/ jueves 22 de septiembre de 2022

Fuera de Agenda  | Un general “muy potro” 

Cierta ocasión el general Salvador Rangel Medina, considerado uno de los oficiales más respetados en los últimos tiempos al interior del Ejército, rechazó las versiones que lo hacian secretario de la Defensa Nacional del gobierno que estaba por iniciar de José López Portillo (1976-1982). Rangel decía que el cargo era un cargo político, y el militar que asumiera esa responsabilidad debería hacer a un lado el uniforme y dedicarse a hacer política. Y el tenía claro que era un soldado, no un político.

Criticaba la actitud de Hermenegildo Cuenca Díaz, titular de la Defensa con Luis Echeverría, a quien no le importó bombardear pueblos enteros en Guerrero y lanzar campesinos al mar, como parte de la política de exterminio de grupos armados que caracterizó aquel sexenio.

--Usted es un soldado con grado militar, qué tiene que andar haciendo discursos políticos y arengas políticas—decía Rangel sobre los militares que usaban su puesto para quedar bien con el presidente.

Rangel criticaba la actitud de los generales quienes confundían la sumisión con la disciplina. Decía que unas fuerzas armadas que garantizan la democracia tienen la obligación de decirle al presidente de la república ‘esta orden que usted está dando no es factible, porque está fuera de la Constitución’. Recordaba la firmeza con la que el general Marcelino García Barragán rechazó del presidente Gustavo Díaz Ordaz la noche del 3 de octubre, un día después de la matanza estudiantil de Tlatelolco, declarar la suspensión de garantías individuales. Mas cercano en el tiempo ponderó la mesura del general Antonio Riviello Bazan, secretario de la Defensa con Carlos Salinas de Gortari, cuando pidió al presidente un alto al fuego en Chiapas tras los primeros días del alzamiento zapatista de 1994.

Un buen soldado con la responsabilidad que le confiere el comandante supremo es ante todo un buen consejero, resumía el general Rangel. Sus palabras recuperaron vigencia después del discurso del pasado 13 de septiembre de Luis Crescencio Sandoval González, titular de la Sedena, quien criticó a “aquellos que con comentarios tendenciosos, generadors por sus intereses y ambiciones personales (…) pretenden apartar a las fuerzas armadas de la confianza y respeto” que la ciudadanía les tiene. No es la primera vez que el general rompe con la neutralidad política de una institución de Estado para arropar el discurso presidencial que estigmatiza y polariza a la sociedad. En otro momento lo hizo pero en el contexto actual, con la discusión y aprobación de la reforma constitucional que busca proloongar hasta 2028 la presencia militar en seguridad pública, adquiere otro matiz.

Desde el otoño de 2018, previo a la toma de posesión de López Obrador, había consenso entre altos mandos militares sobre el nombramiento de Sandoval en la Sedena. Se trataba de un general “muy potro”, es decir inexperto, apenas tenía un año en el rango de divisionario. Porque la experiencia para un general de tres estrellas implicaba conocer bien y a fondo la clase política, estar empapado de los problemas nacionales in situ, haber tenido mando de tropas y sobre todo, pulso al frente de regiones militares en diferentes cuarteles del país. A mitad del sexenio esa inexperiencia ha salido a flote.


Cierta ocasión el general Salvador Rangel Medina, considerado uno de los oficiales más respetados en los últimos tiempos al interior del Ejército, rechazó las versiones que lo hacian secretario de la Defensa Nacional del gobierno que estaba por iniciar de José López Portillo (1976-1982). Rangel decía que el cargo era un cargo político, y el militar que asumiera esa responsabilidad debería hacer a un lado el uniforme y dedicarse a hacer política. Y el tenía claro que era un soldado, no un político.

Criticaba la actitud de Hermenegildo Cuenca Díaz, titular de la Defensa con Luis Echeverría, a quien no le importó bombardear pueblos enteros en Guerrero y lanzar campesinos al mar, como parte de la política de exterminio de grupos armados que caracterizó aquel sexenio.

--Usted es un soldado con grado militar, qué tiene que andar haciendo discursos políticos y arengas políticas—decía Rangel sobre los militares que usaban su puesto para quedar bien con el presidente.

Rangel criticaba la actitud de los generales quienes confundían la sumisión con la disciplina. Decía que unas fuerzas armadas que garantizan la democracia tienen la obligación de decirle al presidente de la república ‘esta orden que usted está dando no es factible, porque está fuera de la Constitución’. Recordaba la firmeza con la que el general Marcelino García Barragán rechazó del presidente Gustavo Díaz Ordaz la noche del 3 de octubre, un día después de la matanza estudiantil de Tlatelolco, declarar la suspensión de garantías individuales. Mas cercano en el tiempo ponderó la mesura del general Antonio Riviello Bazan, secretario de la Defensa con Carlos Salinas de Gortari, cuando pidió al presidente un alto al fuego en Chiapas tras los primeros días del alzamiento zapatista de 1994.

Un buen soldado con la responsabilidad que le confiere el comandante supremo es ante todo un buen consejero, resumía el general Rangel. Sus palabras recuperaron vigencia después del discurso del pasado 13 de septiembre de Luis Crescencio Sandoval González, titular de la Sedena, quien criticó a “aquellos que con comentarios tendenciosos, generadors por sus intereses y ambiciones personales (…) pretenden apartar a las fuerzas armadas de la confianza y respeto” que la ciudadanía les tiene. No es la primera vez que el general rompe con la neutralidad política de una institución de Estado para arropar el discurso presidencial que estigmatiza y polariza a la sociedad. En otro momento lo hizo pero en el contexto actual, con la discusión y aprobación de la reforma constitucional que busca proloongar hasta 2028 la presencia militar en seguridad pública, adquiere otro matiz.

Desde el otoño de 2018, previo a la toma de posesión de López Obrador, había consenso entre altos mandos militares sobre el nombramiento de Sandoval en la Sedena. Se trataba de un general “muy potro”, es decir inexperto, apenas tenía un año en el rango de divisionario. Porque la experiencia para un general de tres estrellas implicaba conocer bien y a fondo la clase política, estar empapado de los problemas nacionales in situ, haber tenido mando de tropas y sobre todo, pulso al frente de regiones militares en diferentes cuarteles del país. A mitad del sexenio esa inexperiencia ha salido a flote.