/ jueves 15 de julio de 2021

Entre abogados te veas

Con motivo de la pasada celebración del Día del Abogado (lunes 12 de julio) aporto desde aquí las siguientes reflexiones. El jurisconsulto Celso dijo hace veinte siglos que “El Derecho es el arte de lo bueno y equitativo o justo” (“Ius est ars boni et aequi”) y Justiniano recopiló en sus “Institutiones” o “Istituta” la siguiente definición: “Iustitia est constans et perpetua voluntas suum cuique tribuendi “). Por lo tanto tenemos a la vista los siguientes valores o conceptos: bondad, equidad, justicia, voluntad constante y perpetua de dar a cada quien lo suyo, lo que le pertenece. Atributos éstos que brillan más que estrellas como relámpagos fugaces en la constelación de los grandes valores de la Humanidad. Y digo relámpagos porque somos una muchedumbre de abogados, lo que significa que entre tantos son muy pocos, poquísimos, los que logran en su vida y obra realizar esos valores. Es el esfuerzo, la decisión, de transformar el deber ser en ser. Por eso mismo es que se celebra o conmemora un día en homenaje a una profesión que conjuga en sus haberes valores de tal magnitud, los cuales resaltan el destino magnífico del hombre.

Ahora bien, ¿qué se requiere en primer lugar para lograr que esos valores se concreten en algo real, lejos de la utopía inalcanzable? Ser ante todo uno mismo, reconocerse, apreciarse, ser justo con uno mismo y luego irradiarlo hacia los demás, transmitirlo, propagarlo, difundirlo; ya seamos abogados en el ejercicio de nuestra profesión, en la cátedra o investigación, en la tarea legislativa, en la llamada función pública o en la impartición de justicia. En suma, ser congruentes, honestos con nosotros mismos y con los otros; lo que es -¡qué trabajo cuesta reconocerlo!- amarnos y amar a los demás. Carnelutti opina al respecto (v. “El Problema de la Pena”) que el Derecho es en última instancia amor; palabra ésta a la que se le tiene miedo, se desconoce su alcance o se la tergiversa. Y otro enorme jurista de dimensión similar, Piero Calamandrei, dice en “Demasiados abogados” que precisamente porque en la sátira se nos pretende ridiculizar como la encarnación de la lujuria, de la envidia, de la avaricia, de la deshonestidad, debemos ser exactamente lo contrario, lo que resalta las virtudes, el patrimonio y la nobleza de la abogacía. Lo anterior me hace recordar que del brazo de mi padre y maestro recorríamos una tarde la rivera izquierda del río Sena, donde bulle la vida y la pasión por ésta es constante alegría. De pronto nos detuvimos ante unos “bouquinistas” o libreros de viejo para admirar unos dibujos sorprendentes de Daumier, el gran dibujante y caricaturista francés, sátiras brillantes que se dejaban acariciar por la frescura del río que reflejaba un costado de Notre Dame. Nos detuvimos, los admiramos y los compramos. Hoy los tengo en una pared de mi biblioteca donde veo de reojo o directamente la sonrisa bribona, entre oculta y no, del pícaro abogado que descaradamente le miente a su cliente, o que la mira por ser mujer con lujuria incontenible. Y en el acto vienen a mi memoria las palabras de Calamandrei. Y qué pocos somos los que apreciamos esos valores como un tesoro del que sabe abogar, abogado al fin, distinguiéndose del gremio que es el depositario de una riqueza incalculable que hay que difundir en beneficio de la sociedad y del hombre. Sin entender esto, se diluiría en la nada el festejo del pasado lunes.

PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM

Sígueme en Twitter: @RaulCarranca

Y Facebook: www.facebook.com/despacho raulcarranca

Con motivo de la pasada celebración del Día del Abogado (lunes 12 de julio) aporto desde aquí las siguientes reflexiones. El jurisconsulto Celso dijo hace veinte siglos que “El Derecho es el arte de lo bueno y equitativo o justo” (“Ius est ars boni et aequi”) y Justiniano recopiló en sus “Institutiones” o “Istituta” la siguiente definición: “Iustitia est constans et perpetua voluntas suum cuique tribuendi “). Por lo tanto tenemos a la vista los siguientes valores o conceptos: bondad, equidad, justicia, voluntad constante y perpetua de dar a cada quien lo suyo, lo que le pertenece. Atributos éstos que brillan más que estrellas como relámpagos fugaces en la constelación de los grandes valores de la Humanidad. Y digo relámpagos porque somos una muchedumbre de abogados, lo que significa que entre tantos son muy pocos, poquísimos, los que logran en su vida y obra realizar esos valores. Es el esfuerzo, la decisión, de transformar el deber ser en ser. Por eso mismo es que se celebra o conmemora un día en homenaje a una profesión que conjuga en sus haberes valores de tal magnitud, los cuales resaltan el destino magnífico del hombre.

Ahora bien, ¿qué se requiere en primer lugar para lograr que esos valores se concreten en algo real, lejos de la utopía inalcanzable? Ser ante todo uno mismo, reconocerse, apreciarse, ser justo con uno mismo y luego irradiarlo hacia los demás, transmitirlo, propagarlo, difundirlo; ya seamos abogados en el ejercicio de nuestra profesión, en la cátedra o investigación, en la tarea legislativa, en la llamada función pública o en la impartición de justicia. En suma, ser congruentes, honestos con nosotros mismos y con los otros; lo que es -¡qué trabajo cuesta reconocerlo!- amarnos y amar a los demás. Carnelutti opina al respecto (v. “El Problema de la Pena”) que el Derecho es en última instancia amor; palabra ésta a la que se le tiene miedo, se desconoce su alcance o se la tergiversa. Y otro enorme jurista de dimensión similar, Piero Calamandrei, dice en “Demasiados abogados” que precisamente porque en la sátira se nos pretende ridiculizar como la encarnación de la lujuria, de la envidia, de la avaricia, de la deshonestidad, debemos ser exactamente lo contrario, lo que resalta las virtudes, el patrimonio y la nobleza de la abogacía. Lo anterior me hace recordar que del brazo de mi padre y maestro recorríamos una tarde la rivera izquierda del río Sena, donde bulle la vida y la pasión por ésta es constante alegría. De pronto nos detuvimos ante unos “bouquinistas” o libreros de viejo para admirar unos dibujos sorprendentes de Daumier, el gran dibujante y caricaturista francés, sátiras brillantes que se dejaban acariciar por la frescura del río que reflejaba un costado de Notre Dame. Nos detuvimos, los admiramos y los compramos. Hoy los tengo en una pared de mi biblioteca donde veo de reojo o directamente la sonrisa bribona, entre oculta y no, del pícaro abogado que descaradamente le miente a su cliente, o que la mira por ser mujer con lujuria incontenible. Y en el acto vienen a mi memoria las palabras de Calamandrei. Y qué pocos somos los que apreciamos esos valores como un tesoro del que sabe abogar, abogado al fin, distinguiéndose del gremio que es el depositario de una riqueza incalculable que hay que difundir en beneficio de la sociedad y del hombre. Sin entender esto, se diluiría en la nada el festejo del pasado lunes.

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