/ miércoles 24 de julio de 2019

Frivolidad de un expresidente

Si en alguno de sus mítines al presidente Andrés Manuel López Obrador de pronto se le ocurre preguntar si el pueblo sabio si lo autoriza a investigar, perseguir y procesar a expresidentes de la República y la respuesta a mano alzada le es afirmativa, Enrique Peña Nieto enfrentaría un doble problema: la defensa jurídica por los delitos que se le imputaran y la animadversión de buena parte de la opinión pública, desencantada por la imagen que él y parte de su gobierno proyectan ante la ciudadanía. Pocos, aun entre quienes se han mantenido fieles a los regímenes del PRI apoyarían su defensa.

Los presidentes son, aun concluido su mandato, figura pública sujeta al juicio de la opinión. Una de sus obligaciones es el respeto a la investidura que les confirió el voto ciudadano, independientemente de haber o no cumplido a satisfacción tan grave responsabilidad. Nadie negaría a un expresidente la libertad de su vida privada, pero el alarde o la exhibición de los excesos de poder, riqueza y frivolidad, en un expresidente contribuyen a justificar la crítica, la condena y el enojo de buena parte de la sociedad.

En contradicción con esa obligación no escrita de mesura, ponderación y respeto a sí mismo y a lo que políticamente debería representar, Enrique Peña Nieto alienta con sus actos públicos la campaña de desprestigio que el gobierno de López Obrador lleva adelante en contra de todo lo pasado, especialmente del gobierno anterior. Tangencialmente, en casos como los del exdirector de Pemex, la relación con la empresa brasileña Odebrecht o contratos a grupos cercanos a la pasada administración, el nombre de Enrique Peña Nieto aparece en investigaciones, procesos judiciales y ordenes de aprehensión que lo ligan con acusaciones, justificadas o no, de corrupción y desvío de recursos en beneficio del propio expresidente y de altos funcionarios de su administración.

En tanto avanzan esas acciones concertadas que podrían desembocar en procesos penales, Peña Nieto adopta actitudes públicas que denotan una irresponsabilidad pueril. Muestra su despreocupación ante la tormenta que puede avecinarse, con apariciones en las revistas del corazón, en actos públicos en México y en el exterior que no corresponden a la imagen de un expresidente, sobe todo en las circunstancias en las que se encuentra.

Desde el comienzo del Partido de la Revolución y aún en la alternancia que significaron dos gobiernos panistas, los expresidentes han mantenido relativamente la discreción y la respetabilidad del cargo que ocuparon. La excepción con la frivolidad hecha espectáculo de José López Portillo, que excitó el morbo y el ludibrio público, marcó el principio de un proceso de degradación de una etapa de la política mexicana a cuya destrucción definitiva parece contribuir Enrique Peña Nieto. El daño causado por la superficialidad irresponsable del expresidente no es sólo a su imagen personal o al partido cuya dignidad debió rescatar en 2012. En su gobierno hubo funcionarios honestos y eficientes que también resienten las consecuencias de ese desprestigio.

Con sus desviaciones y errores de toda índole, el PRI creó a lo largo de su existencia formas de gobierno e instituciones que contribuyeron a su desarrollo y siguen vigentes. Como acertadamente lo señaló el último candidato del PRI a la presidencia de la República, el no priísta José Antonio Meade, no es la institución sino sus hombres quienes lo desprestigian o lo fortalecen. Obligación primordial de quienes lo han representado es preservar su paso por una historia que no ha terminado y cuya salvación está en manos de generaciones presentes y futuras conscientes de su papel y su responsabilidad.

srio28@prodigy.net.mx

Si en alguno de sus mítines al presidente Andrés Manuel López Obrador de pronto se le ocurre preguntar si el pueblo sabio si lo autoriza a investigar, perseguir y procesar a expresidentes de la República y la respuesta a mano alzada le es afirmativa, Enrique Peña Nieto enfrentaría un doble problema: la defensa jurídica por los delitos que se le imputaran y la animadversión de buena parte de la opinión pública, desencantada por la imagen que él y parte de su gobierno proyectan ante la ciudadanía. Pocos, aun entre quienes se han mantenido fieles a los regímenes del PRI apoyarían su defensa.

Los presidentes son, aun concluido su mandato, figura pública sujeta al juicio de la opinión. Una de sus obligaciones es el respeto a la investidura que les confirió el voto ciudadano, independientemente de haber o no cumplido a satisfacción tan grave responsabilidad. Nadie negaría a un expresidente la libertad de su vida privada, pero el alarde o la exhibición de los excesos de poder, riqueza y frivolidad, en un expresidente contribuyen a justificar la crítica, la condena y el enojo de buena parte de la sociedad.

En contradicción con esa obligación no escrita de mesura, ponderación y respeto a sí mismo y a lo que políticamente debería representar, Enrique Peña Nieto alienta con sus actos públicos la campaña de desprestigio que el gobierno de López Obrador lleva adelante en contra de todo lo pasado, especialmente del gobierno anterior. Tangencialmente, en casos como los del exdirector de Pemex, la relación con la empresa brasileña Odebrecht o contratos a grupos cercanos a la pasada administración, el nombre de Enrique Peña Nieto aparece en investigaciones, procesos judiciales y ordenes de aprehensión que lo ligan con acusaciones, justificadas o no, de corrupción y desvío de recursos en beneficio del propio expresidente y de altos funcionarios de su administración.

En tanto avanzan esas acciones concertadas que podrían desembocar en procesos penales, Peña Nieto adopta actitudes públicas que denotan una irresponsabilidad pueril. Muestra su despreocupación ante la tormenta que puede avecinarse, con apariciones en las revistas del corazón, en actos públicos en México y en el exterior que no corresponden a la imagen de un expresidente, sobe todo en las circunstancias en las que se encuentra.

Desde el comienzo del Partido de la Revolución y aún en la alternancia que significaron dos gobiernos panistas, los expresidentes han mantenido relativamente la discreción y la respetabilidad del cargo que ocuparon. La excepción con la frivolidad hecha espectáculo de José López Portillo, que excitó el morbo y el ludibrio público, marcó el principio de un proceso de degradación de una etapa de la política mexicana a cuya destrucción definitiva parece contribuir Enrique Peña Nieto. El daño causado por la superficialidad irresponsable del expresidente no es sólo a su imagen personal o al partido cuya dignidad debió rescatar en 2012. En su gobierno hubo funcionarios honestos y eficientes que también resienten las consecuencias de ese desprestigio.

Con sus desviaciones y errores de toda índole, el PRI creó a lo largo de su existencia formas de gobierno e instituciones que contribuyeron a su desarrollo y siguen vigentes. Como acertadamente lo señaló el último candidato del PRI a la presidencia de la República, el no priísta José Antonio Meade, no es la institución sino sus hombres quienes lo desprestigian o lo fortalecen. Obligación primordial de quienes lo han representado es preservar su paso por una historia que no ha terminado y cuya salvación está en manos de generaciones presentes y futuras conscientes de su papel y su responsabilidad.

srio28@prodigy.net.mx