/ domingo 21 de octubre de 2018

¿Hemos abandonado a los militares?

A la periodista Adriana Pérez Cañedo

Como pocas instituciones públicas, las Fuerzas Armadas de México se han transformado al ritmo que lo ha hecho la sociedad mexicana. Constituidas por mujeres y hombres valientes, disciplinados y leales, el Ejército, Fuerza Aérea y Marina-Armada de México constituyen el estandarte del servicio a la Patria, respondiendo a cuanto llamado les hace la autoridad federal, local o municipal para coadyuvar en el auxilio de la población ante una emergencia suscitada por un desastre natural o antropogénico y la presencia de un grupo criminal. Sin duda, en los momentos de mayor emergencia siempre han estado ahí, ayudando.

Nuestras Fuerzas Armadas –tal y como lo ha reconocido el Presidente Electo– tienen un origen popular y el único objetivo para el que son adiestrados y preparados es para salvaguardar la integridad nacional y brindar auxilio a la población civil, no para hacer la guerra ni mucho menos para reprimir a grupos sociales.

Las condiciones en que militares realizan labores de seguridad pública no son las idóneas, pues además de la falta de un marco jurídico, la penetración de la delincuencia en el tejido social se ha hecho patente en comunidades enteras, las cuales se han llegado a integrar en la inercia criminal y apoyado en su gran mayoría a quienes violentan la ley, no a quienes la salvaguardan y protegen el bien común.

En esos casos, las mujeres y hombres que portan el verde olivo son la última línea de defensa que tiene el Estado frente a los criminales. Así lo ha dicho el periodista Ciro Gómez Leyva, quien se ha destacado por realizar un periodismo de investigación que devela la realidad que a diario enfrentan miles de militares en los caminos y ciudades de territorio nacional.

Ante esta circunstancia, los llamados defensores de derechos humanos, apostados a miles de kilómetros de distancia de las zonas “calientes” y en la comodidad de su escritorio, se erigen en verdugo de los militares, tachándolos de violadores de derechos humanos y exigiendo que cese su labor en esos poblados, con o sin conocimiento que ello significaría la aniquilación de la población civil.

El caso del Sargento Isidro Gómez, quien lleva un año y medio privado de su libertad por los hechos que tuvieron lugar en Palmarito, Puebla, cuando un grupo criminal que se dedica al robo de combustible recibió con ráfagas de fuego y bien pertrechado al convoy de militares que entraba a la ciudad, se ha convertido en la evidencia de la doble injusticia a la que sometemos a nuestros soldados, quienes además de ser asediados y tener que responder a la capacidad de fuego de criminales, integrantes de la sociedad a la que buscan proteger se convierten en sus peores verdugos.

Por el bien de México, de nuestras Fuerzas Armadas y de las amplias comunidades asediadas por el crimen, es tiempo de que cada mexicano cobre consciencia de los riesgos y peligros que enfrentan nuestros soldados, emitiendo un juicio contextualizado de su proceder y sobre todo, claro de lo que hemos dejado de hacer como sociedad, permitiendo el crecimiento delincuencial y obligando a los militares a realizar labores de seguridad.

A la periodista Adriana Pérez Cañedo

Como pocas instituciones públicas, las Fuerzas Armadas de México se han transformado al ritmo que lo ha hecho la sociedad mexicana. Constituidas por mujeres y hombres valientes, disciplinados y leales, el Ejército, Fuerza Aérea y Marina-Armada de México constituyen el estandarte del servicio a la Patria, respondiendo a cuanto llamado les hace la autoridad federal, local o municipal para coadyuvar en el auxilio de la población ante una emergencia suscitada por un desastre natural o antropogénico y la presencia de un grupo criminal. Sin duda, en los momentos de mayor emergencia siempre han estado ahí, ayudando.

Nuestras Fuerzas Armadas –tal y como lo ha reconocido el Presidente Electo– tienen un origen popular y el único objetivo para el que son adiestrados y preparados es para salvaguardar la integridad nacional y brindar auxilio a la población civil, no para hacer la guerra ni mucho menos para reprimir a grupos sociales.

Las condiciones en que militares realizan labores de seguridad pública no son las idóneas, pues además de la falta de un marco jurídico, la penetración de la delincuencia en el tejido social se ha hecho patente en comunidades enteras, las cuales se han llegado a integrar en la inercia criminal y apoyado en su gran mayoría a quienes violentan la ley, no a quienes la salvaguardan y protegen el bien común.

En esos casos, las mujeres y hombres que portan el verde olivo son la última línea de defensa que tiene el Estado frente a los criminales. Así lo ha dicho el periodista Ciro Gómez Leyva, quien se ha destacado por realizar un periodismo de investigación que devela la realidad que a diario enfrentan miles de militares en los caminos y ciudades de territorio nacional.

Ante esta circunstancia, los llamados defensores de derechos humanos, apostados a miles de kilómetros de distancia de las zonas “calientes” y en la comodidad de su escritorio, se erigen en verdugo de los militares, tachándolos de violadores de derechos humanos y exigiendo que cese su labor en esos poblados, con o sin conocimiento que ello significaría la aniquilación de la población civil.

El caso del Sargento Isidro Gómez, quien lleva un año y medio privado de su libertad por los hechos que tuvieron lugar en Palmarito, Puebla, cuando un grupo criminal que se dedica al robo de combustible recibió con ráfagas de fuego y bien pertrechado al convoy de militares que entraba a la ciudad, se ha convertido en la evidencia de la doble injusticia a la que sometemos a nuestros soldados, quienes además de ser asediados y tener que responder a la capacidad de fuego de criminales, integrantes de la sociedad a la que buscan proteger se convierten en sus peores verdugos.

Por el bien de México, de nuestras Fuerzas Armadas y de las amplias comunidades asediadas por el crimen, es tiempo de que cada mexicano cobre consciencia de los riesgos y peligros que enfrentan nuestros soldados, emitiendo un juicio contextualizado de su proceder y sobre todo, claro de lo que hemos dejado de hacer como sociedad, permitiendo el crecimiento delincuencial y obligando a los militares a realizar labores de seguridad.

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