, es indiscutible que la cárcel no readapta, no repara el daño ni tampoco evita la comisión de delitos. Y menos, insisto, la pena capital. La pena de cárcel, pues, se halla en clara y evidente crisis.


Ahora paso a resaltar algunos aspectos relevantes del discurso de toma de posesión de Nelson Mandela. Aquí lo que conmueve y sorprende es que el dolor transformado en alegría (freude en alemán), como en la inmortal oda de Schiller que Beethoven llevó a su genial novena sinfonía, dio a Mandela el coraje suficiente, la impetuosa decisión de ánimo, el valor, para encarar la situación política de Sudáfrica y acepar su postulación a la Presidencia de la República de su amado país. Dolor y alegría juntos, lo que suma alegría (freude). Su reclusión en la cárcel le dio una enorme lección de lo que yo llamaría “política espiritual”. Esa es la política auténtica, la que sin renunciar a la praxis, que es indispensable, se apoya en la teoría y la lleva al terreno de la realidad, se compromete con ella igual que la forma rimada o en prosa libre con la musa a la que canta su esencia en versos inmortales. Cito ahora a Ortega y Gasset por parecerme imprescindible en el párrafo con que concluye su gran ensayo Mirabeau o el político: “No se pretenda excluir del político la teoría; la visión puramente intelectual.


A la acción, tiene en él que preceder una prodigiosa contemplación: sólo así será una fuerza dirigida y no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle. Lindamente lo dijo, haced cinco siglos, el maestro Leonardo: La teoría é il capitano e la prattica sono i soldati”. Esa es la política de la que hablara Platón en los albores de la cultura, en la Academia con aroma a huerto y a flores ensoñadoras por la sombra generosa que acaricia la luz del sol. En el enfrentamiento ayuno de tregua de los All Blacks de Nueva Zelanda contra los negros y blancos sudafricanos, humillados y rebajados los negros de Sudáfrica por sus compatriotas de la minoría blanca¸ Mandela sintió su feroz pisoteo, su humillación y maltrato, su falta de respeto y desatada violencia, su agresión a los derechos inherentes a la especie humana negando los agresores su propia humanidad. Mandela dijo: “Nuestro más profundo temor no es ser incapaces. Nuestro más profundo temor es que somos ilimitadamente poderosos. Es nuestra luz, no nuestra obscuridad, lo que más nos atemoriza”. Miedo al propio temor, a la propia naturaleza y condición humana, a reconocer y manejar nuestro poder.


Cegados y deslumbrados por la luz de la que somos hacedores y depositarios, ciegos de tanta luz, nos da terror reconocerlo. Nos refugiamos en el miedo intenso ante nuestra supuesta incapacidad, lo que nos deprime moralmente y se refleja en el compromiso social que no asumimos. Como hijos de Dios somos brillantes, magníficos, talentosos y maravillosos, pero nos arredra reconocerlo y algo nos retrae e incluso nos hace volver atrás. ¿Por qué? Porque son siglos de suponer lo contrario paralizados, detenidos en un pesimismo ancestral que se revela en ciertos espacios de la cultura. En la Grecia dorada, por ejemplo, se supo lo que éramos (lo supo Platón, entre otros). La concepción de la democracia en Grecia -pienso en Pericles-, de la vida social, de la convivencia política entre los hombres, trazó un camino maravilloso que al final de cuentas deslumbró a la humanidad, lo que se percibe en el mito de Prometeo y de su hermano Epimeteo. Es como si una niebla hubiera obscurecido el amanecer grandioso de la humanidad. ¿Por qué? Se dificultó la visión del hombre, su propia visión, por esa nube tan baja, tan a ras de suelo. ¿De dónde vino? Algunos la llaman el mal. En su momento fue el apartheid, repito, con todas sus repercusiones sociales y morales el que azotó al país de Mandela; fueron el apartamiento, la segregación racial, la negación radical de la igualdad y de la libertad del hombre. Y parece que la niebla cubrió también la gran pregunta “¿de dónde vino?”; aunque Mandela halló la respuesta en la vinculación de la política con la moral, con la fuerza espiritual, en eso que los juristas llamamos derechos humanos, luchando por ellos para reivindicar a la humanidad, para reclamarlos con todas sus fuerzas y argumentar a su favor no importa que le costara la libertad durante veintisiete años.


En efecto, sobre el particular había dicho en memorable ocasión: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar; el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”. La verdad es que nada seríamos si en el estado actual de la vida -ya lo sostuvo con vigor inusitado Sócrates en su Apología que escribió Platón- renunciáramos a la estrecha hermandad que debe haber entre el espíritu y la materia social -formando aquí en este mundo una unidad-, orientados por la Justicia y por la ley de la mano del Derecho. Se trata de la prevalencia de los valores, de la hidalguía espiritual -generosidad y nobleza de ánimo- del ser humano. Una de las mentes más privilegiadas del siglo XX, Werner Jaeger, el autor de la Paideia, los ideales de la cultura griega, en su maravillosa Alabanza de la Ley, los orígenes de la filosofía del derecho y los griegos, exalta esa prevalencia como faro potente que ilumina y guía en medio de toda clase de turbulencias el camino de la humanidad. Nacimos generosos y nobles, Mandela lo sabía, y no hay apartheid posible que lo pueda evitar aunque el Derecho sea una lucha constante para lograrlo y consolidarlo. -von Ihering-. Por eso escribe en su discurso memorable que: “Empequeñecerte no le sirve al mundo. No es inteligente hacerte menos para que otros no se sientan inseguros a tu lado. Hemos nacido para dar pruebas de la gloria de Dios que está en nosotros. En la medida que nos liberamos de nuestro temor, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.


Nelson Mandela, cuyo centenario de vida celebramos hoy, es un liberador que a través de Sudáfrica le devuelve al mundo su confianza, su fe, su esperanza y su libertad. Por su raza personalizada en él habló el espíritu. Le dejó a la humanidad un ejemplo extraordinario de lo que deben ser la política, la cultura, la inteligencia, la pasión, el espíritu y el compromiso social, uniéndolos con el Derecho entorchado por la Justicia. En un acontecimiento ya histórico, la Copa del Mundo de Rugby de 1995, tuvo la oportunidad de aglutinar a su país mediante un símbolo deportivo hecho inmediatamente realidad.


Madiba, nombre del clan al que pertenecía y conferido por el Consejo de Ancianos como “tributo a su vida honorable y gloriosa”, Madiba, el Padre de la Nación Sudafricana, jamás fue en rigor encarcelado en su espíritu. Desde el primer momento de su retención voló más alto que nunca, demostrando que la vida, la vida real, es eterna; lo que le dio a su cuerpo, a su materia física, un vigor y resistencia incomparables y titánicos. Nuevo Prometeo que rompiendo sus cadenas nos dió el fuego del sol con su luminosidad divina, viva y alegre, de la igualdad y de la libertad. El sol de la Justicia que engalana a Themis, su representación mitológica, hija de Gea (tierra) y Uranos (cielo), encargada de unir lo celeste, la teoría, los valores, con la práctica y con la realidad ingente.


Hoy cumple Nelson Rolihlahla Mandela cien años de un ciclo muy largo, muy largo y que se pierde entre las fulgurantes luces doradas del horizonte, que festejamos como testimonio, y lo digo en mi condición de universitario, de que por la raza, que es también un rayo de luz que penetra por la abertura cósmica de nuestro ser, habla el espíritu.