Éramos tan felices. O por lo menos eso es lo que pasaba en un mundo en el que casi todo era de contacto directo.
Las pláticas entre personas eran entre personas, vivitos y coleando. Los mensajes eran frecuentes y había sistemas de envío por el que uno escribía en una hoja de papel y en un sobrecito la hacía llegar a la persona interesada a través del sistema de correos: había que esperar para saber si la susodicha receptora: “Me quiere-no me quiere-me quiere-no me quiere…”
Esto valía para el ámbito personal, pero también lo había en el ámbito laboral, en el empresarial, en el comercial, en el de grupos de creencia religiosa o en político o de gobierno, y tantos más.
Y no se diga para tomar fotos. Había las camaritas aquellas en las que se registraban nuestros momentos más felices en rollos de película comprados aparte, y que eran para 12 o 24 “exposiciones” luego, en el caso de nocturnas, había que ponerle focos de “flash” al famoso aparatito para iluminar el espacio de nuestro interés fotográfico.
Por supuesto está el ámbito periodístico. Entonces y ahora no había –y en casos notables no hay-- una sinfonía más hermosa que el fuerte sonido de teclear casi uniforme en una redacción. Casi siempre era por la tarde, a partir de las cinco, al regreso del equipo de reporteros que llegaban con sus notas escritas en un block doblado y con letra que sólo cada uno entendía…
O era la famosa grabadora de mano que había que poner en el oído de tiempo en tiempo y apagar para detener mientras se escribía a máquina lo que nos había dicho el entrevistado o era la declaración tronante de aquel o tal funcionario por lo que traía entre manos…
Los reporteros, redactores, correctores, editores, editorialistas y hasta articulistas llegaban a la redacción para hacer su texto en las máquinas tronantes de teclas duras pero amorosas. Se hacía un original en papel revolución y copias mil para que el jefe de redacción, corrector, jefe de mesa, diseñador…
Aquello de las redacciones en vivo y a todo color era un mundo aparte. Un mundo en el que cada uno de los reporteros y miembros del equipo editorial estaban como poseídos por el alma del buen periodismo y, por lo mismo, estaban empeñados en que había que tener el mejor periodismo para el día siguiente en una sana competencia entre medios por llevar la exclusiva, la mejor nota, reportaje, crónica entrevista… Así era y es aún.
Hubo un auge inusitado de buen periodismo a finales de los setenta luego del golpe de Estado de Luis Echeverría a Excélsior el 8 de julio de 1976, y cuyos periodistas agraviados por aquello de la libertad de expresión, crearon la revista política Proceso, de tal impacto que duró años siendo referencia de buen periodismo político y cultural. Se volvió de ineludible lectura semanal…
… Mientras que poco a poco otros periodistas del mismo origen formaban medios tan novedosos y así mismo impactantes como UnomásUno y la revista Razones, para dar paso luego al mejor momento de La Jornada…
Pero, bueno, era el tema de la hermosa sinfonía que se escuchaba en las redacciones de muchos medios impresos y electrónicos mientras se escribía la historia de cada día.
El primer acercamiento con el nuevo mundo de la tecnología y la ciencia fue a principios de los ochenta, en el mismísimo UnomásUno, cuando de pronto alguien llamó a la oficina adjunta de la dirección para anunciar el descubrimiento más inaudito-insospechado-impredecible que el hombre hubiera inventado y que parecía obra demoníaca… O por lo menos nos dejó con la boca abierta a quienes ese día fuimos testigos del fenómeno:
Era ni más, ni menos, que el fax. ¡El fax! Un invento notable en verdad. Un momento crucial para todos ahí en aquella amorosa redacción colmada de periodistas a los que se supone que nada sorprende.
¿Cómo era posible que desde un lugar remoto se pudiera colocar una hoja de papel, y en cosa de oprimir unas teclas de un aparato conectado a la luz y al teléfono, llegaba a otro punto desconocido? Era cosa de no creerse. Pero también era el inicio de una nueva era.
Había comenzado la era digital del periodismo. Y el encargado de llevar la noticia para todos nosotros fue el fax.
Ya el reportero no tendría que dictar su nota desde el lugar de los hechos a un receptor en la redacción quien, teléfono al hombro y manos rápidas en máquina de escribir de teclas duras, escribía lo que le dictaba el mensajero de la novedad en el frente. No. Ya no.
Ahora la podría escribir lejos, poner en el aparato aquel de forma alargada y al que se levantaba una tapa para poner encima de un cristal con una luz movible abajo, la hoja que habría de copiarse para enviar en un abrir y cerrar de ojos.
Acá se recibía y aunque se tenía que capturar para los efectos de edición, ya la cosa era distinta. Era lo genial y maravilloso. Pero aun así la sinfonía de aquellas máquinas de escribir Remington, Olivetti, Olympia era música del cielo…
Un día, ya en otra redacción, esta vez en la de el periódico El Financiero, de pronto se me avisó que mi maquina Remington de teclas duras tendría que pasar a la historia porque había llegado otro invento que vendría a trastocar nuestro día a día, nuestra forma de entendernos con la información, el modo de decir, a teclazo limpio, lo que se tiene que informar…
Era, ni más ni menos, que la computadora. Un aparato enorme con pantalla enorme y teclado enorme pero de apenas un leve toque para escribir casi en silencio, casi como un respirar en el oído, casi como un susurro y de manera extrañamente conectada.
Por mi parte me resistí lo más que pude. No me parecía necesario hacer mi trabajo en esas máquinas que, por otro lado, no entendía y que eran cosa de “muchachitos”. No quería traicionar a mi máquina de tanto tiempo, de tantos momentos ilustres para mí, de tantas notas-reportajes-entrevistas-crónicas-artículos de opinión que pasaron por sus teclas y sus rodillos.
Nada: “o dejas esa máquina y te conectas a la red del sistema computarizado o no podrás estar en conexión con todos y mucho menos facilitarás el trabajo de todo el equipo” me dijo con muy buen talante Rogelio Cárdenas, el director del periódico.
Y pues eso: tuvimos que comenzar esa nueva etapa del periodismo en una compu que al principio, me causaba estupor porque, acostumbrado al teclazo macizo, le daba a las teclas, que eran suaves y hermosas como señoritas, como si fuera un martillo a un clavo.
En adelante ya nada sería igual. Nada es igual. La novedad se convirtió en un modelo de vida profesional y personal.
Esa misma computadora iba incorporando distintas novedades que las hacían aún más metiches en el trabajo cotidiano del periodismo. La edición de textos; el diseño; la selección de imágenes; el cabeceo puntual, el formato del diario, las ilustraciones varias, la publicidad… tanto-tanto.
Luego vino el teléfono celular por el que el reportero podría dejar de llevar a su lado a un fotógrafo de prensa que registraría lo que el reportero iba descubriendo. El periodismo gráfico nacional es de glorias y laureles sin fin.
Pero ya con el teléfono el reportero podría tomar sus propias imágenes y enviarlas a la computadora de la redacción junto con la nota ya escrita y tan sólo habría que “abrir” la información y las imágenes en la mesa de redacción para enviar a cada una de las secciones y formar el periódico luego de la junta de trabajo editorial de las seis de la tarde.
Toda esta locura, a muchos nos costó “sangre, sudor y lágrimas”. Una gesta inexplicable pero indispensable hoy en día por el avance de la ciencia, la tecnología, la digitalización, el internet, la web y todo eso que es lo que hoy es en el periodismo…
Todo esto ha hecho una nueva forma de hacer periodismo: la tecnología y la ciencia nos cambiaron la vida, no a la inversa.
Y así es. Lo que siguió es un asunto que trataremos aparte: la llegada de las redes sociales, del periodismo digital, los periódicos digitales y la amenaza al periódico papel. Pero también hablaremos de algo que no puede dejar de ser dicho a ojos entreabiertos: el amor al periodismo.
Todo en una nuez en un próximo momento de la vida del periodismo en México durante los últimos cuarenta y cinco años que han transcurrido como un suspiro, como el sonido de anular con pulgar, como el tronido de un beso, o como el suspiro del amor.