/ jueves 12 de septiembre de 2019

Hermosas familias unidas

VER

Dos de mis hermanas tienen a su esposo en cama, con muchas limitaciones, por la edad o por enfermedades. Por las noches, los hijos se turnan para cuidarlos. En el día, los nietos ayudan y están pendientes, para que mis hermanas no se sientan tan agobiadas. El resto de la familia estamos cerca, para apoyar en lo que sea necesario. ¡Qué hermoso es no sentirse solos ante estas realidades! La cruz, si la llevamos entre varios, pesa menos.

Fui a un hospital a atender a una prima, avanzada en años, que estaba en terapia intensiva; le llevé la unción de los enfermos y la comunión eucarística. Estaban el esposo, los hijos y parientes, tratando de ayudar en todo. Ante el dolor, ¡cuánto consuelo tener quien te acompañe y te ayude!

Con motivo de mi reciente 56 aniversario de ordenación presbiteral, organizamos una sencilla convivencia familiar. ¡Qué bonito es sentirte miembro de una familia unida! Además, tuvimos la celebración eucarística en el pueblo del que soy nativo. ¡Qué satisfacción tan grande sentirte parte viva de tu pueblo!

Es una bendición contar con una familia de sangre, con una familia parroquial, diocesana y eclesial. Pero, ¡qué triste es que no tengas con quien compartir alegrías y preocupaciones! ¡Qué doloroso es que, ante la enfermedad, la ancianidad, los problemas económicos o morales, no tengas quien te dé la mano! A eso se exponen quienes crecen egoístas, quienes no quieren casarse para no perder sus comodidades, los que no quieren hijos para evitarse molestias y sólo anhelan disfrutar su mal entendida libertad. ¡Tendrán que contratar a alguien para que nos les deje en la más terrible soledad!

En casa, somos siete hermanos. Mis padres nos enseñaron a procurar, como una prioridad después de Dios, la unidad familiar: buscarnos, querernos, ayudarnos, disculparnos, invitarnos, sobrellevarnos, acompañarnos en toda circunstancia. ¡Nunca estamos solos! ¡Qué bendición! Y si estos lazos los extendemos más allá de la familia de sangre, ¡mayor gracia y bendición!

Hay muchas familias que gozan de esta misma bendición de unidad y armonía. Son un tesoro para la sociedad y la Iglesia.

PENSAR

El Papa Francisco, en su Exhortación Amoris laetitia, dice: “Los momentos difíciles y duros de la vida familiar pueden ser muy educativos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando llega una enfermedad, porque ante la enfermedad, incluso en la familia surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los vínculos familiares. Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón; y hace que los jóvenes estén ‘anestesiados’ respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia del límite” (277).

“La Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna” (191).

ACTUAR

Valoremos y promovamos la unidad de las familias, empezando por la nuestra. Que la enfermedad o ancianidad de uno de los nuestros nos mantenga unidos, apoyándonos en todo cuanto sea posible y necesario. ¡No deshagas tu matrimonio, sino haz hasta lo imposible por mantenerlo integrado!

Obispo Emérito de SCLC

VER

Dos de mis hermanas tienen a su esposo en cama, con muchas limitaciones, por la edad o por enfermedades. Por las noches, los hijos se turnan para cuidarlos. En el día, los nietos ayudan y están pendientes, para que mis hermanas no se sientan tan agobiadas. El resto de la familia estamos cerca, para apoyar en lo que sea necesario. ¡Qué hermoso es no sentirse solos ante estas realidades! La cruz, si la llevamos entre varios, pesa menos.

Fui a un hospital a atender a una prima, avanzada en años, que estaba en terapia intensiva; le llevé la unción de los enfermos y la comunión eucarística. Estaban el esposo, los hijos y parientes, tratando de ayudar en todo. Ante el dolor, ¡cuánto consuelo tener quien te acompañe y te ayude!

Con motivo de mi reciente 56 aniversario de ordenación presbiteral, organizamos una sencilla convivencia familiar. ¡Qué bonito es sentirte miembro de una familia unida! Además, tuvimos la celebración eucarística en el pueblo del que soy nativo. ¡Qué satisfacción tan grande sentirte parte viva de tu pueblo!

Es una bendición contar con una familia de sangre, con una familia parroquial, diocesana y eclesial. Pero, ¡qué triste es que no tengas con quien compartir alegrías y preocupaciones! ¡Qué doloroso es que, ante la enfermedad, la ancianidad, los problemas económicos o morales, no tengas quien te dé la mano! A eso se exponen quienes crecen egoístas, quienes no quieren casarse para no perder sus comodidades, los que no quieren hijos para evitarse molestias y sólo anhelan disfrutar su mal entendida libertad. ¡Tendrán que contratar a alguien para que nos les deje en la más terrible soledad!

En casa, somos siete hermanos. Mis padres nos enseñaron a procurar, como una prioridad después de Dios, la unidad familiar: buscarnos, querernos, ayudarnos, disculparnos, invitarnos, sobrellevarnos, acompañarnos en toda circunstancia. ¡Nunca estamos solos! ¡Qué bendición! Y si estos lazos los extendemos más allá de la familia de sangre, ¡mayor gracia y bendición!

Hay muchas familias que gozan de esta misma bendición de unidad y armonía. Son un tesoro para la sociedad y la Iglesia.

PENSAR

El Papa Francisco, en su Exhortación Amoris laetitia, dice: “Los momentos difíciles y duros de la vida familiar pueden ser muy educativos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando llega una enfermedad, porque ante la enfermedad, incluso en la familia surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los vínculos familiares. Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón; y hace que los jóvenes estén ‘anestesiados’ respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia del límite” (277).

“La Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna” (191).

ACTUAR

Valoremos y promovamos la unidad de las familias, empezando por la nuestra. Que la enfermedad o ancianidad de uno de los nuestros nos mantenga unidos, apoyándonos en todo cuanto sea posible y necesario. ¡No deshagas tu matrimonio, sino haz hasta lo imposible por mantenerlo integrado!

Obispo Emérito de SCLC

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