/ viernes 23 de agosto de 2024

Hojas de papel | El tiempo leve

Don Renato Leduc, el viejo y enorme periodista-bohemio-poeta-escritor, decía que es una sabia virtud el conocer el tiempo. Lo escrituró en el soneto que muchos repetimos a la menor provocación y hasta cantamos en un arreglo que hizo de la letanía el compositor Rubén Fuentes:

“Sabia virtud de conocer el tiempo; a tiempo amar y desatarse a tiempo: como dice el refrán, dar tiempo al tiempo, que de amor y dolor, alivia el tiempo…” Y así.

El tiempo ha sido objeto de estudio, de reflexión, de atención, de cuidado, de arte. Aunque en realidad no conocemos al tiempo --como ocurre con el viento que nos da vida--, pero conocemos los resultados de su transcurso en la vida humana y en la vida de la naturaleza y otras formas de vida. Así, el tiempo es una ilusión. Una idea. Un recurso de medición. Es un espacio de vida. Una fascinación.

La Real Academia de la Lengua Española (RAE) lo define: “Tiempo, del lat. tempus. 1. m. Duración de las cosas sujetas a mudanza. Sin.: duración. 2. m. Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, y cuya unidad en el sistema internacional es el segundo. 3. m. Parte de la secuencia de los sucesos. 4. m. Época durante la cual vive alguien o sucede algo…”

Y sin embargo nuestra vida tiene fechas que el ser humano ha inventado en base a su idea del tiempo; en base a la rotación de la tierra alrededor del sol, en base a la rotación de la luna alrededor de la tierra, las mareas, las cuatro estaciones de un ciclo al que denominamos año. Y sobre todo medimos el tiempo en base a nuestra vida, desde que nacemos hasta que un día cerramos los ojitos, como Cleto.

En todo caso, el tiempo es una obsesión para el ser humano. Es que a final de cuentas no es el tiempo el que le preocupa, sino el transcurso de su vida.

Y para eso inventó mediciones en base a lo dicho: movimientos solares y lunares. Inventó, por ejemplo, el reloj de arena, el reloj estático que marca el tiempo del día a partir de los rayos solares. Inventó el reloj, ese que traemos en la muñeca de la mano, ese que está en la pared de nuestra casa marcando horarios, ese que está en nuestra computadora y en nuestro teléfono celular: el tiempo-el tiempo-el tiempo: siempre presente. Siempre ausente.

Las antiguas civilizaciones tenían esa obsesión por el tiempo, y tenían a sabios que identificaron los lapsos de movimiento estelar, estudiaron sus reiteraciones y los periodos solares-lunares-estelares, crearon así medición del tiempo. Y lo respetaron y lo deificaron.

Los antiguos mayas, por ejemplo, tenían tal grado de exactitud en sus mediciones que fueron los inventores de un calendario tan riguroso que causa admiración por su precisión:

“Los Mayas por medio de las matemáticas y la astronomía, desarrollaron exactos y sofisticados mecanismos de medición del tiempo, en los cuales fundamentaron su cosmovisión, su relación con la “madre tierra”, el cultivo del maíz y la creación del universo, el mundo y la humanidad.

“… El Haab, medidor del año solar, el que al igual que el calendario gregoriano tiene un período de 365 días, pero que, a diferencia de este, se divide en 18 meses llamados “winal”, de 20 días cada uno, los cuales suman un total de 360 días.

“Los restantes cinco días, con los cuales se complementan los 365, son el período conocido como “wayeb”, los cuales quedan fuera de los 18 “winal” y sirven “de espacio sagrado para reflexionar y reorientar el comportamiento en el nuevo ‘haab’, en los ámbitos personal, familiar y comunitario”. (¡Ah verdad!... lo dicen los libros)

Tomamos conciencia del tiempo sin pensar en él. Desde el momento mismo en el que nos damos cuenta de que vivimos, de que estamos acompañados, de que hay un mundo fuera de nuestra vida y que vive y se mueve en torno nuestro. Casi siempre es la madre el primer contacto con la vida y, naturalmente con el tiempo.

Luego, poco a poco esa conciencia se va reafirmando con el paso de los días, los meses, los años: la medición vital es la fecha de nuestro cumpleaños. Es nuestro ciclo anual vivido. En el que han ocurrido cosas importantes, cosas vitales y que nos dejan huella en el cuerpo, en la conciencia, en el alma… En nuestras tristezas y alegrías. En nuestros amores y desamores.

Así, el paso del tiempo es irremediable. ¿O somos nosotros los que le damos sentido a ese tiempo en nuestro rostro, en nuestro cuerpo, en nuestras canas, en las arrugas o en la distinta forma de caminar?

Y decíamos: el tiempo es irremediable y obsesivo. Está por todas partes. Está en el aire. Está en lo que dura el tronar de anular con pulgar, está en el abrir y cerrar de ojos, está en lo que dura el gran suspiro del amor…

Por supuesto el hombre ha inventado recursos para capturar el tiempo: la fotografía, el cine, el video, la música, la imagen, la pintura…

Esto es: Por supuesto el concepto del tiempo está en las artes. Sobre todo en la música y en la literatura. De hecho la música está hecha de tiempos, de espacios de sonido, de reiteraciones y honduras, de expresiones vitales que son tiempo. Un ejemplo del sentido del tiempo en la música está en el “Bolero” de Maurice Ravel…

Lo compuso en 1928, como un ejercicio de orquestación. Es un poema sinfónico caracterizado por su estructura y repetición constante de un motivo rítmico y melódico en las que el tiempo es constante. Esto genera un ritmo hipnótico y gradual por su construcción orquestal.

Comienza con un modesto y repetitivo motivo que se repite a lo largo de toda la pieza, pero se va enriqueciendo gradualmente mediante la incorporación de nuevas capas instrumentales y aumentando en intensidad. El “Bolero” culmina en un clímax emotivo y deslumbrante. Si lo escuchan bajo la dirección del rumano Cristian Mäcelaru verán lo que es cajeta de Celaya.

Y ni se diga en la literatura. ¿De qué está hecho “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust. Pues precisamente, de tiempo. De ese que se agota segundo a segundo y que nos deja recuerdos, alegrías, tristezas, melancolías… De eso está hecha la enorme obra del escritor francés… de una “magdalena” mojada en té…

Muchísimos años antes, el tiempo fue el motivo de una de las grandes obras literarias de la historia: Está en el primer libro de la humanidad, “La Epopeya de Gilgamesh”, de hace casi cuarenta siglos.

¿Y qué tal la teoría de la relatividad del tiempo-espacio, de Albert Einstein? Dijo que el espacio y el tiempo eran relativos y que eran uno solo o continuo, espacio-tiempo y que la masa, lo tangible, hacía que el espacio-tiempo se curvara. Lo relativo es la simultaneidad…

Jorge Luis Borges reflexionó en la inmortalidad que no es más que el desafío al tiempo: “El tiempo, que sigue siendo para mí el problema esencial de la metafísica”. ¿De dónde viene?... Cae, viene de arriba”.

San Agustín abordó en el capítulo XI de sus “Confesiones” el tema del tiempo: “…Por ello me parece que el tiempo no es otra cosa que una expansión: ¿de qué cosa? No lo sé, pero me asombraría que no fuera del espíritu mismo.

“Te suplico, Dios mío, ¿qué mido entonces cuando digo de forma poco precisa: ‘este tiempo es más largo que aquél’; o cuando digo de modo preciso: ‘éste es el doble de aquél’? Mido el tiempo, lo sé. Pero no mido el futuro, porque aún no es, ni mido el presente, porque no comprende ningún espacio temporal, tampoco mido el pasado, porque ya no es más. ¿Qué mido entonces? ¿Los tiempos que pasan, no los pasados? Así lo he dicho antes”.

Rembrandt, en la pintura, dejó huella del paso del tiempo en su propio rostro. A lo largo de distintos periodos de su vida hizo su retrato. De aquel vigoroso joven al sabio y viejo pintor están plasmados en la serie de autorretratos en los que quería ver el paso del tiempo en su vida, en su rostro, en su mirada, en su actitud primero desafiante como zagas y luego plácida y contemplativa.

Y todo este vagar divagar acerca del tiempo viene al caso porque estoy en Oaxaca, en mi pueblo único y fiestero. Es una tarde, casi noche. Miro en la esquina la piedra enorme que está en la calle, a donde se sentaba mi abuelo aquellas noches casi a oscuras para platicar con sus amigos y reír y carcajear y ser feliz, porque la felicidad, a fin de cuentas, es la suma de nuestro tiempo vivido y porque aun escucho sus carcajadas, sus bromas, sus risas y el “hasta mañana”, que ya es hoy.

“… ignoraba yo aún que el tiempo es oro… ¡cuánto tiempo perdí! ¡Ay, cuánto tiempo!... “

Don Renato Leduc, el viejo y enorme periodista-bohemio-poeta-escritor, decía que es una sabia virtud el conocer el tiempo. Lo escrituró en el soneto que muchos repetimos a la menor provocación y hasta cantamos en un arreglo que hizo de la letanía el compositor Rubén Fuentes:

“Sabia virtud de conocer el tiempo; a tiempo amar y desatarse a tiempo: como dice el refrán, dar tiempo al tiempo, que de amor y dolor, alivia el tiempo…” Y así.

El tiempo ha sido objeto de estudio, de reflexión, de atención, de cuidado, de arte. Aunque en realidad no conocemos al tiempo --como ocurre con el viento que nos da vida--, pero conocemos los resultados de su transcurso en la vida humana y en la vida de la naturaleza y otras formas de vida. Así, el tiempo es una ilusión. Una idea. Un recurso de medición. Es un espacio de vida. Una fascinación.

La Real Academia de la Lengua Española (RAE) lo define: “Tiempo, del lat. tempus. 1. m. Duración de las cosas sujetas a mudanza. Sin.: duración. 2. m. Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, y cuya unidad en el sistema internacional es el segundo. 3. m. Parte de la secuencia de los sucesos. 4. m. Época durante la cual vive alguien o sucede algo…”

Y sin embargo nuestra vida tiene fechas que el ser humano ha inventado en base a su idea del tiempo; en base a la rotación de la tierra alrededor del sol, en base a la rotación de la luna alrededor de la tierra, las mareas, las cuatro estaciones de un ciclo al que denominamos año. Y sobre todo medimos el tiempo en base a nuestra vida, desde que nacemos hasta que un día cerramos los ojitos, como Cleto.

En todo caso, el tiempo es una obsesión para el ser humano. Es que a final de cuentas no es el tiempo el que le preocupa, sino el transcurso de su vida.

Y para eso inventó mediciones en base a lo dicho: movimientos solares y lunares. Inventó, por ejemplo, el reloj de arena, el reloj estático que marca el tiempo del día a partir de los rayos solares. Inventó el reloj, ese que traemos en la muñeca de la mano, ese que está en la pared de nuestra casa marcando horarios, ese que está en nuestra computadora y en nuestro teléfono celular: el tiempo-el tiempo-el tiempo: siempre presente. Siempre ausente.

Las antiguas civilizaciones tenían esa obsesión por el tiempo, y tenían a sabios que identificaron los lapsos de movimiento estelar, estudiaron sus reiteraciones y los periodos solares-lunares-estelares, crearon así medición del tiempo. Y lo respetaron y lo deificaron.

Los antiguos mayas, por ejemplo, tenían tal grado de exactitud en sus mediciones que fueron los inventores de un calendario tan riguroso que causa admiración por su precisión:

“Los Mayas por medio de las matemáticas y la astronomía, desarrollaron exactos y sofisticados mecanismos de medición del tiempo, en los cuales fundamentaron su cosmovisión, su relación con la “madre tierra”, el cultivo del maíz y la creación del universo, el mundo y la humanidad.

“… El Haab, medidor del año solar, el que al igual que el calendario gregoriano tiene un período de 365 días, pero que, a diferencia de este, se divide en 18 meses llamados “winal”, de 20 días cada uno, los cuales suman un total de 360 días.

“Los restantes cinco días, con los cuales se complementan los 365, son el período conocido como “wayeb”, los cuales quedan fuera de los 18 “winal” y sirven “de espacio sagrado para reflexionar y reorientar el comportamiento en el nuevo ‘haab’, en los ámbitos personal, familiar y comunitario”. (¡Ah verdad!... lo dicen los libros)

Tomamos conciencia del tiempo sin pensar en él. Desde el momento mismo en el que nos damos cuenta de que vivimos, de que estamos acompañados, de que hay un mundo fuera de nuestra vida y que vive y se mueve en torno nuestro. Casi siempre es la madre el primer contacto con la vida y, naturalmente con el tiempo.

Luego, poco a poco esa conciencia se va reafirmando con el paso de los días, los meses, los años: la medición vital es la fecha de nuestro cumpleaños. Es nuestro ciclo anual vivido. En el que han ocurrido cosas importantes, cosas vitales y que nos dejan huella en el cuerpo, en la conciencia, en el alma… En nuestras tristezas y alegrías. En nuestros amores y desamores.

Así, el paso del tiempo es irremediable. ¿O somos nosotros los que le damos sentido a ese tiempo en nuestro rostro, en nuestro cuerpo, en nuestras canas, en las arrugas o en la distinta forma de caminar?

Y decíamos: el tiempo es irremediable y obsesivo. Está por todas partes. Está en el aire. Está en lo que dura el tronar de anular con pulgar, está en el abrir y cerrar de ojos, está en lo que dura el gran suspiro del amor…

Por supuesto el hombre ha inventado recursos para capturar el tiempo: la fotografía, el cine, el video, la música, la imagen, la pintura…

Esto es: Por supuesto el concepto del tiempo está en las artes. Sobre todo en la música y en la literatura. De hecho la música está hecha de tiempos, de espacios de sonido, de reiteraciones y honduras, de expresiones vitales que son tiempo. Un ejemplo del sentido del tiempo en la música está en el “Bolero” de Maurice Ravel…

Lo compuso en 1928, como un ejercicio de orquestación. Es un poema sinfónico caracterizado por su estructura y repetición constante de un motivo rítmico y melódico en las que el tiempo es constante. Esto genera un ritmo hipnótico y gradual por su construcción orquestal.

Comienza con un modesto y repetitivo motivo que se repite a lo largo de toda la pieza, pero se va enriqueciendo gradualmente mediante la incorporación de nuevas capas instrumentales y aumentando en intensidad. El “Bolero” culmina en un clímax emotivo y deslumbrante. Si lo escuchan bajo la dirección del rumano Cristian Mäcelaru verán lo que es cajeta de Celaya.

Y ni se diga en la literatura. ¿De qué está hecho “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust. Pues precisamente, de tiempo. De ese que se agota segundo a segundo y que nos deja recuerdos, alegrías, tristezas, melancolías… De eso está hecha la enorme obra del escritor francés… de una “magdalena” mojada en té…

Muchísimos años antes, el tiempo fue el motivo de una de las grandes obras literarias de la historia: Está en el primer libro de la humanidad, “La Epopeya de Gilgamesh”, de hace casi cuarenta siglos.

¿Y qué tal la teoría de la relatividad del tiempo-espacio, de Albert Einstein? Dijo que el espacio y el tiempo eran relativos y que eran uno solo o continuo, espacio-tiempo y que la masa, lo tangible, hacía que el espacio-tiempo se curvara. Lo relativo es la simultaneidad…

Jorge Luis Borges reflexionó en la inmortalidad que no es más que el desafío al tiempo: “El tiempo, que sigue siendo para mí el problema esencial de la metafísica”. ¿De dónde viene?... Cae, viene de arriba”.

San Agustín abordó en el capítulo XI de sus “Confesiones” el tema del tiempo: “…Por ello me parece que el tiempo no es otra cosa que una expansión: ¿de qué cosa? No lo sé, pero me asombraría que no fuera del espíritu mismo.

“Te suplico, Dios mío, ¿qué mido entonces cuando digo de forma poco precisa: ‘este tiempo es más largo que aquél’; o cuando digo de modo preciso: ‘éste es el doble de aquél’? Mido el tiempo, lo sé. Pero no mido el futuro, porque aún no es, ni mido el presente, porque no comprende ningún espacio temporal, tampoco mido el pasado, porque ya no es más. ¿Qué mido entonces? ¿Los tiempos que pasan, no los pasados? Así lo he dicho antes”.

Rembrandt, en la pintura, dejó huella del paso del tiempo en su propio rostro. A lo largo de distintos periodos de su vida hizo su retrato. De aquel vigoroso joven al sabio y viejo pintor están plasmados en la serie de autorretratos en los que quería ver el paso del tiempo en su vida, en su rostro, en su mirada, en su actitud primero desafiante como zagas y luego plácida y contemplativa.

Y todo este vagar divagar acerca del tiempo viene al caso porque estoy en Oaxaca, en mi pueblo único y fiestero. Es una tarde, casi noche. Miro en la esquina la piedra enorme que está en la calle, a donde se sentaba mi abuelo aquellas noches casi a oscuras para platicar con sus amigos y reír y carcajear y ser feliz, porque la felicidad, a fin de cuentas, es la suma de nuestro tiempo vivido y porque aun escucho sus carcajadas, sus bromas, sus risas y el “hasta mañana”, que ya es hoy.

“… ignoraba yo aún que el tiempo es oro… ¡cuánto tiempo perdí! ¡Ay, cuánto tiempo!... “

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