/ viernes 3 de junio de 2022

Hojas de papel | Emmanuel Carballo, el francotirador

Lo recibí en el aeropuerto de Villahermosa. ¿Hace cuántos años?... no importa. Sí importa que ahí estaba; que había llegado mi amigo. Apareció en la sala de recepción con una sola maleta, muy pequeña, unos libros en el brazo y su caminar firme, rápido y directo hacia mí, que ya me había localizado con la mirada.

La mirada alegre, con ojos que se achiquitaban al sonreír, brillantes como canicas-agüitas y de voz estruendosa, fuerte, altisonante, cordial. Enorme él. De piel clara a modo de muchos en Jalisco de donde él era. Cabello breve y bien peinado. Con su camisa color caqui y pantalón al mismo tono.

“¿Cómo estás querido amigo?”, la primera pregunta que se escuchó en toda la sala y un fuerte abrazo. Todo bien y yo contento por verlo de nuevo. Hacía tiempo que no nos veíamos desde que nos conocimos... ¿Cuándo?

De pronto me veo años antes platicando con él en el pequeño espacio de distribución de oficinas en aquel UnomásUno, de la calle de Correggio, en los ochenta. Iba a dejar sus colaboraciones al suplemento cultural Sábado, que por entonces dirigía don Fernando Benítez con la ayuda de Huberto Bátiz y a cuyo recinto acudían escritores y artistas de toda disciplina. Era la Torre de Marfil. Era el espacio de la sabiduría y de las artes mejores. Todos querían ver a don Fernando y a Huberto.

La oficina que ocupábamos quienes hacíamos el suplemento “Página Uno” estaba junto, eran lógicos aquellos encuentros en pasillos y el inicio de buenas amistades: Él, uno de ellos, siempre cordial y bromista.

La primera vez que hablamos fue cuando entró a la oficina para pedirnos usar el teléfono. Hizo su llamada y, para hacer tiempo, se sentó y comenzó la charla que con mis preguntas derivó en libros-libros-libros-obras-escritores: nuestra pasión entonces y aún. Yo entonces y ahora un incipiente lector. Él un maestro de la crítica y del análisis literario, todo un periodista de fuste: Emmanuel Carballo, ni más, ni menos.

En adelante, cada vez que llevaba su texto, pasaba para saludarnos y sentarse un rato ahí, para hablar de lo que había ocurrido en la semana y de literatura, pero también de política porque él conocía los entresijos de la política nacional; conocía a políticos y a la acción de gobierno ‘de pe a pa’.

Poco a poco nos hicimos más amigos. Un día me llevó un libro que me recomendó leer con atención. Fue “Cartas desde la Rue Taitbout” o “No vayas, pero si tienes que ir, saluda a todo el mundo”, de William Saroyan, un escritor armenio. Aún tengo el ejemplar. Lo comentamos y aprendí de un plumazo a intentar penetrar en una obra y sus laberintos. Yo había leído “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro. Él me aplaudió, yo me sentí halagado. Nos hacíamos más amigos.

Y hablábamos y hablábamos y hablábamos de escritores, de libros y poco a poco de la vida. ¿Y qué era mi vida que apenas atisbaba al mundo real frente a lo que él ya había vivido?

En adelante seguí en el periodismo, así como la edición. También de libros. De él recibí lecciones que fueron la piedra de toque en mi camino como editor. La responsabilidad de esta tarea, con el lector, con la casa editorial y con uno mismo, que debe respetarse y hacerse respetar para conseguir obras de calidad que enriquezcan el panorama del conocimiento y de la lectura y de la reflexión y del ser humano que puede poner joyas en las entendederas.

Junto con él, de muchos otros escritores y amigos (menciono a José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Andrés Henestrosa, Eraclio Zepeda, Gerardo de la Torre, María Teresa Retes... tantos-tantos más) aprendí él el ejercicio editorial. Gracias a ellos y muchos más, el acervo editorial tiene su influjo, sus palabras y las enseñanzas de todos. Ahí están las obras.

Luego lo vi en Punto, en donde era responsable de la sección cultural en la revista que hacía don Benjamín Wong. Llevaba mi colaboración y aquello era un buen pretexto para salir a comer algo por ahí cerca de la Avenida Cuauhtémoc 16, que era donde estaba la redacción del semanario. Le platicaba lo que ocurría, cómo iban las cosas, en qué punto estaba del trabajo y siempre tuve un consejo, palabras sabias, cordiales, afectivas, cargadas de amistad...

Por entonces ya sabía más de él. Por ejemplo que había nacido en Guadalajara, Jalisco, en julio de 1929, hijo de Gertrudis Chávez y Avelino Carballo, un inmigrante gallego; que fue becario del Centro Mexicano de Escritores en la ciudad de México en 1953 en donde coincidió con Juan Rulfo, Juan José Arreola, Rosario Castellanos, Emilio Carballido; que a El Colegio de México acudió por dos años para aprender de don Alfonso Reyes. Que había hecho estudios de leyes en Guadalajara, pero que le llamó más el ejercicio literario al que ingresó como poeta y luego narrador.

Que comenzó a hacer periodismo literario en su tierra, en las revistas Ariel y Odiseo, y que en 1955 ya estaba en la Revista Mexicana de Literatura, que dirigían él y Carlos Fuentes. Que luego fue secretario de redacción de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Que luego estuvo en la Revista de la Universidad, y fue colaborador de infinidad de suplementos culturales.

Fue editor. Su editorial Diógenes fue el semillero de obras de autores de enorme calado, mexicanos y del extranjero: la calidad de las obras estaba avalada por la calidad crítica del editor. Fue él quien primero publicó fuera de Cuba a Reinaldo Arenas –a pesar de los posteriores dimes y diretes-.

Escritor, ensayista, editor, periodista y, sobre todo, crítico literario. Por años en el siglo XX su voz tronante dictaba el alfa y el omega de la obra de escritores mexicanos. Consolidados o incipientes. Escribía sus reflexiones, sus análisis y su criterio sin ambages, sin ataduras, sin contenciones. Era un espacio en la vida cultural de México en el que pocos, o nadie, quieren vivir.

Porque sabía que aquella tarea era ingente. Un ejercicio cotidiano de leer-reflexionar-analizar-desmenuzar-meterse al hoyo mental del escritor-del lector-de la trama y su aportación al arte, o no.

Así que no pocas veces tuvo problemas con algunos escritores de su época. Una especie de contrariedad entre las partes, porque al mismo tiempo que querían conocer sus opiniones o críticas a su obra, le temían, le rehuían y, sin embargo, muchos entendieron las guías que les aportaba para enderezar el camino y recoger luego los frutos.

"El crítico tiene el compromiso de probar que sus juicios son correctos; que no habla de memoria, sino que sus ideas están respaldadas por la realidad estética de la obra que analiza. Si yerra, que las letras mexicanas se lo reprochen; si acierta, que aplacen su sentencia de muerte y lo dejen vivir en paz sus contados días”, dijo.

Emmanuel Carballo recibió muchas distinciones, premios y reconocimientos nacionales e internacionales por su labor en favor de las letras mexicanas y del mundo.

Entre sus obra destacan: “El cuento mexicano del siglo XX” (1964), “Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo XIX” (2001), los dos primeros tomos de sus memorias “Ya nada es igual” (2004) y “Diario público 1966-1968” (2005). También “Protagonistas de la literatura mexicana” (1965), reeditada en varias ocasiones; “Notas de un francotirador”, que le edité en Tabasco en 1990. En sus últimos momentos dio los toques finales al tercer tomo de sus memorias, “Párrafos para un libro que no publicaré nunca”.

Emmanuel Carballo murió el 20 de abril de 2014. Junto a él en aquel momento, como por tantos años, su esposa, la enorme escritora Beatriz Espejo, queridísima compañera de él y amiga de todos nosotros.

“Como crítico me sucederá lo que un día observó Alfonso Reyes: llegará un joven en el último barco y pondrá en tela de juicio todo lo que pensé y edifiqué y se pitorreará de mí. Y yo ya estoy esperando a ese joven que va a tener razón, como yo la tuve cuando fui irrespetuoso con mis mayores”.

Del aeropuerto nos fuimos a que se instalara previo a la presentación de su libro. Antes, con tiempo suficiente, nos sentamos a orilla de “La laguna de las ilusiones”. Y platicamos-platicamos mucho. Tomamos un trago. Recibí sus consejos aún entonces. Había un enorme afecto mutuo. Lo hay aún. Aunque ya no esté. Pero sí está. En su obra. En su retrato hablado de las letras mexicanas. En sus críticas y en sus sueños por consolidar aquí la República de las letras.


Lo recibí en el aeropuerto de Villahermosa. ¿Hace cuántos años?... no importa. Sí importa que ahí estaba; que había llegado mi amigo. Apareció en la sala de recepción con una sola maleta, muy pequeña, unos libros en el brazo y su caminar firme, rápido y directo hacia mí, que ya me había localizado con la mirada.

La mirada alegre, con ojos que se achiquitaban al sonreír, brillantes como canicas-agüitas y de voz estruendosa, fuerte, altisonante, cordial. Enorme él. De piel clara a modo de muchos en Jalisco de donde él era. Cabello breve y bien peinado. Con su camisa color caqui y pantalón al mismo tono.

“¿Cómo estás querido amigo?”, la primera pregunta que se escuchó en toda la sala y un fuerte abrazo. Todo bien y yo contento por verlo de nuevo. Hacía tiempo que no nos veíamos desde que nos conocimos... ¿Cuándo?

De pronto me veo años antes platicando con él en el pequeño espacio de distribución de oficinas en aquel UnomásUno, de la calle de Correggio, en los ochenta. Iba a dejar sus colaboraciones al suplemento cultural Sábado, que por entonces dirigía don Fernando Benítez con la ayuda de Huberto Bátiz y a cuyo recinto acudían escritores y artistas de toda disciplina. Era la Torre de Marfil. Era el espacio de la sabiduría y de las artes mejores. Todos querían ver a don Fernando y a Huberto.

La oficina que ocupábamos quienes hacíamos el suplemento “Página Uno” estaba junto, eran lógicos aquellos encuentros en pasillos y el inicio de buenas amistades: Él, uno de ellos, siempre cordial y bromista.

La primera vez que hablamos fue cuando entró a la oficina para pedirnos usar el teléfono. Hizo su llamada y, para hacer tiempo, se sentó y comenzó la charla que con mis preguntas derivó en libros-libros-libros-obras-escritores: nuestra pasión entonces y aún. Yo entonces y ahora un incipiente lector. Él un maestro de la crítica y del análisis literario, todo un periodista de fuste: Emmanuel Carballo, ni más, ni menos.

En adelante, cada vez que llevaba su texto, pasaba para saludarnos y sentarse un rato ahí, para hablar de lo que había ocurrido en la semana y de literatura, pero también de política porque él conocía los entresijos de la política nacional; conocía a políticos y a la acción de gobierno ‘de pe a pa’.

Poco a poco nos hicimos más amigos. Un día me llevó un libro que me recomendó leer con atención. Fue “Cartas desde la Rue Taitbout” o “No vayas, pero si tienes que ir, saluda a todo el mundo”, de William Saroyan, un escritor armenio. Aún tengo el ejemplar. Lo comentamos y aprendí de un plumazo a intentar penetrar en una obra y sus laberintos. Yo había leído “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro. Él me aplaudió, yo me sentí halagado. Nos hacíamos más amigos.

Y hablábamos y hablábamos y hablábamos de escritores, de libros y poco a poco de la vida. ¿Y qué era mi vida que apenas atisbaba al mundo real frente a lo que él ya había vivido?

En adelante seguí en el periodismo, así como la edición. También de libros. De él recibí lecciones que fueron la piedra de toque en mi camino como editor. La responsabilidad de esta tarea, con el lector, con la casa editorial y con uno mismo, que debe respetarse y hacerse respetar para conseguir obras de calidad que enriquezcan el panorama del conocimiento y de la lectura y de la reflexión y del ser humano que puede poner joyas en las entendederas.

Junto con él, de muchos otros escritores y amigos (menciono a José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Andrés Henestrosa, Eraclio Zepeda, Gerardo de la Torre, María Teresa Retes... tantos-tantos más) aprendí él el ejercicio editorial. Gracias a ellos y muchos más, el acervo editorial tiene su influjo, sus palabras y las enseñanzas de todos. Ahí están las obras.

Luego lo vi en Punto, en donde era responsable de la sección cultural en la revista que hacía don Benjamín Wong. Llevaba mi colaboración y aquello era un buen pretexto para salir a comer algo por ahí cerca de la Avenida Cuauhtémoc 16, que era donde estaba la redacción del semanario. Le platicaba lo que ocurría, cómo iban las cosas, en qué punto estaba del trabajo y siempre tuve un consejo, palabras sabias, cordiales, afectivas, cargadas de amistad...

Por entonces ya sabía más de él. Por ejemplo que había nacido en Guadalajara, Jalisco, en julio de 1929, hijo de Gertrudis Chávez y Avelino Carballo, un inmigrante gallego; que fue becario del Centro Mexicano de Escritores en la ciudad de México en 1953 en donde coincidió con Juan Rulfo, Juan José Arreola, Rosario Castellanos, Emilio Carballido; que a El Colegio de México acudió por dos años para aprender de don Alfonso Reyes. Que había hecho estudios de leyes en Guadalajara, pero que le llamó más el ejercicio literario al que ingresó como poeta y luego narrador.

Que comenzó a hacer periodismo literario en su tierra, en las revistas Ariel y Odiseo, y que en 1955 ya estaba en la Revista Mexicana de Literatura, que dirigían él y Carlos Fuentes. Que luego fue secretario de redacción de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Que luego estuvo en la Revista de la Universidad, y fue colaborador de infinidad de suplementos culturales.

Fue editor. Su editorial Diógenes fue el semillero de obras de autores de enorme calado, mexicanos y del extranjero: la calidad de las obras estaba avalada por la calidad crítica del editor. Fue él quien primero publicó fuera de Cuba a Reinaldo Arenas –a pesar de los posteriores dimes y diretes-.

Escritor, ensayista, editor, periodista y, sobre todo, crítico literario. Por años en el siglo XX su voz tronante dictaba el alfa y el omega de la obra de escritores mexicanos. Consolidados o incipientes. Escribía sus reflexiones, sus análisis y su criterio sin ambages, sin ataduras, sin contenciones. Era un espacio en la vida cultural de México en el que pocos, o nadie, quieren vivir.

Porque sabía que aquella tarea era ingente. Un ejercicio cotidiano de leer-reflexionar-analizar-desmenuzar-meterse al hoyo mental del escritor-del lector-de la trama y su aportación al arte, o no.

Así que no pocas veces tuvo problemas con algunos escritores de su época. Una especie de contrariedad entre las partes, porque al mismo tiempo que querían conocer sus opiniones o críticas a su obra, le temían, le rehuían y, sin embargo, muchos entendieron las guías que les aportaba para enderezar el camino y recoger luego los frutos.

"El crítico tiene el compromiso de probar que sus juicios son correctos; que no habla de memoria, sino que sus ideas están respaldadas por la realidad estética de la obra que analiza. Si yerra, que las letras mexicanas se lo reprochen; si acierta, que aplacen su sentencia de muerte y lo dejen vivir en paz sus contados días”, dijo.

Emmanuel Carballo recibió muchas distinciones, premios y reconocimientos nacionales e internacionales por su labor en favor de las letras mexicanas y del mundo.

Entre sus obra destacan: “El cuento mexicano del siglo XX” (1964), “Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo XIX” (2001), los dos primeros tomos de sus memorias “Ya nada es igual” (2004) y “Diario público 1966-1968” (2005). También “Protagonistas de la literatura mexicana” (1965), reeditada en varias ocasiones; “Notas de un francotirador”, que le edité en Tabasco en 1990. En sus últimos momentos dio los toques finales al tercer tomo de sus memorias, “Párrafos para un libro que no publicaré nunca”.

Emmanuel Carballo murió el 20 de abril de 2014. Junto a él en aquel momento, como por tantos años, su esposa, la enorme escritora Beatriz Espejo, queridísima compañera de él y amiga de todos nosotros.

“Como crítico me sucederá lo que un día observó Alfonso Reyes: llegará un joven en el último barco y pondrá en tela de juicio todo lo que pensé y edifiqué y se pitorreará de mí. Y yo ya estoy esperando a ese joven que va a tener razón, como yo la tuve cuando fui irrespetuoso con mis mayores”.

Del aeropuerto nos fuimos a que se instalara previo a la presentación de su libro. Antes, con tiempo suficiente, nos sentamos a orilla de “La laguna de las ilusiones”. Y platicamos-platicamos mucho. Tomamos un trago. Recibí sus consejos aún entonces. Había un enorme afecto mutuo. Lo hay aún. Aunque ya no esté. Pero sí está. En su obra. En su retrato hablado de las letras mexicanas. En sus críticas y en sus sueños por consolidar aquí la República de las letras.


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