/ lunes 6 de noviembre de 2017

En el ocaso de las revoluciones

“Para definir una época no basta con saber lo que en ella se ha hecho; es menester además que sepamos lo que no ha hecho, lo que en ella es imposible”, sentencia José Ortega y Gasset al iniciar su ensayo sobre el ocaso revolucionario. Y con ello nos enfrenta, cara a cara, con los fallos del pasado y nuestra trágica realidad que, si de algo consuela, no es solo nacional, sino en gran medida mundial. ¡Y cómo no hacerlo!, si la propia historia flagela dolorosamente nuestra conciencia cuando nos impele a recordar que estamos a punto de celebrar el primer centenario de la revolución rusa.

Una gesta que concentró y encarnó desde el primer momento la rebelión contra la hegemonía global de Occidente y que tuvo por paradigma, en aquel emblemático año de 1917, la lucha de un México que se erigía ante el mundo como paladín del garantismo social por la vía constitucional. Solo que de entonces a hoy, ni Rusia es la misma, ni mucho menos México lo es más. ¿Dónde se perdió ella, dónde nos perdimos nosotros? Remontándonos décadas atrás, innumerables luchas detonaron inspiradas en una y otra, dando vida a esperanzas que terminaron resquebrajadas, desnaturalizadas, deformadas, desvirtuadas, perseguidas, corroídas. Por eso la nostalgia invade cuando vemos desfilar lo que de ellas se esperaba, particularmente de la rusa: “Voto por los bolcheviques rusos, porque nos muestran el camino hacia la paz y la liquidación del bárbaro régimen capitalista. Quien no defiende su causa, defiende el capitalismo y todos sus horrores” (Luis Emilio Recabarren). “Los pulmones de Rusia soplan hacia nosotros, el viento de la revolución social” (Manuel Maples Arce). “Con la revolución rusa ha comenzado la revolución social” (Juan Carlos Mariátegui). ¿Estarían predestinados los grandes ideales sociales de ambas revoluciones a ser una mera utopía, un no lugar? Toda utopía, como expresa Bronislaw Baczko, refleja a su época e intentar rebasar a ésta no es un mero sueño, sino “un testimonio revelador”. Y qué más crudamente revelador y visionario que volver a Ortega cuando agrega: “Los mismos motivos que inducen a pensar que en Europa no habrá ya revoluciones, obligan a creer que en América no las ha habido todavía”. ¡Por supuesto que no! De nada sirvió en México haber podido construir un cuerpo constitucional pionero en su género en la tutela de los derechos sociales, si en menos de cuarenta años lo hemos pulverizado al legitimar en nuestra Carta Magna el despojo masivo, en todos los aspectos y sectores, de nuestra Nación y pueblo. El propio Ortega así nos lo confirma: “lo menos esencial en las verdaderas revoluciones es la violencia”. En efecto, una verdadera revolución nace de la revisión y reestructuración del proyecto nacional y es la hora que México no lo ha desarrollado. No pudimos avanzar y todo lo logrado en las primeras décadas del periodo posrevolucionario terminó nulificado, aplastado, por esa hegemonía imbatible de lo que hoy llamamos neoliberalismo globalizador que en nuestro país encontró terreno fértil, cobijado por la corrupción y la impunidad de las sempiternas pandillas al poder (en realidad una sola), ésas que solo saben servirse, magistralmente, de la Nación y de su pueblo.

La izquierda mexicana no existe ya, por eso abortaron las conquistas de la Revolución. Sin compromiso social, sin ética cívica, sin valores supremos ¿qué podemos esperar de la caterva multipartidista que nos gobierna? No hay colores, mucho menos ideales, ni el rojo simboliza la lucha comunista, ni el amarillo la lucha popular, ni el azul una opción de cambio, ni mucho menos el tricolor el espíritu revolucionario, para qué seguir. Ante tal panorama -que la apatía e indiferencia sociales se resisten a revertir-, cualquier radicalización es inútil, todos persiguen lo mismo: satisfacer su ambición y jamás dejar el poder.

Leninianamente ¿qué hacer? Esperar paciente, casi religiosamente, el amanecer.

 

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

“Para definir una época no basta con saber lo que en ella se ha hecho; es menester además que sepamos lo que no ha hecho, lo que en ella es imposible”, sentencia José Ortega y Gasset al iniciar su ensayo sobre el ocaso revolucionario. Y con ello nos enfrenta, cara a cara, con los fallos del pasado y nuestra trágica realidad que, si de algo consuela, no es solo nacional, sino en gran medida mundial. ¡Y cómo no hacerlo!, si la propia historia flagela dolorosamente nuestra conciencia cuando nos impele a recordar que estamos a punto de celebrar el primer centenario de la revolución rusa.

Una gesta que concentró y encarnó desde el primer momento la rebelión contra la hegemonía global de Occidente y que tuvo por paradigma, en aquel emblemático año de 1917, la lucha de un México que se erigía ante el mundo como paladín del garantismo social por la vía constitucional. Solo que de entonces a hoy, ni Rusia es la misma, ni mucho menos México lo es más. ¿Dónde se perdió ella, dónde nos perdimos nosotros? Remontándonos décadas atrás, innumerables luchas detonaron inspiradas en una y otra, dando vida a esperanzas que terminaron resquebrajadas, desnaturalizadas, deformadas, desvirtuadas, perseguidas, corroídas. Por eso la nostalgia invade cuando vemos desfilar lo que de ellas se esperaba, particularmente de la rusa: “Voto por los bolcheviques rusos, porque nos muestran el camino hacia la paz y la liquidación del bárbaro régimen capitalista. Quien no defiende su causa, defiende el capitalismo y todos sus horrores” (Luis Emilio Recabarren). “Los pulmones de Rusia soplan hacia nosotros, el viento de la revolución social” (Manuel Maples Arce). “Con la revolución rusa ha comenzado la revolución social” (Juan Carlos Mariátegui). ¿Estarían predestinados los grandes ideales sociales de ambas revoluciones a ser una mera utopía, un no lugar? Toda utopía, como expresa Bronislaw Baczko, refleja a su época e intentar rebasar a ésta no es un mero sueño, sino “un testimonio revelador”. Y qué más crudamente revelador y visionario que volver a Ortega cuando agrega: “Los mismos motivos que inducen a pensar que en Europa no habrá ya revoluciones, obligan a creer que en América no las ha habido todavía”. ¡Por supuesto que no! De nada sirvió en México haber podido construir un cuerpo constitucional pionero en su género en la tutela de los derechos sociales, si en menos de cuarenta años lo hemos pulverizado al legitimar en nuestra Carta Magna el despojo masivo, en todos los aspectos y sectores, de nuestra Nación y pueblo. El propio Ortega así nos lo confirma: “lo menos esencial en las verdaderas revoluciones es la violencia”. En efecto, una verdadera revolución nace de la revisión y reestructuración del proyecto nacional y es la hora que México no lo ha desarrollado. No pudimos avanzar y todo lo logrado en las primeras décadas del periodo posrevolucionario terminó nulificado, aplastado, por esa hegemonía imbatible de lo que hoy llamamos neoliberalismo globalizador que en nuestro país encontró terreno fértil, cobijado por la corrupción y la impunidad de las sempiternas pandillas al poder (en realidad una sola), ésas que solo saben servirse, magistralmente, de la Nación y de su pueblo.

La izquierda mexicana no existe ya, por eso abortaron las conquistas de la Revolución. Sin compromiso social, sin ética cívica, sin valores supremos ¿qué podemos esperar de la caterva multipartidista que nos gobierna? No hay colores, mucho menos ideales, ni el rojo simboliza la lucha comunista, ni el amarillo la lucha popular, ni el azul una opción de cambio, ni mucho menos el tricolor el espíritu revolucionario, para qué seguir. Ante tal panorama -que la apatía e indiferencia sociales se resisten a revertir-, cualquier radicalización es inútil, todos persiguen lo mismo: satisfacer su ambición y jamás dejar el poder.

Leninianamente ¿qué hacer? Esperar paciente, casi religiosamente, el amanecer.

 

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli