/ sábado 3 de agosto de 2019

Hacia la unidad nacional

“Los valientes mueren en su sitio”

Maximiliano de Habsburgo

Steve Bannon, ideólogo, estratega y mente siniestra detrás de eventos como el triunfo electoral de Donald Trump o la precipitada salida de Inglaterra de la Unión Europea, resume su modus operandi en una simple pero contundente frase: “para cambiar una sociedad, primero hay que romperla”.

Tal vez a ese tipo de hombres se refería Hemingway, cuando escribió que las guerras las pelean hombres comunes, mientras que los que las provocan y se benefician de ellas, permanecen ocultos y a una sana distancia, viendo como son otros los que mueren por sus ideas.

“Yo creo que toda la gente que se beneficia de una guerra y ayuda a provocarla, debería ser fusilada el primer día que esta empiece”... El mismo escritor americano se ofrecía entonces como encargado voluntario de llevar a cabo la ejecución.

Esta imagen, trae a la memoria una de las escenas más importantes en la historia de nuestra independencia. Cerro de las Campanas, Querétaro (1867). Maximiliano, Miramón y Mejía, los tres grandes traidores de la Patria, esperan a ser ajusticiados.

Lo que muchos libros omiten, es narrar el momento en el que estos tres hombres son llevados de sus celdas al lugar de fusilamiento. En una procesión que recuerda al calvario, una mujer indígena con un niño en brazos, intenta desesperadamente acercarse a su marido para despedirse de él. Los soldados que guardan a los condenados, la empujan y la tiran al suelo. Su esposo, el general otomí, José Tomás de la Luz Mejía Camacho, ni siquiera se inmuta y marcha impasible y decidido junto a sus compañeros de sentencia. Mejía, pobre en vida y estoico hasta su muerte, ferviente católico, no dejaría otra herencia más que su cadáver.

Los hombres son formados. Maximiliano cede el centro, el lugar de honor, a Miramón, para morir a la izquierda, el lugar que ocupó el ladrón en aquél otro cerro y reparte unas monedas para que no les disparen en el rostro.

El pelotón está listo. -¡Preparen, apunten! -Mejía, en absoluto silencio, muere a la derecha.

Agustina Castro, viuda del máximo traidor, madre de un recién nacido, no tiene dinero para enterrar a su marido. Aprovechando que el cuerpo fue embalsamado por los republicanos, la humilde ama de casa decide acomodar a su marido, vestido con sus mejores galas, en la sala de su hogar. Poco a poco, el general de mil batallas, comienza a convertirse en un lúgubre elemento decorativo, confundiéndose con las lámparas y las pobres vitrinas que le sirven de compañía.

Así permanece tres meses hasta que la historia llega a oídos del presidente Juárez, quien, sorprendido por el destino de su valiente enemigo, ordena pagar del erario público un lugar de descanso para el bandolero, indio de lanza, en el prestigiado panteón de San Fernando, el mismo lugar en el que los propios restos del Benemérito de las Américas serían depositados unos años más tarde.

En 1870, restaurada la república, Benito Juárez, tal vez aún conmovido por las consecuencias de la guerra de las que fue testigo, expide un decreto de amnistía y suplica al pueblo que ya no se acusen entre liberales y conservadores.

Hoy en día, no sabemos qué extraño enemigo pueda estarse beneficiando de un México dividido, pero siempre que nuestra sociedad se ha polarizado de alguna manera radical, el resultado ha sido la sangre.

Es momento de buscar la unidad nacional, el precio de no hacerlo, ya nos lo ha enseñado nuestra propia historia.


“Los valientes mueren en su sitio”

Maximiliano de Habsburgo

Steve Bannon, ideólogo, estratega y mente siniestra detrás de eventos como el triunfo electoral de Donald Trump o la precipitada salida de Inglaterra de la Unión Europea, resume su modus operandi en una simple pero contundente frase: “para cambiar una sociedad, primero hay que romperla”.

Tal vez a ese tipo de hombres se refería Hemingway, cuando escribió que las guerras las pelean hombres comunes, mientras que los que las provocan y se benefician de ellas, permanecen ocultos y a una sana distancia, viendo como son otros los que mueren por sus ideas.

“Yo creo que toda la gente que se beneficia de una guerra y ayuda a provocarla, debería ser fusilada el primer día que esta empiece”... El mismo escritor americano se ofrecía entonces como encargado voluntario de llevar a cabo la ejecución.

Esta imagen, trae a la memoria una de las escenas más importantes en la historia de nuestra independencia. Cerro de las Campanas, Querétaro (1867). Maximiliano, Miramón y Mejía, los tres grandes traidores de la Patria, esperan a ser ajusticiados.

Lo que muchos libros omiten, es narrar el momento en el que estos tres hombres son llevados de sus celdas al lugar de fusilamiento. En una procesión que recuerda al calvario, una mujer indígena con un niño en brazos, intenta desesperadamente acercarse a su marido para despedirse de él. Los soldados que guardan a los condenados, la empujan y la tiran al suelo. Su esposo, el general otomí, José Tomás de la Luz Mejía Camacho, ni siquiera se inmuta y marcha impasible y decidido junto a sus compañeros de sentencia. Mejía, pobre en vida y estoico hasta su muerte, ferviente católico, no dejaría otra herencia más que su cadáver.

Los hombres son formados. Maximiliano cede el centro, el lugar de honor, a Miramón, para morir a la izquierda, el lugar que ocupó el ladrón en aquél otro cerro y reparte unas monedas para que no les disparen en el rostro.

El pelotón está listo. -¡Preparen, apunten! -Mejía, en absoluto silencio, muere a la derecha.

Agustina Castro, viuda del máximo traidor, madre de un recién nacido, no tiene dinero para enterrar a su marido. Aprovechando que el cuerpo fue embalsamado por los republicanos, la humilde ama de casa decide acomodar a su marido, vestido con sus mejores galas, en la sala de su hogar. Poco a poco, el general de mil batallas, comienza a convertirse en un lúgubre elemento decorativo, confundiéndose con las lámparas y las pobres vitrinas que le sirven de compañía.

Así permanece tres meses hasta que la historia llega a oídos del presidente Juárez, quien, sorprendido por el destino de su valiente enemigo, ordena pagar del erario público un lugar de descanso para el bandolero, indio de lanza, en el prestigiado panteón de San Fernando, el mismo lugar en el que los propios restos del Benemérito de las Américas serían depositados unos años más tarde.

En 1870, restaurada la república, Benito Juárez, tal vez aún conmovido por las consecuencias de la guerra de las que fue testigo, expide un decreto de amnistía y suplica al pueblo que ya no se acusen entre liberales y conservadores.

Hoy en día, no sabemos qué extraño enemigo pueda estarse beneficiando de un México dividido, pero siempre que nuestra sociedad se ha polarizado de alguna manera radical, el resultado ha sido la sangre.

Es momento de buscar la unidad nacional, el precio de no hacerlo, ya nos lo ha enseñado nuestra propia historia.


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