/ martes 19 de junio de 2018

Entre tumbos y avances camina la democracia mexicana

Las encuestas electorales y los debates televisados entre candidatos llegaron relativamente tarde a la política mexicana. En cierta forma también lo que en el medio se conoce como las “plataformas” de los partidos. A pesar de su demora en arribar, las dos primeras figuras (encuestas y debates) son ya bien conocidas –lo cual no quiere decir comprendidas- por los ciudadanos y votantes mexicanos. Pero la tercera no.

Durante el largo periodo de la abrumadora hegemonía del gobierno disfrazado de partido, es decir, del priato, las encuestas carecieron de sentido. No se necesitaba de sondeo alguno para saber con precisión que de manera fatal, por las buenas o por las malas, en todas las contiendas electorales ganarían los candidatos del oficialismo.

Hasta que las cosas empezaron a cambiar entre fines de los años 80 y principios de los 90 del siglo pasado, poco a poco se fue percibiendo la necesidad de levantar encuestas para ir conociendo el comportamiento del electorado en el curso de las campañas electorales.

Lo anterior por la sencilla razón de que paulatinamente los ciudadanos fueron tomando conciencia de la importancia de los procesos electorales, hasta entonces desdeñados, y de que la combativa oposición independiente (porque también la hubo formada por paleros) fue ganando pequeñas pero numerosas batallas para incorporar al sistema electoral reglas que lo fueron haciendo menos proclive al fraude y por ende más competido. Fue entonces, de dos décadas para acá, que las encuestas se hicieron indispensables. Aunque ahora han devenido ¡qué curioso! en sofisticado instrumento para manipular al votante. De lo cual en los años recientes hay numerosos ejemplos. Y no sólo en México, si bien aquí se ha llegado al extremo de lo grotesco.

Aunque en otra medida y dimensión algo similar ha sucedido con los debates televisados entre candidatos. El primero de la historia tuvo lugar entre los candidatos presidenciales Richard Nixon y John Kennedy de los EUA en septiembre de 1959.

No habían pasado ni dos años cuando en mayo y junio de 1961 tuvieron lugar los dos primeros en nuestro país en las elecciones intermedias de ese año para diputados federales. El primero en Monterrey, de alguna manera frustrado porque no llegó ni a diez minutos de transmisión al no haber estado presente el candidato priista, y el segundo en la Ciudad de México entre un seudointelectual priista y un obrero panista, en la recordada “Mesa de Celebridades” de Agustín Barrios Gómez.

Después vino un largo vacío por la permanente resistencia del PRI a que sus candidatos enfrentaran a sus opositores en la llamada pantalla chica. Y por la idéntica reticencia a incorporar la figura de los debates televisados a la legislación electoral. Todavía en la reforma electoral de 1989-90 la cerrazón del PRI en esta materia fue total. Ahora las cosas también han cambiado. Pero resulta ¡oh ironías! que de alguna forma estos debates se han utilizado, al desvirtuarlos con formatos rígidos y formalismo, para que no sean medios eficaces y útiles verdaderamente al servicio del votante. Así, entre avances y tumbos, le ha tocado caminar a la joven democracia mexicana.

Las plataformas de los partidos son otro tema, que por lo pronto queda en el tintero.

Las encuestas electorales y los debates televisados entre candidatos llegaron relativamente tarde a la política mexicana. En cierta forma también lo que en el medio se conoce como las “plataformas” de los partidos. A pesar de su demora en arribar, las dos primeras figuras (encuestas y debates) son ya bien conocidas –lo cual no quiere decir comprendidas- por los ciudadanos y votantes mexicanos. Pero la tercera no.

Durante el largo periodo de la abrumadora hegemonía del gobierno disfrazado de partido, es decir, del priato, las encuestas carecieron de sentido. No se necesitaba de sondeo alguno para saber con precisión que de manera fatal, por las buenas o por las malas, en todas las contiendas electorales ganarían los candidatos del oficialismo.

Hasta que las cosas empezaron a cambiar entre fines de los años 80 y principios de los 90 del siglo pasado, poco a poco se fue percibiendo la necesidad de levantar encuestas para ir conociendo el comportamiento del electorado en el curso de las campañas electorales.

Lo anterior por la sencilla razón de que paulatinamente los ciudadanos fueron tomando conciencia de la importancia de los procesos electorales, hasta entonces desdeñados, y de que la combativa oposición independiente (porque también la hubo formada por paleros) fue ganando pequeñas pero numerosas batallas para incorporar al sistema electoral reglas que lo fueron haciendo menos proclive al fraude y por ende más competido. Fue entonces, de dos décadas para acá, que las encuestas se hicieron indispensables. Aunque ahora han devenido ¡qué curioso! en sofisticado instrumento para manipular al votante. De lo cual en los años recientes hay numerosos ejemplos. Y no sólo en México, si bien aquí se ha llegado al extremo de lo grotesco.

Aunque en otra medida y dimensión algo similar ha sucedido con los debates televisados entre candidatos. El primero de la historia tuvo lugar entre los candidatos presidenciales Richard Nixon y John Kennedy de los EUA en septiembre de 1959.

No habían pasado ni dos años cuando en mayo y junio de 1961 tuvieron lugar los dos primeros en nuestro país en las elecciones intermedias de ese año para diputados federales. El primero en Monterrey, de alguna manera frustrado porque no llegó ni a diez minutos de transmisión al no haber estado presente el candidato priista, y el segundo en la Ciudad de México entre un seudointelectual priista y un obrero panista, en la recordada “Mesa de Celebridades” de Agustín Barrios Gómez.

Después vino un largo vacío por la permanente resistencia del PRI a que sus candidatos enfrentaran a sus opositores en la llamada pantalla chica. Y por la idéntica reticencia a incorporar la figura de los debates televisados a la legislación electoral. Todavía en la reforma electoral de 1989-90 la cerrazón del PRI en esta materia fue total. Ahora las cosas también han cambiado. Pero resulta ¡oh ironías! que de alguna forma estos debates se han utilizado, al desvirtuarlos con formatos rígidos y formalismo, para que no sean medios eficaces y útiles verdaderamente al servicio del votante. Así, entre avances y tumbos, le ha tocado caminar a la joven democracia mexicana.

Las plataformas de los partidos son otro tema, que por lo pronto queda en el tintero.