/ miércoles 1 de abril de 2020

Gobernar en tiempos de virus

La guerra, Sir, es un asunto muy grave como para dejarlo en manos de los generales, decía Charles-Maurice de Talleyrand, en sus consejos al emperador Napoleón. El estadista ha de asumir la responsabilidad que le corresponde como jefe del Estado, guía y ejemplo para los gobernados. Para cumplir su elevado encargo ha de reunir las instancias, fuerzas y corrientes de la nación y dar a sus decisiones la dimensión política en su más amplio sentido. El estadista ha de apoyarse en el saber y la experiencia de expertos y dirigentes en todas las disciplinas, particularmente cuando de afrontar los más duros retos de una crisis se trata. El hombre de Estado asume esos deberes y se convierte así en el genuino representante de toda la sociedad.

La declaración de emergencia sanitaria anunciada por el Consejo de Salubridad General busca cohesionar todos los elementos públicos, privados, económicos y sociales en la batalla que el país libra para hacer frente a la pandemia, declarada así por la Organización Mundial de la Salud y cuyos alcances y término son hasta ahora impredecibles. Pero esa declaración parecería también una exhortación, un llamado al jefe del Estado para asumir, con esa responsabilidad el compromiso adquirido frente a la comunidad. A la vez que el estadista se apoya en la opinión de los expertos, como en la de los generales en una guerra, debe acatar con disciplina y respeto cada una de las decisiones que en ese proceso se toman. En la esperada conferencia celebrada en el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional no se llegó a la declaración del inicio de la fase tres del Covid-19, pero sí a una serie de medidas drásticas que en su mayoría, por espacio de un mes, deberán ponerse en práctica hasta conocer sus resultados y la evolución de la pandemia.

El documento que fija esos lineamientos de observancia obligatoria reúne las acciones que cada uno de los sectores de la población deberá llevar a cabo en las jornadas del combate de la epidemia; es producto del trabajo y la participación de expertos de todos los sectores, pero fue firmado en forma de decreto por el propio presidente de la República, lo cual confirma la obligación del jefe del Estado de convertirse en aglutinador y conductor de todas las fuerzas de la sociedad. El presidente no puede desentenderse de ese compromiso que lo obliga a su cumplimiento. Desde el comienzo de la crisis del Covid-19, la opinión pública ha asistido a la ligereza, rayana en frivolidad, con la que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha tratado un problema tan serio y tan grave como para abstenerse de las determinaciones que necesariamente se han venido adoptando conforme avanza la incidencia del padecimiento. De la exhibición de amuletos que supuestamente lo libran de todo peligro a la desobediencia de las reglas que él mismo ha firmado en un decreto, a la irresponsabilidad de desplazamientos innecesarios, si no es para alimentar protagonismo y megalomanía, el presidente López Obrador desafía no sólo a su integridad personal sino que pone en riesgo a quienes obligadamente asisten a reuniones, conferencias de prensa en todo el país en los que reparte besos, abrazos y saludos, al tiempo que despliega la paranoica condena a los que él llama conservadores en los que ve conjuras en busca de derrocarlo. La declaratoria de emergencia sanitaria, firmada por el presidente de la República, no detiene el afán exhibicionista con tintes autoritarios y que, afirma, seguirá desplegando en los próximos días. Olvida, en desplantes burlones hacia la sociedad, las obligaciones y las responsabilidades que él mismo debería asumir. Dejar la guerra en manos de los generales sería menos grave y pernicioso para el país que no plegarse a las disposiciones contenidas en un decreto que sería obligatorio para la investidura de jefe de Estado que el país le confirió.

srio28@prodigy.net.mx

La guerra, Sir, es un asunto muy grave como para dejarlo en manos de los generales, decía Charles-Maurice de Talleyrand, en sus consejos al emperador Napoleón. El estadista ha de asumir la responsabilidad que le corresponde como jefe del Estado, guía y ejemplo para los gobernados. Para cumplir su elevado encargo ha de reunir las instancias, fuerzas y corrientes de la nación y dar a sus decisiones la dimensión política en su más amplio sentido. El estadista ha de apoyarse en el saber y la experiencia de expertos y dirigentes en todas las disciplinas, particularmente cuando de afrontar los más duros retos de una crisis se trata. El hombre de Estado asume esos deberes y se convierte así en el genuino representante de toda la sociedad.

La declaración de emergencia sanitaria anunciada por el Consejo de Salubridad General busca cohesionar todos los elementos públicos, privados, económicos y sociales en la batalla que el país libra para hacer frente a la pandemia, declarada así por la Organización Mundial de la Salud y cuyos alcances y término son hasta ahora impredecibles. Pero esa declaración parecería también una exhortación, un llamado al jefe del Estado para asumir, con esa responsabilidad el compromiso adquirido frente a la comunidad. A la vez que el estadista se apoya en la opinión de los expertos, como en la de los generales en una guerra, debe acatar con disciplina y respeto cada una de las decisiones que en ese proceso se toman. En la esperada conferencia celebrada en el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional no se llegó a la declaración del inicio de la fase tres del Covid-19, pero sí a una serie de medidas drásticas que en su mayoría, por espacio de un mes, deberán ponerse en práctica hasta conocer sus resultados y la evolución de la pandemia.

El documento que fija esos lineamientos de observancia obligatoria reúne las acciones que cada uno de los sectores de la población deberá llevar a cabo en las jornadas del combate de la epidemia; es producto del trabajo y la participación de expertos de todos los sectores, pero fue firmado en forma de decreto por el propio presidente de la República, lo cual confirma la obligación del jefe del Estado de convertirse en aglutinador y conductor de todas las fuerzas de la sociedad. El presidente no puede desentenderse de ese compromiso que lo obliga a su cumplimiento. Desde el comienzo de la crisis del Covid-19, la opinión pública ha asistido a la ligereza, rayana en frivolidad, con la que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha tratado un problema tan serio y tan grave como para abstenerse de las determinaciones que necesariamente se han venido adoptando conforme avanza la incidencia del padecimiento. De la exhibición de amuletos que supuestamente lo libran de todo peligro a la desobediencia de las reglas que él mismo ha firmado en un decreto, a la irresponsabilidad de desplazamientos innecesarios, si no es para alimentar protagonismo y megalomanía, el presidente López Obrador desafía no sólo a su integridad personal sino que pone en riesgo a quienes obligadamente asisten a reuniones, conferencias de prensa en todo el país en los que reparte besos, abrazos y saludos, al tiempo que despliega la paranoica condena a los que él llama conservadores en los que ve conjuras en busca de derrocarlo. La declaratoria de emergencia sanitaria, firmada por el presidente de la República, no detiene el afán exhibicionista con tintes autoritarios y que, afirma, seguirá desplegando en los próximos días. Olvida, en desplantes burlones hacia la sociedad, las obligaciones y las responsabilidades que él mismo debería asumir. Dejar la guerra en manos de los generales sería menos grave y pernicioso para el país que no plegarse a las disposiciones contenidas en un decreto que sería obligatorio para la investidura de jefe de Estado que el país le confirió.

srio28@prodigy.net.mx