/ domingo 21 de enero de 2018

Escuchemos el clamor indígena

El 14 de agosto de 2001, de conformidad con los compromisos asumidos por el Estado mexicano en la Convención Americana de Derechos Humanos de la que somos parte desde 1982, el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de 1989 y los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena, suscritos en 1996, quedó establecido en el párrafo segundo del artículo 2º de nuestra Carta Magna el reconocimiento constitucional de que nuestra Nación posee una composición pluricultural “sustentada originalmente en sus pueblos indígenas”, descendientes estos de las “poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. Asimismo, el párrafo tercero dispuso que la conciencia de su “identidad indígena” debería ser criterio fundamental para determinar a quiénes se aplicarían las disposiciones en materia de pueblos indígenas, para lo cual el párrafo cuarto indicó deberían ser tomados también en cuenta “criterios etnolingüísticos y de asentamiento físico”.

En 2003 fue promulgada la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas que dio origen al Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, administrado por un Consejo Nacional entre cuyas encomiendas se estipuló la de elaborar el Catálogo de las Lenguas Indígenas Nacionales. Documento que fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el 14 de enero de 2008, como resultado de trabajos previos sobre pautas geoestadísticas que cartografiaron asentamientos históricos de pueblos indígenas contemporáneos, y cuya importancia radica particularmente en ser el referente oficial para la contabilización de los pueblos originarios de nuestra Nación. De esta forma y partiendo de la categoría “agrupación lingüística” en tanto “conjunto de variantes lingüísticas comprendidas bajo el nombre dado históricamente a un pueblo indígena” -de las cuales hasta ahora se han identificado 364-, el Estado mexicano reconoce en la actualidad 68 agrupaciones lingüísticas entre las que destacan: amuzgo, cora, chatino, chinanteco, huasteco, huave, huichol, kickapoo, lacandón, mam, maya, mayo, mixteco, náhuatl, otomí, pame, seri, tarahumara, tarasco, tzeltal, tsotsil, yaqui y zapoteco. Cada una de ellas, plena de riqueza cultural y heredera de un pasado propio.

Por su parte, de acuerdo con datos provenientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, la Encuesta Intercensal 2015 identificó a 7 millones 382 mil 785 de hablantes de alguna lengua indígena, correspondientes en ese entonces al 6.5% de la población nacional: 51.3% mujeres y 48.7% hombres, 45.3% con menos de 30 años de edad, predominando entre las lenguas más habladas el náhuatl (23.4%), maya (11.6%), tseltal (7.5%), mixteco (7.0%) y tsotsil (6.6%), siendo las entidades federativas con mayor presencia de municipios indígenas Oaxaca (245), Yucatán (63), Puebla (46), Chiapas (41) y Veracruz (35) y los municipios en los que el 99% de sus habitantes hablan exclusivamente alguna lengua indígena los de San Juan Cancuc, Santiago el Pinar, Chalchihuitlán, Aldama, Mitontic, San Juan Chamula y San Andrés Larráinzar en Chiapas y Cochoapa el Grande en Guerrero.

Sin embargo, de qué sirve aludir a la consolidación del reconocimiento jurídico de nuestros pueblos originarios o ilustrar la magnitud y presencia de nuestra riqueza étnico-cultural, si en la realidad su situación no cambia y todo proyecto de mejoramiento a su calidad de vida y salvaguarda de su cultura queda en el discurso político, como mero producto de las promesas de campaña siempre incumplidas.

El mundo indígena enfrenta graves problemas y su lamento es doloroso, no solo porque su contexto material y cultural difiere de aquél en el que está inscrito: cada día son mayores los peligros que corre y las amenazas que sufre por parte del crimen organizado y de los procesos goliáticos de despojo de sus recursos al mismo tiempo. Y algo peor, es inútil su clamor por justicia, pues la indefensión y falta de seguridad que padecen continúan sin ser resueltas: la indolencia y, en el mejor caso, tibieza con la que responde el Estado para atenderlos es dolorosamente indignante y uno se pregunta ¿cómo ayudarles si ni siquiera hablamos su lengua? ¿Cómo defenderles si se carece de intérpretes especializados? ¿Cómo comprender sus usos y costumbres si hay una barrera cultural entre ellos y nosotros? ¿Cómo decir que se está impartiendo “educación indígena” si al maestro maya se le envía a la Chontalpa y al otomí a la Mixteca? ¿Cómo creer que se está preservando nuestro pasado lingüístico si permitimos que se mueran los últimos hablantes de ciertas variantes lingüísticas sin que antes hayamos contribuido a rescatar y perpetuar su lengua? Cuando una lengua muere, muere con ella la cultura de un pueblo, siglos y milenios de historia, y con ello: parte del hombre, de nuestra identidad y nuestro ser.

 

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli

El 14 de agosto de 2001, de conformidad con los compromisos asumidos por el Estado mexicano en la Convención Americana de Derechos Humanos de la que somos parte desde 1982, el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de 1989 y los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena, suscritos en 1996, quedó establecido en el párrafo segundo del artículo 2º de nuestra Carta Magna el reconocimiento constitucional de que nuestra Nación posee una composición pluricultural “sustentada originalmente en sus pueblos indígenas”, descendientes estos de las “poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. Asimismo, el párrafo tercero dispuso que la conciencia de su “identidad indígena” debería ser criterio fundamental para determinar a quiénes se aplicarían las disposiciones en materia de pueblos indígenas, para lo cual el párrafo cuarto indicó deberían ser tomados también en cuenta “criterios etnolingüísticos y de asentamiento físico”.

En 2003 fue promulgada la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas que dio origen al Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, administrado por un Consejo Nacional entre cuyas encomiendas se estipuló la de elaborar el Catálogo de las Lenguas Indígenas Nacionales. Documento que fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el 14 de enero de 2008, como resultado de trabajos previos sobre pautas geoestadísticas que cartografiaron asentamientos históricos de pueblos indígenas contemporáneos, y cuya importancia radica particularmente en ser el referente oficial para la contabilización de los pueblos originarios de nuestra Nación. De esta forma y partiendo de la categoría “agrupación lingüística” en tanto “conjunto de variantes lingüísticas comprendidas bajo el nombre dado históricamente a un pueblo indígena” -de las cuales hasta ahora se han identificado 364-, el Estado mexicano reconoce en la actualidad 68 agrupaciones lingüísticas entre las que destacan: amuzgo, cora, chatino, chinanteco, huasteco, huave, huichol, kickapoo, lacandón, mam, maya, mayo, mixteco, náhuatl, otomí, pame, seri, tarahumara, tarasco, tzeltal, tsotsil, yaqui y zapoteco. Cada una de ellas, plena de riqueza cultural y heredera de un pasado propio.

Por su parte, de acuerdo con datos provenientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, la Encuesta Intercensal 2015 identificó a 7 millones 382 mil 785 de hablantes de alguna lengua indígena, correspondientes en ese entonces al 6.5% de la población nacional: 51.3% mujeres y 48.7% hombres, 45.3% con menos de 30 años de edad, predominando entre las lenguas más habladas el náhuatl (23.4%), maya (11.6%), tseltal (7.5%), mixteco (7.0%) y tsotsil (6.6%), siendo las entidades federativas con mayor presencia de municipios indígenas Oaxaca (245), Yucatán (63), Puebla (46), Chiapas (41) y Veracruz (35) y los municipios en los que el 99% de sus habitantes hablan exclusivamente alguna lengua indígena los de San Juan Cancuc, Santiago el Pinar, Chalchihuitlán, Aldama, Mitontic, San Juan Chamula y San Andrés Larráinzar en Chiapas y Cochoapa el Grande en Guerrero.

Sin embargo, de qué sirve aludir a la consolidación del reconocimiento jurídico de nuestros pueblos originarios o ilustrar la magnitud y presencia de nuestra riqueza étnico-cultural, si en la realidad su situación no cambia y todo proyecto de mejoramiento a su calidad de vida y salvaguarda de su cultura queda en el discurso político, como mero producto de las promesas de campaña siempre incumplidas.

El mundo indígena enfrenta graves problemas y su lamento es doloroso, no solo porque su contexto material y cultural difiere de aquél en el que está inscrito: cada día son mayores los peligros que corre y las amenazas que sufre por parte del crimen organizado y de los procesos goliáticos de despojo de sus recursos al mismo tiempo. Y algo peor, es inútil su clamor por justicia, pues la indefensión y falta de seguridad que padecen continúan sin ser resueltas: la indolencia y, en el mejor caso, tibieza con la que responde el Estado para atenderlos es dolorosamente indignante y uno se pregunta ¿cómo ayudarles si ni siquiera hablamos su lengua? ¿Cómo defenderles si se carece de intérpretes especializados? ¿Cómo comprender sus usos y costumbres si hay una barrera cultural entre ellos y nosotros? ¿Cómo decir que se está impartiendo “educación indígena” si al maestro maya se le envía a la Chontalpa y al otomí a la Mixteca? ¿Cómo creer que se está preservando nuestro pasado lingüístico si permitimos que se mueran los últimos hablantes de ciertas variantes lingüísticas sin que antes hayamos contribuido a rescatar y perpetuar su lengua? Cuando una lengua muere, muere con ella la cultura de un pueblo, siglos y milenios de historia, y con ello: parte del hombre, de nuestra identidad y nuestro ser.

 

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli