/ viernes 13 de agosto de 2021

Hojas de papel volando | ¡A veinte el kilo, marchantita… güerita!

María era chaparrita, morena, regordeta, alegre, despierta e inteligente; nada gruñona, nada peleonera y si mal hablada entre sus colegas, pocas veces lo era con sus clientas o clientes con los que dispensaba toda dulzura, amabilidad y cordialidad.

Le gustaba arreglarse para verse bonita. Siempre estaba ahí impecable, No escatimaba en la compra de tela para hacerse sus vestidos especiosos y diamantinos. Coloridos. Alegres. Risueños, como ella. Su cabello negro y rizado estaba bien peinado y era contenido por “pasadores”.

Sus manitas eran un dechado de virtudes, agilidad y pulcritud; y tenía unos pies muy chiquitos... ¿cómo podía caminar con ellos? Nunca supe en dónde había nacido y cuándo. Pero siempre, por años, tuvo la misma edad: no joven, no mayor.

Le gustaba cantar canciones rancheras suavecito, casi como en murmullo y por las tardes bordaba flores en tela y con bastidores mientras escuchaba “Anita de Montemar, ave sin nido...”

Pero más que todo eso: tenía su corazón hecho de oro y piedras preciosas; tenía el amor por los otros a flor de piel canela y siempre la palabra sensata para suavizar los dolores del alma porque, a pesar de los pesares, muchas de sus marchantas se acercaban a ella y, con el pretexto de acompañarla un rato, le platicaban sus congojas. Ella escuchaba atenta y entre venta y venta respondía con sabiduría y a veces concluía dulcemente: “¡Y a ver si ya se te quita lo pendeja: no te dejes!”

Salía de su casa en el Olivar del Conde a las 5 de cada mañana de todos los días de la semana con rumbo a lo que entonces era la central de abastos: La Merced. Iba bien abrigada porque las madrugadas casi siempre son frías en la Ciudad de México. En la penumbra buscaba un taxi para que la llevara para hacer su compra diaria.

Su marido, don Higinio, la acompañaba siempre. Él, flaco como una flauta y asimismo bueno como el pan de dulce, estaba a lado de ella siempre, porque en ese matrimonio ella era el ‘aquí y ahora’. Se querían mucho. Así, los dos solitarios caminaban por esas calles inciertas.

A las ocho de la mañana ya estaba dispuesta. En la banqueta de aquella calle instalaban su puesto con dos enormes “burros” de madera y unos tablones en los que Mary, como la llamábamos, colocaba cajas de madera en las que exhibía sus productos. Todos frescos. Del día. Relucientes. Jugosos. Brillantes. Joyas para alimentar al cuerpo. Frutas, legumbres, verduras: brillantes piedras preciosas en joyería.

Y comenzaba la venta. De pronto una a una, muchas y muchos, se acercaban para comprar esto o lo otro y tal. Los ponía en ‘cucuruchos’ hechos con papel de estraza. Un kilo de naranjas. Dos kilos de mandarinas o ciruelas o guayabas; algo de verdolagas, cebollas, jitomates, tomates, chiles verdes de los picosos de antes, poro, apio, cilantro, perejil... Todo había. Todo vendía y cantaba.

Había días buenos y había días malos... “Así es el comercio” decía. “Qué le vamos a hacer”. “Un día sí y otro día no”, “Es cosa de saber cuidar el dinerito”. Y ahí estaba siempre feliz y siempre preocupada por vender, siempre tronándose los dedos para que alcanzara para la compra del día siguiente. Y siempre-siempre-siempre: lloviera, tronara o relampagueara, ella estaba ahí, protegida por su “manteado”: su cielo protector.

Y así como ella estaban sus compañeros de trabajo cotidiano. Diario todos ahí, convivían y formaban parte esencial de coexistencia, de comercio y de vida que hay en México: sus mercados, sus plazas, sus tianguis. El sueño de la vendimia. El colorido mundo que diario surge inmenso y colorido y se resume en canastas de mandado y en bolsas de ‘asa’.

Porque eso es. Quienes expenden sus mercancías ahí son gente de trabajo, de lucha diaria, de esfuerzo y de rudeza en un lugar proclive a la confrontación, pero también a la armonía y al saludo cordial y sonriente. (Los hay los maloras, claro, es parte de lo humano).

Quienes expenden en los mercados-plazas-tianguis mexicanos son eso, mexicanos que fruta venden, que venden todo lo vendible para satisfacer las necesidades de una demanda siempre constante y de largo alcance. Son hombres y mujeres de la madrugada que salen antes de que salga el sol y terminan tarde, exhaustos, cansados y cargados de ilusión para el día siguiente...

Como el “Jibarito” de Rafael Hernández; como la vendedora de frutas, de María Izquierdo; como la vida en México puesta en sus mercados como la describió el poeta español José Moreno Villa. En un mercado-plaza- tianguis mexicanos hay de todo y para todos, lo hay sin enganche y sin fiador, con la pura palabra puesta en la balanza, con la solidaridad y el arrojo del “no te preocupes, me pagas luego”.

Los mercados públicos fueron y siguen siendo --los que quedan--, los principales centros de comercialización de productos perecederos como frutas, legumbres, verduras, lácteos, carne, huevo, comida y abarrotes como también de ropa o artículos domésticos y tanto más.

Y tan sólo en la Ciudad de México hay más de 300 mercados, más de mil 500 tianguis, más de 200 concentraciones de comerciantes, más de 50 mercados sobre ruedas y una Central de Abastos que es el centro de suministros de alimentos más grande del mundo.

Toda esto para abastecer a los cerca de 12 millones de capitalinos, así como de los más de 22 millones de habitantes del área conurbada que asisten a mercados públicos-plazas-tianguis que son la sal de la tierra puesta en la vida en México.

Son, en todo el país, el cotidiano salir para hacer el mandado; el encuentro de unos con otros en convivencia fraterna rodeados de luces y sonido. Porque ir al mercado era y es vivir la vida única de todos en uno. Ir a un mercado-plaza-tianguis es acudir a una fiesta y ser felices y disfrutar el regateo con la marchanta, y disfrutar el ‘esto me gusta, esto no me gusta, esto me gusta’...

¿Alguien ha disfrutado los mercados de Oaxaca que persisten y existen y viven y gritan el canto de la vida diaria? Orgullo de origen y de vida. Felicidad desgranada en los rostros orgullosos de cada uno de los y las vendedoras que llegan de lejos con sus productos, para todos, y sus aromas y sus flores y sus colores que sobrepasan la escala conocida... “¿Tlayudas o blanditas, mamá?”

Dice José Moreno Villa en Cornucopia mexicana:

“Antes de penetrar en el edificio matriz del mercado, entre las apreturas de una calle obstruida por barracas, puestecillos, automóviles y peatones, topamos con el hombre del ‘pajarito de la suerte’. La jaula triple, donde tenía a sus tres pájaros amaestrados, merecía una foto porque su forma, su color y adornos eran de un mexicanismo agudo. Esta jaula, pintada de amarillo limón, pequeño mueble rococó, teatrito de singular arquitectura, estaba cubierto con su pequeño dosel de terciopelo para evitar insolaciones a los cómicos pajaritos”.

Mirada cariñosa con la que, como sin proponérnoslo cada uno de nosotros en este país de ruidos interminables, de afrentas y desafrentas, nos encontramos en los mercados de México... o mejor: nos encontrábamos cuando esto de la pandemia no existía ni en las peores pesadillas.

Ir al mercado, a la plaza, al tianguis fue durante años, un momento o día de entrega total. Era estar dispuestos a conocer y reconocerse en ellos. Era ser parte de un mundo y de un país. Ser únicos e irrepetibles en nuestra convivencia y en el cariño fraterno aunque no se diga. Era –es– recorrer los pasillos del mundo entero en un mercado y era decirle al otro-a la otra: “Gracias, marchanta”.

Mary siguió vendiendo en su puesto de frutas-verduras-legumbres durante un tiempo, así como sus compañeros del mercado aquel que hacían la vida feliz de todos hasta que un día apareció la camioneta del Gobierno del Distrito Federal y les arrancó sus puestos, les despojó de sus productos, les vació la vida.

Un día y otro día y otro día, así hasta que consiguieron quitar aquella plaza que estaba en Guadalupe Inn y convertir aquella callecita en un páramo desierto y solitario, triste y sin vida... No les dieron opciones. No los reubicaron como habían pedido. Mary dejó de ir. Ya no estuvo su figura regordeta y bonita. Ni su dulzura. ¿Qué fue de ella? Yo no lo sé. Nadie lo sabe.

Un mes después de aquel desalojo cruel y sanguinario, inauguraron a dos cuadras de ahí, el gran-enorme-súper mercado: ‘¡Minimax: Mínimo precio-Máxima calidad: con todo para el hogar!’

María era chaparrita, morena, regordeta, alegre, despierta e inteligente; nada gruñona, nada peleonera y si mal hablada entre sus colegas, pocas veces lo era con sus clientas o clientes con los que dispensaba toda dulzura, amabilidad y cordialidad.

Le gustaba arreglarse para verse bonita. Siempre estaba ahí impecable, No escatimaba en la compra de tela para hacerse sus vestidos especiosos y diamantinos. Coloridos. Alegres. Risueños, como ella. Su cabello negro y rizado estaba bien peinado y era contenido por “pasadores”.

Sus manitas eran un dechado de virtudes, agilidad y pulcritud; y tenía unos pies muy chiquitos... ¿cómo podía caminar con ellos? Nunca supe en dónde había nacido y cuándo. Pero siempre, por años, tuvo la misma edad: no joven, no mayor.

Le gustaba cantar canciones rancheras suavecito, casi como en murmullo y por las tardes bordaba flores en tela y con bastidores mientras escuchaba “Anita de Montemar, ave sin nido...”

Pero más que todo eso: tenía su corazón hecho de oro y piedras preciosas; tenía el amor por los otros a flor de piel canela y siempre la palabra sensata para suavizar los dolores del alma porque, a pesar de los pesares, muchas de sus marchantas se acercaban a ella y, con el pretexto de acompañarla un rato, le platicaban sus congojas. Ella escuchaba atenta y entre venta y venta respondía con sabiduría y a veces concluía dulcemente: “¡Y a ver si ya se te quita lo pendeja: no te dejes!”

Salía de su casa en el Olivar del Conde a las 5 de cada mañana de todos los días de la semana con rumbo a lo que entonces era la central de abastos: La Merced. Iba bien abrigada porque las madrugadas casi siempre son frías en la Ciudad de México. En la penumbra buscaba un taxi para que la llevara para hacer su compra diaria.

Su marido, don Higinio, la acompañaba siempre. Él, flaco como una flauta y asimismo bueno como el pan de dulce, estaba a lado de ella siempre, porque en ese matrimonio ella era el ‘aquí y ahora’. Se querían mucho. Así, los dos solitarios caminaban por esas calles inciertas.

A las ocho de la mañana ya estaba dispuesta. En la banqueta de aquella calle instalaban su puesto con dos enormes “burros” de madera y unos tablones en los que Mary, como la llamábamos, colocaba cajas de madera en las que exhibía sus productos. Todos frescos. Del día. Relucientes. Jugosos. Brillantes. Joyas para alimentar al cuerpo. Frutas, legumbres, verduras: brillantes piedras preciosas en joyería.

Y comenzaba la venta. De pronto una a una, muchas y muchos, se acercaban para comprar esto o lo otro y tal. Los ponía en ‘cucuruchos’ hechos con papel de estraza. Un kilo de naranjas. Dos kilos de mandarinas o ciruelas o guayabas; algo de verdolagas, cebollas, jitomates, tomates, chiles verdes de los picosos de antes, poro, apio, cilantro, perejil... Todo había. Todo vendía y cantaba.

Había días buenos y había días malos... “Así es el comercio” decía. “Qué le vamos a hacer”. “Un día sí y otro día no”, “Es cosa de saber cuidar el dinerito”. Y ahí estaba siempre feliz y siempre preocupada por vender, siempre tronándose los dedos para que alcanzara para la compra del día siguiente. Y siempre-siempre-siempre: lloviera, tronara o relampagueara, ella estaba ahí, protegida por su “manteado”: su cielo protector.

Y así como ella estaban sus compañeros de trabajo cotidiano. Diario todos ahí, convivían y formaban parte esencial de coexistencia, de comercio y de vida que hay en México: sus mercados, sus plazas, sus tianguis. El sueño de la vendimia. El colorido mundo que diario surge inmenso y colorido y se resume en canastas de mandado y en bolsas de ‘asa’.

Porque eso es. Quienes expenden sus mercancías ahí son gente de trabajo, de lucha diaria, de esfuerzo y de rudeza en un lugar proclive a la confrontación, pero también a la armonía y al saludo cordial y sonriente. (Los hay los maloras, claro, es parte de lo humano).

Quienes expenden en los mercados-plazas-tianguis mexicanos son eso, mexicanos que fruta venden, que venden todo lo vendible para satisfacer las necesidades de una demanda siempre constante y de largo alcance. Son hombres y mujeres de la madrugada que salen antes de que salga el sol y terminan tarde, exhaustos, cansados y cargados de ilusión para el día siguiente...

Como el “Jibarito” de Rafael Hernández; como la vendedora de frutas, de María Izquierdo; como la vida en México puesta en sus mercados como la describió el poeta español José Moreno Villa. En un mercado-plaza- tianguis mexicanos hay de todo y para todos, lo hay sin enganche y sin fiador, con la pura palabra puesta en la balanza, con la solidaridad y el arrojo del “no te preocupes, me pagas luego”.

Los mercados públicos fueron y siguen siendo --los que quedan--, los principales centros de comercialización de productos perecederos como frutas, legumbres, verduras, lácteos, carne, huevo, comida y abarrotes como también de ropa o artículos domésticos y tanto más.

Y tan sólo en la Ciudad de México hay más de 300 mercados, más de mil 500 tianguis, más de 200 concentraciones de comerciantes, más de 50 mercados sobre ruedas y una Central de Abastos que es el centro de suministros de alimentos más grande del mundo.

Toda esto para abastecer a los cerca de 12 millones de capitalinos, así como de los más de 22 millones de habitantes del área conurbada que asisten a mercados públicos-plazas-tianguis que son la sal de la tierra puesta en la vida en México.

Son, en todo el país, el cotidiano salir para hacer el mandado; el encuentro de unos con otros en convivencia fraterna rodeados de luces y sonido. Porque ir al mercado era y es vivir la vida única de todos en uno. Ir a un mercado-plaza-tianguis es acudir a una fiesta y ser felices y disfrutar el regateo con la marchanta, y disfrutar el ‘esto me gusta, esto no me gusta, esto me gusta’...

¿Alguien ha disfrutado los mercados de Oaxaca que persisten y existen y viven y gritan el canto de la vida diaria? Orgullo de origen y de vida. Felicidad desgranada en los rostros orgullosos de cada uno de los y las vendedoras que llegan de lejos con sus productos, para todos, y sus aromas y sus flores y sus colores que sobrepasan la escala conocida... “¿Tlayudas o blanditas, mamá?”

Dice José Moreno Villa en Cornucopia mexicana:

“Antes de penetrar en el edificio matriz del mercado, entre las apreturas de una calle obstruida por barracas, puestecillos, automóviles y peatones, topamos con el hombre del ‘pajarito de la suerte’. La jaula triple, donde tenía a sus tres pájaros amaestrados, merecía una foto porque su forma, su color y adornos eran de un mexicanismo agudo. Esta jaula, pintada de amarillo limón, pequeño mueble rococó, teatrito de singular arquitectura, estaba cubierto con su pequeño dosel de terciopelo para evitar insolaciones a los cómicos pajaritos”.

Mirada cariñosa con la que, como sin proponérnoslo cada uno de nosotros en este país de ruidos interminables, de afrentas y desafrentas, nos encontramos en los mercados de México... o mejor: nos encontrábamos cuando esto de la pandemia no existía ni en las peores pesadillas.

Ir al mercado, a la plaza, al tianguis fue durante años, un momento o día de entrega total. Era estar dispuestos a conocer y reconocerse en ellos. Era ser parte de un mundo y de un país. Ser únicos e irrepetibles en nuestra convivencia y en el cariño fraterno aunque no se diga. Era –es– recorrer los pasillos del mundo entero en un mercado y era decirle al otro-a la otra: “Gracias, marchanta”.

Mary siguió vendiendo en su puesto de frutas-verduras-legumbres durante un tiempo, así como sus compañeros del mercado aquel que hacían la vida feliz de todos hasta que un día apareció la camioneta del Gobierno del Distrito Federal y les arrancó sus puestos, les despojó de sus productos, les vació la vida.

Un día y otro día y otro día, así hasta que consiguieron quitar aquella plaza que estaba en Guadalupe Inn y convertir aquella callecita en un páramo desierto y solitario, triste y sin vida... No les dieron opciones. No los reubicaron como habían pedido. Mary dejó de ir. Ya no estuvo su figura regordeta y bonita. Ni su dulzura. ¿Qué fue de ella? Yo no lo sé. Nadie lo sabe.

Un mes después de aquel desalojo cruel y sanguinario, inauguraron a dos cuadras de ahí, el gran-enorme-súper mercado: ‘¡Minimax: Mínimo precio-Máxima calidad: con todo para el hogar!’

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