/ viernes 30 de julio de 2021

Hojas de papel volando | “¡Acá las tortas!”

La hora del recreo era el momento preciso. Y el patio de la escuela el mejor lugar. Es cuando uno sale en tropel para disfrutar media hora de “descanso”, jugar un poco y, por entonces, sacar de la bolsa de papel una rica y deliciosa torta deeeee...: “frijoles refritos”, que eran las mejores; o de natas, de las que ya no hay.

Era una o dos, depende lo tragón que uno fuera, pero ahí estaban las ricas tortas que nos preparaban antes de salir corriendo hacia la escuela, siempre tarde, porque a última hora había que revisar si en la mochila no faltaba nada, pero lo más importante era eso, la torta “de lo que hubiera”, puesta en un rincón en compañía de cuadernos, lápices, sacapuntas, reglas, libros forrados con plástico y, el complemento perfecto: el trompo, o la bolsa de canicas. Y en la mano la cantimplora con el agua de limón.

Este es el antecedente histórico más lejano que tenemos de nuestro contacto personal con las tortas, las queridas tortas; el alimento sagrado que todo lo da y todo lo perdona; alimento que es para llenar la barriga y el espíritu de regocijo.

Las tortas no compiten con los tacos –otro alimento sagrado de los mexicanos al grito de guerra--, porque tienen su propia personalidad y su linaje. Los tacos ocupan el primer lugar en el corazón de los mexicanos, pero muy cerca, dentro de ese mismo corazón y esa misma panza, están las tortas...

¿Quién en México no ha saboreado una riquísima torta de lo que sea, en el momento que sea y en el lugar que sea? – “Tengo mucho trabajo, no saldré a comer, voy a pedir unas tortas”; “vamos a comer algo por ahí, mira quizá una torta”; “¿no se te antoja una tortita para matar el hambre?”

Las tortas son el bocadillo que no falta en ninguna colonia del Distrito Federal –digo, de la rimbombante Ciudad de México--; las hay por todos lados, las hay de todos sabores, las hay de lujo, en restaurantes de lujo en las que se sirven como delicatesen rellenitas de bacalao o sardinas portuguesas y que están del tamaño micro, apenas para decir, gratie-gratie.

Las hay en restaurantes modositos a precios modosos, en donde se sirven “Como a usted le gustan” y están compuestas de lo que uno quiera y que a la hora de la pagada cobran como ellos quieren, aunque la torta sea la misma-mismísima que venden los torteros de la esquina de cualquier lugar de las ciudades más importantes del país en las que las tortas son afines.

Pero eso: las tortas se ofrecen por todos lados, sobre todo en torterías que son los lugares sagrados para la elaboración de tortas y que se ofrecen calientitas, recién salidas del comal en donde se les puso entre capa y capa de bolillo o telera el relleno preferido: milanesa, jamón, salchicha, huevo, queso o de plano la súper-cubana, en donde se resume el mundo y su circunstancia.

Y casi siempre las prepara un señor con su delantal blanco y cuya tarea la realiza a la velocidad del rayo, desde partir el pan, con el cuchillo que tiene olitas como filo, el aguacate que lo saca de su lecho con una cuchara y lo pone en la torta en donde ya reposa la milanesa, hecha jirones o bien con holanes en la orilla del pan, para saborearla mejor; el jitomate en rodajas, la cebollita fina, los frijolitos refritos por un lado y algo de mayonesa al otro lado, unos chilitos curados o chipotlitos y... “¡Sale torta para el caballerooooo!”, puesta en un plato de plástico extendido y arriba una lujosa servilleta blanca o de plano sobre un rectángulo de papel de estraza. No importa.

Por supuesto hay variantes de las tortas dependiendo el gusto. Las de Ciudad de México son emblemáticas porque ahí nacieron y ahí comenzó el gusto por las tortas, aunque las hay en todo el país; las hay que son las toluqueñas, de chorizo; las tortas aguadas de Guadalajara, las hay que son las de cochinita pibil en Yucatán, las de Oaxaca llevan quesillo; las hay guacamayas de León o las Tortas de la Barda de Tampico, Tamaulipas o las guajolotas que llevan un tamal dentro del bolillo, y que son de CdMx. En Puebla hay las árabes, rellenas con carne al estilo árabe, en una telera.

Para comerlas no se necesita ser un especialista, como sí ocurre con el taco, que merece todo un ritual y que ya hemos relatado aquí mismo en “Hojas de papel volando”, dentro de nuestra serie alimentaria: “México: para tragón, tragón y medio”.

Pero ¿cuál es el origen de las tortas mexicanas que son chinampa en un lago escondido? A saber:

Según el cronista Ricardo Candía Pacheco refiere a su vez, el historiador Jeffrey M. Pilcher, “el origen de la torta se remonta al periodo porfirista, cuando a un vendedor de tacos se le ocurrió utilizar un pan de trigo para dar forma a una torta, que considera una mezcla de las cocinas nativa y europea, y sustitutiva de la tortilla en la comida callejera de la Ciudad de México.”

Jesús Flores y Escalante, otro estudioso de la vida cotidiana, sitúa su origen en la ciudad de Puebla y deja entrever que su aparición pudo ser anterior a la invasión estadounidense de 1847 y de cierto periodo de auge entre la invasión francesa de 1862 y el Porfiriato.

“En cualquier caso –dice Candía-- la primera referencia de la existencia de la “torta compuesta”, como fue conocido este antojito en el siglo XIX, la hallamos en la sección de avisos del periódico “El Pájaro Verde” del 8 de febrero de 1864. ¿Y de qué estaban hechas? Es muy poca la información obtenida en los periódicos, pero algunas de las más socorridas por los consumidores eran las de sardina, carnes frías –como el jamón de pierna o el queso de puerco–, bacalao, galantina, condimentadas con aceite”.

En todo caso, muchas versiones apuntan a que las tortugas nacieron en 1892 en el entonces Distrito Federal y que fue Armando Martínez Centurión su primer promotor.

Cuentan que en 1892 don Armando colocó un puesto en un zaguán para vender bolillos rellenos de lo que tenía a la mano; después introduciría otros ingredientes como el jamón de pierna, el queso de puerco y las sardinas. Su puesto estaba en la calle “Coliseo Viejo” que hoy es la calle “16 de septiembre”. Luego se trasladó a lo que hoy es el cruce de Paseo de la Reforma y la calle Humboldt.

De ahí en adelante todo era conseguir los ingredientes que darían espíritu a la torta, pero para ello se necesita la casaca, que es, precisamente, el pan blanco –o salado--, ya bolillo o telera, cuyo origen es distinto.

El bolillo es de harina de trigo y ésta llegó con los españoles durante la conquista; pero fue en el fallido imperio de Maximiliano y Carlota cuando aparece este pan en la forma que hoy se le conoce. Era del gusto de las tropas que llegaron y se establecieron en este país, así como también de los integrantes europeos de su corte imperial.

Llegó a México en 1864 un panadero con el pan, que es decir Camille Pirotte, uno de los panaderos de la corte de Maximiliano. Era una especie de pequeña baguette crujiente por fuera y porosa y suave por dentro. Al principio se le llamó “birote” al no saber pronunciar el apellido del francés, aunque luego se españolizó denominándolo como “bolillo” que es una pequeña ‘bola’ de masa, alargada y cortada en una de sus orillas para mejor dejar penetrar el calor.

La telera es más viejita. Tiene orígenes andaluces. Era una porción de masa de trigo alargada y con dos ranuras arriba, que hacen que parezca que tiene tres secciones, el pan asimismo crujiente y poroso por dentro: “Se llama en Andalucía la Baxa un pan que ya existía en tierras andaluzas desde el Siglo XVII, y era un pan barato, propio para gañanes, que eran los pastores rústicos que hacían las tareas más humildes ... de figura larga y redonda”.

Y mucho antes del bolillo y la telera, ya se había asentado en México el pambazo... Así que ahí estaba ya la trinca infernal. Bolillo, telera, pambazo “y pa fuera”.

A la torta se le ha homenajeado en el cine mexicano. Como en “Acá las tortas” una película de Juan Bustillo Oro de 1951, con Meche Barba, Sara García y el gran tortero: Carlos Orellana, o en

Lagunilla mi barrio” (Raúl Araiza, 1980) en la que doña Lencha –Lucha Villa- vive de vender tortas en su pequeño local siempre lleno de comensales glotones. Y tantas más.

Las tortas son, sí, bien dicho, el pan nuestro de cada día; es el gusto por nuestros sabores; por nuestros aromas y nuestra identidad nacional y mexicana: ‘Tortas ricas de colores de matices seductores del amor las tortas son...’

La hora del recreo era el momento preciso. Y el patio de la escuela el mejor lugar. Es cuando uno sale en tropel para disfrutar media hora de “descanso”, jugar un poco y, por entonces, sacar de la bolsa de papel una rica y deliciosa torta deeeee...: “frijoles refritos”, que eran las mejores; o de natas, de las que ya no hay.

Era una o dos, depende lo tragón que uno fuera, pero ahí estaban las ricas tortas que nos preparaban antes de salir corriendo hacia la escuela, siempre tarde, porque a última hora había que revisar si en la mochila no faltaba nada, pero lo más importante era eso, la torta “de lo que hubiera”, puesta en un rincón en compañía de cuadernos, lápices, sacapuntas, reglas, libros forrados con plástico y, el complemento perfecto: el trompo, o la bolsa de canicas. Y en la mano la cantimplora con el agua de limón.

Este es el antecedente histórico más lejano que tenemos de nuestro contacto personal con las tortas, las queridas tortas; el alimento sagrado que todo lo da y todo lo perdona; alimento que es para llenar la barriga y el espíritu de regocijo.

Las tortas no compiten con los tacos –otro alimento sagrado de los mexicanos al grito de guerra--, porque tienen su propia personalidad y su linaje. Los tacos ocupan el primer lugar en el corazón de los mexicanos, pero muy cerca, dentro de ese mismo corazón y esa misma panza, están las tortas...

¿Quién en México no ha saboreado una riquísima torta de lo que sea, en el momento que sea y en el lugar que sea? – “Tengo mucho trabajo, no saldré a comer, voy a pedir unas tortas”; “vamos a comer algo por ahí, mira quizá una torta”; “¿no se te antoja una tortita para matar el hambre?”

Las tortas son el bocadillo que no falta en ninguna colonia del Distrito Federal –digo, de la rimbombante Ciudad de México--; las hay por todos lados, las hay de todos sabores, las hay de lujo, en restaurantes de lujo en las que se sirven como delicatesen rellenitas de bacalao o sardinas portuguesas y que están del tamaño micro, apenas para decir, gratie-gratie.

Las hay en restaurantes modositos a precios modosos, en donde se sirven “Como a usted le gustan” y están compuestas de lo que uno quiera y que a la hora de la pagada cobran como ellos quieren, aunque la torta sea la misma-mismísima que venden los torteros de la esquina de cualquier lugar de las ciudades más importantes del país en las que las tortas son afines.

Pero eso: las tortas se ofrecen por todos lados, sobre todo en torterías que son los lugares sagrados para la elaboración de tortas y que se ofrecen calientitas, recién salidas del comal en donde se les puso entre capa y capa de bolillo o telera el relleno preferido: milanesa, jamón, salchicha, huevo, queso o de plano la súper-cubana, en donde se resume el mundo y su circunstancia.

Y casi siempre las prepara un señor con su delantal blanco y cuya tarea la realiza a la velocidad del rayo, desde partir el pan, con el cuchillo que tiene olitas como filo, el aguacate que lo saca de su lecho con una cuchara y lo pone en la torta en donde ya reposa la milanesa, hecha jirones o bien con holanes en la orilla del pan, para saborearla mejor; el jitomate en rodajas, la cebollita fina, los frijolitos refritos por un lado y algo de mayonesa al otro lado, unos chilitos curados o chipotlitos y... “¡Sale torta para el caballerooooo!”, puesta en un plato de plástico extendido y arriba una lujosa servilleta blanca o de plano sobre un rectángulo de papel de estraza. No importa.

Por supuesto hay variantes de las tortas dependiendo el gusto. Las de Ciudad de México son emblemáticas porque ahí nacieron y ahí comenzó el gusto por las tortas, aunque las hay en todo el país; las hay que son las toluqueñas, de chorizo; las tortas aguadas de Guadalajara, las hay que son las de cochinita pibil en Yucatán, las de Oaxaca llevan quesillo; las hay guacamayas de León o las Tortas de la Barda de Tampico, Tamaulipas o las guajolotas que llevan un tamal dentro del bolillo, y que son de CdMx. En Puebla hay las árabes, rellenas con carne al estilo árabe, en una telera.

Para comerlas no se necesita ser un especialista, como sí ocurre con el taco, que merece todo un ritual y que ya hemos relatado aquí mismo en “Hojas de papel volando”, dentro de nuestra serie alimentaria: “México: para tragón, tragón y medio”.

Pero ¿cuál es el origen de las tortas mexicanas que son chinampa en un lago escondido? A saber:

Según el cronista Ricardo Candía Pacheco refiere a su vez, el historiador Jeffrey M. Pilcher, “el origen de la torta se remonta al periodo porfirista, cuando a un vendedor de tacos se le ocurrió utilizar un pan de trigo para dar forma a una torta, que considera una mezcla de las cocinas nativa y europea, y sustitutiva de la tortilla en la comida callejera de la Ciudad de México.”

Jesús Flores y Escalante, otro estudioso de la vida cotidiana, sitúa su origen en la ciudad de Puebla y deja entrever que su aparición pudo ser anterior a la invasión estadounidense de 1847 y de cierto periodo de auge entre la invasión francesa de 1862 y el Porfiriato.

“En cualquier caso –dice Candía-- la primera referencia de la existencia de la “torta compuesta”, como fue conocido este antojito en el siglo XIX, la hallamos en la sección de avisos del periódico “El Pájaro Verde” del 8 de febrero de 1864. ¿Y de qué estaban hechas? Es muy poca la información obtenida en los periódicos, pero algunas de las más socorridas por los consumidores eran las de sardina, carnes frías –como el jamón de pierna o el queso de puerco–, bacalao, galantina, condimentadas con aceite”.

En todo caso, muchas versiones apuntan a que las tortugas nacieron en 1892 en el entonces Distrito Federal y que fue Armando Martínez Centurión su primer promotor.

Cuentan que en 1892 don Armando colocó un puesto en un zaguán para vender bolillos rellenos de lo que tenía a la mano; después introduciría otros ingredientes como el jamón de pierna, el queso de puerco y las sardinas. Su puesto estaba en la calle “Coliseo Viejo” que hoy es la calle “16 de septiembre”. Luego se trasladó a lo que hoy es el cruce de Paseo de la Reforma y la calle Humboldt.

De ahí en adelante todo era conseguir los ingredientes que darían espíritu a la torta, pero para ello se necesita la casaca, que es, precisamente, el pan blanco –o salado--, ya bolillo o telera, cuyo origen es distinto.

El bolillo es de harina de trigo y ésta llegó con los españoles durante la conquista; pero fue en el fallido imperio de Maximiliano y Carlota cuando aparece este pan en la forma que hoy se le conoce. Era del gusto de las tropas que llegaron y se establecieron en este país, así como también de los integrantes europeos de su corte imperial.

Llegó a México en 1864 un panadero con el pan, que es decir Camille Pirotte, uno de los panaderos de la corte de Maximiliano. Era una especie de pequeña baguette crujiente por fuera y porosa y suave por dentro. Al principio se le llamó “birote” al no saber pronunciar el apellido del francés, aunque luego se españolizó denominándolo como “bolillo” que es una pequeña ‘bola’ de masa, alargada y cortada en una de sus orillas para mejor dejar penetrar el calor.

La telera es más viejita. Tiene orígenes andaluces. Era una porción de masa de trigo alargada y con dos ranuras arriba, que hacen que parezca que tiene tres secciones, el pan asimismo crujiente y poroso por dentro: “Se llama en Andalucía la Baxa un pan que ya existía en tierras andaluzas desde el Siglo XVII, y era un pan barato, propio para gañanes, que eran los pastores rústicos que hacían las tareas más humildes ... de figura larga y redonda”.

Y mucho antes del bolillo y la telera, ya se había asentado en México el pambazo... Así que ahí estaba ya la trinca infernal. Bolillo, telera, pambazo “y pa fuera”.

A la torta se le ha homenajeado en el cine mexicano. Como en “Acá las tortas” una película de Juan Bustillo Oro de 1951, con Meche Barba, Sara García y el gran tortero: Carlos Orellana, o en

Lagunilla mi barrio” (Raúl Araiza, 1980) en la que doña Lencha –Lucha Villa- vive de vender tortas en su pequeño local siempre lleno de comensales glotones. Y tantas más.

Las tortas son, sí, bien dicho, el pan nuestro de cada día; es el gusto por nuestros sabores; por nuestros aromas y nuestra identidad nacional y mexicana: ‘Tortas ricas de colores de matices seductores del amor las tortas son...’

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