/ viernes 19 de agosto de 2022

Hojas de papel volando | Al que madruga, Dios lo ayuda…

Entre la media noche y la salida del sol está la madrugada. Es un momento en el que casi todos los seres humanos en la tierra duermen. Y el momento propicio para las historias de aparecidos, ahora casi desaparecidos. Para la salida del Nahual y sus fechorías. Para el baile y canto de los duendes, los elfos, los aluxes, las luciérnagas en tiempo de lluvia.

Es el momento en el que todo parece ser sueño, quietud, descanso, pero sobre todo silencio. Ya en el campo, en el mar, en los desiertos, en los valles, las montañas y los altiplanos. Por supuesto, cada uno de ellos tiene sus murmullos particulares, pero a esas horas están cargados de misterio y de ensueño, enmedio de la quietud.

Antes del alba el cielo ofrece una vista aún más profunda, intensa y conmovedora. Cargada de buenos presagios. Los cometas se dan vuelo y aparecen y desaparecen en una danza maravillosa en el infinito nocturno. Mientras las estrellas errantes buscan camino hacia el eterno misterioso.

Las lluvias de estrellas son propicias a esas horas de madrugada y se perciben mejor si el entorno es obscuro mientras casi todos roncan y sólo los privilegiados de la madrugada las ven. Arriba, la luna mira con cariño a la tierra; nos cuida y nos protege, como hace siglos; como hoy y mañana.

En la madrugada el aire en la tierra parece más puro y tranquilo. Y hace frío, mucho frío, sobre todo en las madrugadas de México en las que la temperatura baja escalones para su propio descanso.

Y eso es: a esa hora todo es diferente irreal y misterioso. Una larguísima calle apenas iluminada por focos que alumbran con desguanzo. El pavimento húmedo brilla. Las casas se convierten en fortalezas y guardan silencio. Cada una es un enigma.

Pero también, a esa hora, todo parece más peligroso y hermético. En la oscuridad y el silencio los riesgos se concentran y generan inquietud y desazón. Hay mucha más fragilidad. Los desafíos están ocultos, pero ahí están. Miles de ojos parecen observar. Las calles, las veredas, las rutas parecen más peligrosas, más fuera del alcance, más dañinas que durante el día, acaso…

Ahí van doña María Patiño, “Mari”, y don Higinio, su esposo. Ateridos por el frío intenso. Cubiertos por suéteres y ropa gruesa. Ella también con una mascada en la cabeza y él con su sombrero de palma y su cotorina. Bajita y morena ella. Flaco él. Tienen frío. Tienen miedo. Hay peligro. Siguen con las manos metidas en los bolsillos. Ella con sus botitas mínimas. El con sus zapatos de ‘minero’.

Van de prisa. Quieren salir de ahí lo más pronto. Quieren llegar a su meta lo antes posible. Es así todos los días. Salen de su casa en la colonia Molino de Rosas a las 4 de la madrugada para llegar a buena hora a La Merced, para la compra de la mercancía que luego venderán en su puesto de hortalizas y frutas en una calle del sur de la Ciudad de México. Caminan en silencio y se protegen uno al otro.

Es que ¿saben? Se quieren mucho. Ambos, marido y mujer se acompañan siempre. Se necesitan juntos. Mari es un dulce de ser humano, toda bondad resumida en ella; él todo un caballero hecho y derecho. Luego, durante su venta sonríen y atienden a sus clientas con alegría. Nadie sabe el esfuerzo enorme que hicieron esa madrugada para traer el abasto de muchas y para muchos. Ganan poco. Pero son felices.

Y eso es: así como Mari y don Higinio, que ahora ya no están; son muchos, miles de mexicanos que salen en la obscuridad de cada mañana para llegar a su trabajo, a su labor, a su ocupación diaria.

Mientras millones de mexicanos duermen aún, miles de mexicanos ya están fuera, temprano, en la madrugada, mucho antes de que salga el sol. Son la gente de la madrugada y de trabajo. Son los mexicanos del alba que laboran o salen para llegar a su tarea e iniciar la jornada, hacer su vida y encontrar soluciones. ¿Cuántos son? Miles. El Inegi no tiene registro de ellos.

Van solos casi siempre. Aun así, de lejos o de cerca son como una cofradía. Como una familia que aunque no se conozca comparten la obscuridad, el silencio, las maravillas de la naturaleza y sus miedos. Todos ellos buscan llegar a su meta, a una meta desconocida pero que para ellos es la fuente de sus ingresos y su ocupación diaria.

Así es en el campo. De hecho el trabajo agrícola se asocia con la madrugada. Y eso es, porque los agricultores-campesinos-trabajadores del campo salen en la madrugada para iniciar la faena; para sembrar, regar, cuidar, mantenerse alerta y cosechar los resultados de su trabajo. Aman la tierra y a la Tierra.

En el mar, en la madrugada la vida no es tan sabrosa; los pescadores salen muy temprano para hacerse a la mar y llegar al punto deseado, tirar las redes para obtener el producto que luego llevarán para su peso y su venta a intermediarios que no les pagan ni la desmañanada ni el gran esfuerzo y el peligro. Los pescadores son felices. Viven y sueñan con el mar… con la mar… y cuando caminan por aquí o por allá, ‘llevan toda la mar detrás…’

Y así en la industria, en donde están aquellos que llegan temprano a la fábrica y frente a máquinas, herramientas, tiempos medidos, producción… O quienes luchan por llegar a tiempo a la oficina, o a su negocio o a los servicios.

Al paso, todavía en la madrugada y a poca luz, de pronto se encuentran a alguien. Gente desconocida que como ellos caminan embozados. Con azoro cada uno se pregunta en silencio: “¿Quién es esta persona? ¿Me amenaza? ¿Es alguien igual que yo? ¿Estará trabajando? ¿Por qué está aquí a estas horas?’: "¡Buenas noches!", "¡Buenos días!" -según el ánimo o confusión matinal-.

Y así, tanto en el campo, como en el mar, como en los desiertos, en las montañas… o las industrias, en las oficinas privadas o de gobierno, los servicios, las grandes urbes y en todos los resquicios de nuestro país, hay miles de seres humanos que viven y sueñan y caminan en la obscuridad.

En el campo, los campesinos, los agricultores, los labradores son testigos del surgimiento del sol; de su luz rojiza; de su calor. Lo mismo ocurre a los madrugadores del mar. O en los desiertos en donde parece que no hay vida pero la hay; o los que a obscuras y entre la neblina caminan por las montañas mágicas de México.

En las zonas urbanas, en particular en la Ciudad de México, los ateridos madrugadores tienen un refugio y una solución: de pronto aquí o allá se ven los casos humeantes en donde hierve el atolito caliente con sabor a chocolate, champurrado; arroz con leche, té de canela o un buen café de olla.

Y junto, lo impensable, lo inimaginado, lo milagroso: la torta de tamal, si es de tamal verde, mejor. Sabrosa “guajolota” que disfrutan en silencio. Para quitar el hambre y el frío. Para sentirse vivos. Acaso el único alimento que tendrán por toda la mañana y hasta el mediodía.

Pero ya están ahí, juntos, en el punto de encuentro cotidiano. Se aglomeran en los medios de transporte colectivos, en “las combis”, en los autobuses, en el Metro nuestro de cada día.

Buscan ser los primeros en acceder porque tienen prisa por llegar. Los colman. No importan los apretujones. Los empujones. El “voy derecho y no me quito”. Sí, en muchos casos deploran el transporte público infamante, pero es lo que hay y ni modo.

Nada detiene a quienes salen de madrugada. A quienes tienen que hacer dos o más horas para llegar a su labor. Son gente de trabajo, honorable y de confianza.

Al fin, ellas y ellos, hombres, mujeres, niños, llegan a su trabajo, si lo tiene, o a su cita para conseguirlo; a su encuentro con la lucha diaria; a su economía informal… Llegan luego de haber recorrido la madrugada y la mañana y les deslumbra la luz del día.

Llegan porque tienen que llegar, porque necesitan llegar, porque es importante para ellos, para su subsistencia, para su familia, para sus seres queridos, para el ser amado… para sentir que son y están… Para olvidar la soledad y la tristeza del silencio nocturnal.

Son los hombres y mujeres de la madrugada y de los sueños que merecen nuestra admiración, nuestro cuidado y respeto; nuestra admiración y cariño; nuestra solidaridad; nuestro abrazo y calor fraternos, aunque no nos vean, ellos están ahí… y nosotros con ellos, siempre, en la madrugada fría. Mari Patiño y don Higinio los cuidan.

“En el frente hay unas parras, donde cantan las cigarras y se hace polvito el sol. Un portal hay en el frente. En el jardín, una fuente y en la fuente un caracol”.


Entre la media noche y la salida del sol está la madrugada. Es un momento en el que casi todos los seres humanos en la tierra duermen. Y el momento propicio para las historias de aparecidos, ahora casi desaparecidos. Para la salida del Nahual y sus fechorías. Para el baile y canto de los duendes, los elfos, los aluxes, las luciérnagas en tiempo de lluvia.

Es el momento en el que todo parece ser sueño, quietud, descanso, pero sobre todo silencio. Ya en el campo, en el mar, en los desiertos, en los valles, las montañas y los altiplanos. Por supuesto, cada uno de ellos tiene sus murmullos particulares, pero a esas horas están cargados de misterio y de ensueño, enmedio de la quietud.

Antes del alba el cielo ofrece una vista aún más profunda, intensa y conmovedora. Cargada de buenos presagios. Los cometas se dan vuelo y aparecen y desaparecen en una danza maravillosa en el infinito nocturno. Mientras las estrellas errantes buscan camino hacia el eterno misterioso.

Las lluvias de estrellas son propicias a esas horas de madrugada y se perciben mejor si el entorno es obscuro mientras casi todos roncan y sólo los privilegiados de la madrugada las ven. Arriba, la luna mira con cariño a la tierra; nos cuida y nos protege, como hace siglos; como hoy y mañana.

En la madrugada el aire en la tierra parece más puro y tranquilo. Y hace frío, mucho frío, sobre todo en las madrugadas de México en las que la temperatura baja escalones para su propio descanso.

Y eso es: a esa hora todo es diferente irreal y misterioso. Una larguísima calle apenas iluminada por focos que alumbran con desguanzo. El pavimento húmedo brilla. Las casas se convierten en fortalezas y guardan silencio. Cada una es un enigma.

Pero también, a esa hora, todo parece más peligroso y hermético. En la oscuridad y el silencio los riesgos se concentran y generan inquietud y desazón. Hay mucha más fragilidad. Los desafíos están ocultos, pero ahí están. Miles de ojos parecen observar. Las calles, las veredas, las rutas parecen más peligrosas, más fuera del alcance, más dañinas que durante el día, acaso…

Ahí van doña María Patiño, “Mari”, y don Higinio, su esposo. Ateridos por el frío intenso. Cubiertos por suéteres y ropa gruesa. Ella también con una mascada en la cabeza y él con su sombrero de palma y su cotorina. Bajita y morena ella. Flaco él. Tienen frío. Tienen miedo. Hay peligro. Siguen con las manos metidas en los bolsillos. Ella con sus botitas mínimas. El con sus zapatos de ‘minero’.

Van de prisa. Quieren salir de ahí lo más pronto. Quieren llegar a su meta lo antes posible. Es así todos los días. Salen de su casa en la colonia Molino de Rosas a las 4 de la madrugada para llegar a buena hora a La Merced, para la compra de la mercancía que luego venderán en su puesto de hortalizas y frutas en una calle del sur de la Ciudad de México. Caminan en silencio y se protegen uno al otro.

Es que ¿saben? Se quieren mucho. Ambos, marido y mujer se acompañan siempre. Se necesitan juntos. Mari es un dulce de ser humano, toda bondad resumida en ella; él todo un caballero hecho y derecho. Luego, durante su venta sonríen y atienden a sus clientas con alegría. Nadie sabe el esfuerzo enorme que hicieron esa madrugada para traer el abasto de muchas y para muchos. Ganan poco. Pero son felices.

Y eso es: así como Mari y don Higinio, que ahora ya no están; son muchos, miles de mexicanos que salen en la obscuridad de cada mañana para llegar a su trabajo, a su labor, a su ocupación diaria.

Mientras millones de mexicanos duermen aún, miles de mexicanos ya están fuera, temprano, en la madrugada, mucho antes de que salga el sol. Son la gente de la madrugada y de trabajo. Son los mexicanos del alba que laboran o salen para llegar a su tarea e iniciar la jornada, hacer su vida y encontrar soluciones. ¿Cuántos son? Miles. El Inegi no tiene registro de ellos.

Van solos casi siempre. Aun así, de lejos o de cerca son como una cofradía. Como una familia que aunque no se conozca comparten la obscuridad, el silencio, las maravillas de la naturaleza y sus miedos. Todos ellos buscan llegar a su meta, a una meta desconocida pero que para ellos es la fuente de sus ingresos y su ocupación diaria.

Así es en el campo. De hecho el trabajo agrícola se asocia con la madrugada. Y eso es, porque los agricultores-campesinos-trabajadores del campo salen en la madrugada para iniciar la faena; para sembrar, regar, cuidar, mantenerse alerta y cosechar los resultados de su trabajo. Aman la tierra y a la Tierra.

En el mar, en la madrugada la vida no es tan sabrosa; los pescadores salen muy temprano para hacerse a la mar y llegar al punto deseado, tirar las redes para obtener el producto que luego llevarán para su peso y su venta a intermediarios que no les pagan ni la desmañanada ni el gran esfuerzo y el peligro. Los pescadores son felices. Viven y sueñan con el mar… con la mar… y cuando caminan por aquí o por allá, ‘llevan toda la mar detrás…’

Y así en la industria, en donde están aquellos que llegan temprano a la fábrica y frente a máquinas, herramientas, tiempos medidos, producción… O quienes luchan por llegar a tiempo a la oficina, o a su negocio o a los servicios.

Al paso, todavía en la madrugada y a poca luz, de pronto se encuentran a alguien. Gente desconocida que como ellos caminan embozados. Con azoro cada uno se pregunta en silencio: “¿Quién es esta persona? ¿Me amenaza? ¿Es alguien igual que yo? ¿Estará trabajando? ¿Por qué está aquí a estas horas?’: "¡Buenas noches!", "¡Buenos días!" -según el ánimo o confusión matinal-.

Y así, tanto en el campo, como en el mar, como en los desiertos, en las montañas… o las industrias, en las oficinas privadas o de gobierno, los servicios, las grandes urbes y en todos los resquicios de nuestro país, hay miles de seres humanos que viven y sueñan y caminan en la obscuridad.

En el campo, los campesinos, los agricultores, los labradores son testigos del surgimiento del sol; de su luz rojiza; de su calor. Lo mismo ocurre a los madrugadores del mar. O en los desiertos en donde parece que no hay vida pero la hay; o los que a obscuras y entre la neblina caminan por las montañas mágicas de México.

En las zonas urbanas, en particular en la Ciudad de México, los ateridos madrugadores tienen un refugio y una solución: de pronto aquí o allá se ven los casos humeantes en donde hierve el atolito caliente con sabor a chocolate, champurrado; arroz con leche, té de canela o un buen café de olla.

Y junto, lo impensable, lo inimaginado, lo milagroso: la torta de tamal, si es de tamal verde, mejor. Sabrosa “guajolota” que disfrutan en silencio. Para quitar el hambre y el frío. Para sentirse vivos. Acaso el único alimento que tendrán por toda la mañana y hasta el mediodía.

Pero ya están ahí, juntos, en el punto de encuentro cotidiano. Se aglomeran en los medios de transporte colectivos, en “las combis”, en los autobuses, en el Metro nuestro de cada día.

Buscan ser los primeros en acceder porque tienen prisa por llegar. Los colman. No importan los apretujones. Los empujones. El “voy derecho y no me quito”. Sí, en muchos casos deploran el transporte público infamante, pero es lo que hay y ni modo.

Nada detiene a quienes salen de madrugada. A quienes tienen que hacer dos o más horas para llegar a su labor. Son gente de trabajo, honorable y de confianza.

Al fin, ellas y ellos, hombres, mujeres, niños, llegan a su trabajo, si lo tiene, o a su cita para conseguirlo; a su encuentro con la lucha diaria; a su economía informal… Llegan luego de haber recorrido la madrugada y la mañana y les deslumbra la luz del día.

Llegan porque tienen que llegar, porque necesitan llegar, porque es importante para ellos, para su subsistencia, para su familia, para sus seres queridos, para el ser amado… para sentir que son y están… Para olvidar la soledad y la tristeza del silencio nocturnal.

Son los hombres y mujeres de la madrugada y de los sueños que merecen nuestra admiración, nuestro cuidado y respeto; nuestra admiración y cariño; nuestra solidaridad; nuestro abrazo y calor fraternos, aunque no nos vean, ellos están ahí… y nosotros con ellos, siempre, en la madrugada fría. Mari Patiño y don Higinio los cuidan.

“En el frente hay unas parras, donde cantan las cigarras y se hace polvito el sol. Un portal hay en el frente. En el jardín, una fuente y en la fuente un caracol”.


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