/ viernes 30 de abril de 2021

Hojas de papel volando | "Ahí viene un navío cargado de... ¡librerías!"

De pronto, tan sólo al cruzar el quicio de la puerta, al entrar al santuario, se percibe una sensación de intensidad condensada, de misterio, de emoción, de encuentro con el tesoro más valioso de la humanidad.

Aquí o allá está la palabra, la dicha del verbo, la emoción de ser testigos del principio y el fin de las cosas; la emoción del cruce con viejos amigos y la búsqueda de nuevos que serán.

Muchos se han perdido en el laberinto. Muchos permanecen ahí por días, meses, años... Hay quien dice que después de mucho los extraviados reaparecen iluminados como cuando Moisés bajó del Sinaí con las tablas en los brazos, así como en la película “Los diez mandamientos” cuando Charlton Heston mantenía la vista encandilada por lo visto y lo escuchado en la cima. Así aparecen.

Lo que también es cierto es que uno entra ahí y cuando sale ya no se es igual. “Ahí viene un navío cargado de...”: novedades en el frente y en la frente. Todo es distinto. Hay una nueva carga de energía al conocimiento, al saber, al sentido de las cosas y de la vida; el dolor es más intenso, pero tiene solución; la alegría es más resplandeciente y colorida. La vida tiene un sentido distinto, más emotivo e intenso. Se es feliz de otra manera.

La primera vez que entré a una librería fue a finales de los sesenta. ‘Yo andaba buscando la letra, cuando me encontré contigo’. Digamos que fue un descubrimiento fenomenal. Apenas lo podía creer. ¿Cómo es que hay tantos libros en un solo lugar? ¿Y hay quien los lee? ¿Y hay quienes los escriben? ¿Por qué están aquí? ¿Quién los trae? ¿Quiénes los compran?... Pero sobre todo me deslumbraron los anaqueles y las mesas en las que había libros de todo y para todos.

Era la Librería Zaplana, que estaba en la avenida Hidalgo. Llegué ahí por puro instinto humano. No conocía la capital y mucho menos en dónde estaba una librería. Cosa que le importaba un cacahuate a mi maestra de español que nos encargó, a cada uno de sus alumnos en mi grupo, que leyéramos dos libros en un mes. A cada uno distintos.

A mí me asignó: “Las aventuras de Arturo Gordon Pym” de Edgar Allan Poe y “El galano arte de leer” de Manuel Michaus que era una compilación de textos para iniciar a los no iniciados en la lectura.

Me fui en camión de Guadalupe Inn hacia “el Centro” en un ‘San Ángel Inn-Bellas Artes’, en donde fui escuchando a Los Archies: “Sugar, ohhh, honey-honey...”. Me dieron para el transporte -30 centavos ida y 30 de regreso-, y lo que suponía que costaban los libros: “Te fijas en el cambio”. Y cierto: “preguntando se llega a Roma”, así llegué a “una librería” luego de que varios me rebotaron de un lado a otro.

Era La Zaplana-Librería. Un misterio resuelto. Ahí estaban miles de libros. Cientos de libros. Apasionados libros de autores apasionados que escriben para que uno lea sus experiencias, su sabiduría, sus pareceres, sus sueños e ideales, sus aportaciones para que el ser humano sea eso y más: más humano y más cargado de cosas buenas en la maceta y en el corazón.

Lo primero que me encontré fue una enorme mesa en la que estaban unas pilas con la colección “Sepan cuantos...” de Porrúa. Y eran muy baratos. Y olían a papel y tinta, ese perfume que nunca jamás en la vida he olvidado. Y no quiero olvidarlo.

Le di el papelito con los nombres de los libros a un vendedor–que son magos prestidigitadores porque lo saben todo y saben en dónde está cada libro en ese portento de títulos y volúmenes--. Me pidió que lo siguiera. Y entré a la librería, a ese mundo nuevo y me quedé azorado porque en las paredes de cada lado había estantes con libros-libros-libros hasta un techo inalcanzable. Y sí. Se subió a una escalera y bajó el famoso “Galano...” Luego fue por el de Poe y luego me dijo: “Es tanto” pasa a pagar a la caja... Gulp!

Me alcanza-no me alcanza-me alcanza-no me alcanza. Tomé el camión en el mismo lugar en el que bajé y de regreso abrí el paquete de libros. Y comenzó la lectura y el inicio de una pasión que es forma de vida. ‘No hubo cambio de los libros’, dije: me comí un elote.

Por eso digo: las librerías son recintos que deberían ser parte del Patrimonio Tangible de la Humanidad por la Unesco. Las de todo el mundo. Pero sobre todo las librerías mexicanas que libros vendían...

Esto porque son las primeras que conocí y porque ahí, dentro de algunas de las 1,590 que hay en México, sigo recorriendo sus laberintos, sus estantes, sus vitrinas, sus mesas, sus títulos, sus novedades, sus ofertas, sus libros perdidos-encontrados. Ahí sigo y seguiré.

Después de La Zaplana conocí la Librería de Cristal, que era una pérgola en la Alameda Central y a la que en 1946 declararon como la librería más bonita del mundo. Estaba frente al Palacio de Bellas Artes.

Y de ahí en adelante el periplo era por las librerías: Zaplana, de Cristal, Porrúa... El Sótano, de don Manuel López Gallo en avenida Juárez... Más tarde El Parnaso, El Ágora, Manuel Porrúa y más tarde aun La Gandhi que sigue siendo el refugio de nuestros andares y así en otros estados.

He conocido muchas librerías en México y fuera. En donde hay gente conocedora que recorre en silencio, toma los libros con ternura, los revisa, lee su cuarta de forros, disfruta la portada y los entreabre para leer algo y palpar el papel, ver la letra-tamaño-fuente, la caja, los márgenes, las ilustraciones... tanto que contiene un libro y que significa el trabajo de muchos especialistas luego de que su autor lo entrega a su editor y de ahí en adelante la labor creativa de un libro que nace cuando está puesto en su cuna: la librería, para pasar luego a su trono: el lector.

¡Y qué tal las librerías de viejo! Las que por sí mismas merecen un recorrido aparte, y que están ahí y las queremos y nos dan sus tesoros escondidos y nos recuerdan que un día un libro estuvo en manos de un lector que amoroso subrayó sus frases o párrafos más queridos. Y que escribió en el margen su propio libro.

Pero nuestra conciencia. Nuestra memoria creativa, artística, histórica, testimonial, científica, técnica, de imaginación y perspectiva; la vida toda de entonces y ahora está en crisis. Las librerías están en crisis. No por ellas, sino porque la pandemia vino a restar visitantes. Fueron cerradas por mucho tiempo... ya no. Pero...

Esto incrementó la lectura de libros digitales. La compra de libros por la vía digital también. La adquisición por catálogo. La inmediatez. La frialdad. La eficiencia. Todo, pero nunca como entrar a la librería y vivirla y ser parte de ella. Porque cuando uno entra en una librería ya se es parte de ella, de esa comunidad y de ese mundo. Y tocar. Sentir. Acariciar al libro, porque el libro vive y siente y responde y nos saluda, también.

Lo dicho: Las librerías están en peligro. No van a desaparecer. Nunca. Pero muchas de ellas han cerrado en tan sólo un año. ¿Y las familias que dependen de ellas? Y peor aún: no existen políticas públicas que con pandemia o no, promueva la lectura de libros. No. Simple y sencillamente porque es “producto de lujo” se dice desde el gobierno.

Así que, según la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem): “En 2020 las librerías vendieron aproximadamente 89 millones de libros físicos, 35 millones menos que en 2019. Debido al confinamiento por Covid-19 en México, la venta de libros alcanzó solo siete mil 964 millones de pesos, cifra menor a los 11 mil 234 millones registrados en 2019”. Y para acabarla de amolar los insumos están carísimos... y sube el precio de cada libro: no alcanza para el elote.

Las luces rojas deben encenderse. Las alarmas deben estar a todo pulmón. Las alertas deberán gritarse en cada esquina, en cada calle, en cada rincón del país: Las librerías están en peligro y ese peligro tiene que ver con nuestra historia y nuestra preservación como raza humana.

Todavía hay tiempo. Ya lo hay con todos los cuidados indispensables. Las librerías que quedan están ahí, y esperan para que uno entre como Pedro por su casa. Como niños que siempre somos y que entramos al mundo de la imaginación, de la creación, al mundo que nos dio origen y que nos preservará porque a fin de cuentas todos, cada uno de nosotros, algún día estará en un libro... “Dicen de mí, que yo he sido un libro abierto... donde mucha gente ha escrito: no hagas caso, nada es cierto...”



De pronto, tan sólo al cruzar el quicio de la puerta, al entrar al santuario, se percibe una sensación de intensidad condensada, de misterio, de emoción, de encuentro con el tesoro más valioso de la humanidad.

Aquí o allá está la palabra, la dicha del verbo, la emoción de ser testigos del principio y el fin de las cosas; la emoción del cruce con viejos amigos y la búsqueda de nuevos que serán.

Muchos se han perdido en el laberinto. Muchos permanecen ahí por días, meses, años... Hay quien dice que después de mucho los extraviados reaparecen iluminados como cuando Moisés bajó del Sinaí con las tablas en los brazos, así como en la película “Los diez mandamientos” cuando Charlton Heston mantenía la vista encandilada por lo visto y lo escuchado en la cima. Así aparecen.

Lo que también es cierto es que uno entra ahí y cuando sale ya no se es igual. “Ahí viene un navío cargado de...”: novedades en el frente y en la frente. Todo es distinto. Hay una nueva carga de energía al conocimiento, al saber, al sentido de las cosas y de la vida; el dolor es más intenso, pero tiene solución; la alegría es más resplandeciente y colorida. La vida tiene un sentido distinto, más emotivo e intenso. Se es feliz de otra manera.

La primera vez que entré a una librería fue a finales de los sesenta. ‘Yo andaba buscando la letra, cuando me encontré contigo’. Digamos que fue un descubrimiento fenomenal. Apenas lo podía creer. ¿Cómo es que hay tantos libros en un solo lugar? ¿Y hay quien los lee? ¿Y hay quienes los escriben? ¿Por qué están aquí? ¿Quién los trae? ¿Quiénes los compran?... Pero sobre todo me deslumbraron los anaqueles y las mesas en las que había libros de todo y para todos.

Era la Librería Zaplana, que estaba en la avenida Hidalgo. Llegué ahí por puro instinto humano. No conocía la capital y mucho menos en dónde estaba una librería. Cosa que le importaba un cacahuate a mi maestra de español que nos encargó, a cada uno de sus alumnos en mi grupo, que leyéramos dos libros en un mes. A cada uno distintos.

A mí me asignó: “Las aventuras de Arturo Gordon Pym” de Edgar Allan Poe y “El galano arte de leer” de Manuel Michaus que era una compilación de textos para iniciar a los no iniciados en la lectura.

Me fui en camión de Guadalupe Inn hacia “el Centro” en un ‘San Ángel Inn-Bellas Artes’, en donde fui escuchando a Los Archies: “Sugar, ohhh, honey-honey...”. Me dieron para el transporte -30 centavos ida y 30 de regreso-, y lo que suponía que costaban los libros: “Te fijas en el cambio”. Y cierto: “preguntando se llega a Roma”, así llegué a “una librería” luego de que varios me rebotaron de un lado a otro.

Era La Zaplana-Librería. Un misterio resuelto. Ahí estaban miles de libros. Cientos de libros. Apasionados libros de autores apasionados que escriben para que uno lea sus experiencias, su sabiduría, sus pareceres, sus sueños e ideales, sus aportaciones para que el ser humano sea eso y más: más humano y más cargado de cosas buenas en la maceta y en el corazón.

Lo primero que me encontré fue una enorme mesa en la que estaban unas pilas con la colección “Sepan cuantos...” de Porrúa. Y eran muy baratos. Y olían a papel y tinta, ese perfume que nunca jamás en la vida he olvidado. Y no quiero olvidarlo.

Le di el papelito con los nombres de los libros a un vendedor–que son magos prestidigitadores porque lo saben todo y saben en dónde está cada libro en ese portento de títulos y volúmenes--. Me pidió que lo siguiera. Y entré a la librería, a ese mundo nuevo y me quedé azorado porque en las paredes de cada lado había estantes con libros-libros-libros hasta un techo inalcanzable. Y sí. Se subió a una escalera y bajó el famoso “Galano...” Luego fue por el de Poe y luego me dijo: “Es tanto” pasa a pagar a la caja... Gulp!

Me alcanza-no me alcanza-me alcanza-no me alcanza. Tomé el camión en el mismo lugar en el que bajé y de regreso abrí el paquete de libros. Y comenzó la lectura y el inicio de una pasión que es forma de vida. ‘No hubo cambio de los libros’, dije: me comí un elote.

Por eso digo: las librerías son recintos que deberían ser parte del Patrimonio Tangible de la Humanidad por la Unesco. Las de todo el mundo. Pero sobre todo las librerías mexicanas que libros vendían...

Esto porque son las primeras que conocí y porque ahí, dentro de algunas de las 1,590 que hay en México, sigo recorriendo sus laberintos, sus estantes, sus vitrinas, sus mesas, sus títulos, sus novedades, sus ofertas, sus libros perdidos-encontrados. Ahí sigo y seguiré.

Después de La Zaplana conocí la Librería de Cristal, que era una pérgola en la Alameda Central y a la que en 1946 declararon como la librería más bonita del mundo. Estaba frente al Palacio de Bellas Artes.

Y de ahí en adelante el periplo era por las librerías: Zaplana, de Cristal, Porrúa... El Sótano, de don Manuel López Gallo en avenida Juárez... Más tarde El Parnaso, El Ágora, Manuel Porrúa y más tarde aun La Gandhi que sigue siendo el refugio de nuestros andares y así en otros estados.

He conocido muchas librerías en México y fuera. En donde hay gente conocedora que recorre en silencio, toma los libros con ternura, los revisa, lee su cuarta de forros, disfruta la portada y los entreabre para leer algo y palpar el papel, ver la letra-tamaño-fuente, la caja, los márgenes, las ilustraciones... tanto que contiene un libro y que significa el trabajo de muchos especialistas luego de que su autor lo entrega a su editor y de ahí en adelante la labor creativa de un libro que nace cuando está puesto en su cuna: la librería, para pasar luego a su trono: el lector.

¡Y qué tal las librerías de viejo! Las que por sí mismas merecen un recorrido aparte, y que están ahí y las queremos y nos dan sus tesoros escondidos y nos recuerdan que un día un libro estuvo en manos de un lector que amoroso subrayó sus frases o párrafos más queridos. Y que escribió en el margen su propio libro.

Pero nuestra conciencia. Nuestra memoria creativa, artística, histórica, testimonial, científica, técnica, de imaginación y perspectiva; la vida toda de entonces y ahora está en crisis. Las librerías están en crisis. No por ellas, sino porque la pandemia vino a restar visitantes. Fueron cerradas por mucho tiempo... ya no. Pero...

Esto incrementó la lectura de libros digitales. La compra de libros por la vía digital también. La adquisición por catálogo. La inmediatez. La frialdad. La eficiencia. Todo, pero nunca como entrar a la librería y vivirla y ser parte de ella. Porque cuando uno entra en una librería ya se es parte de ella, de esa comunidad y de ese mundo. Y tocar. Sentir. Acariciar al libro, porque el libro vive y siente y responde y nos saluda, también.

Lo dicho: Las librerías están en peligro. No van a desaparecer. Nunca. Pero muchas de ellas han cerrado en tan sólo un año. ¿Y las familias que dependen de ellas? Y peor aún: no existen políticas públicas que con pandemia o no, promueva la lectura de libros. No. Simple y sencillamente porque es “producto de lujo” se dice desde el gobierno.

Así que, según la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem): “En 2020 las librerías vendieron aproximadamente 89 millones de libros físicos, 35 millones menos que en 2019. Debido al confinamiento por Covid-19 en México, la venta de libros alcanzó solo siete mil 964 millones de pesos, cifra menor a los 11 mil 234 millones registrados en 2019”. Y para acabarla de amolar los insumos están carísimos... y sube el precio de cada libro: no alcanza para el elote.

Las luces rojas deben encenderse. Las alarmas deben estar a todo pulmón. Las alertas deberán gritarse en cada esquina, en cada calle, en cada rincón del país: Las librerías están en peligro y ese peligro tiene que ver con nuestra historia y nuestra preservación como raza humana.

Todavía hay tiempo. Ya lo hay con todos los cuidados indispensables. Las librerías que quedan están ahí, y esperan para que uno entre como Pedro por su casa. Como niños que siempre somos y que entramos al mundo de la imaginación, de la creación, al mundo que nos dio origen y que nos preservará porque a fin de cuentas todos, cada uno de nosotros, algún día estará en un libro... “Dicen de mí, que yo he sido un libro abierto... donde mucha gente ha escrito: no hagas caso, nada es cierto...”



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