/ viernes 16 de abril de 2021

Hojas de papel volando | Con la música por dentro

De pronto se escucha por ahí una melodía que nos gusta o nos recuerda algo en particular y nuestro organismo se pone en acción. Es como si de pronto nos cayera una cubeta de agua fría en tiempos de calor furioso. Es como si sonaran los clarines de la felicidad o la tristeza: depende de cómo nos fue en la feria con esa pieza musical, de cualquier género.

Y movemos los dedos al compás del chachachá, y movemos los pies con ese rock o danzón o guaracha o, incluso, una ópera inolvidable (mi Carmen preferida, por ejemplo) o una sinfonía (mi 4ª. de Mahler o la 9ª de Beethoven), o tarareamos a grito abierto o en silencio.

Todos en el mundo –o casi todos- tenemos alguna canción que nos gusta siempre. La recordamos en las buenas y en las malas; en las duras y en las maduras; cuando tiramos cohetes y cuando recogemos las varas: música-música-música. Es un placer. Y es una necesidad.

¿Por qué se siente placer cuando uno escucha música? Y ¿por qué en particular ciertos conciertos, óperas, canciones, rancheras, boleros, danzones... rock-rock-rock...? La música se asocia con eso, con el placer, pero también con la memoria y los recuerdos. Eso es.

Uno puede escuchar una melodía que no conocía antes, pero en ese momento hay algo en nuestras percepciones que hace que se nos quede registrada y siempre recordaremos aquella melodía, ritmo, compases, tonos, punto y contrapunto y el momento: música, pues. Y adquiere un significado particular para cada uno.

Según el Journal of Neuroscience, ‘la conectividad de la sustancia blanca, el tejido a través del cual se comunican las distintas áreas del sistema nervioso central, es clave para entender por qué nos gusta o no la música. Además, confirma que para que las personas sientan placer musical es necesario que las estructuras cerebrales relacionadas con la recompensa a los estímulos trabajen conjuntamente con las vinculadas a la percepción.’ (¡Lo dicen los sabios!)

En todo caso hay música para todos los gustos y sensibilidades; preferencias musicales, se dice. Pero también tiene que ver con momentos, con hechos y circunstancias.

Durante el siglo XX, seres humanos se las ingeniaron para hacer guerras. Para combatir y destruir al otro. Para acabar y arrasar vidas y mundos, sobre todo por aquello de que cada uno de nosotros es un mundo, pues millones de mundos fueron aniquilados tan sólo en dos Guerras Mundiales.

Esto es. Aunque no hay una cifra precisa, las estimaciones dicen que en la Primera Guerra Mundial, (1914-1919), murieron 9 millones de soldados y 7 millones de civiles durante los combates. Que 6 millones de personas murieron por culpa del hambre, las enfermedades y la falta de recursos derivados de la guerra y hubo más de 20 millones de heridos.

En la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se calcula que más de 50 millones de personas (militares y civiles) murieron durante los ataques; entre 19 y 28 millones de personas murieron como consecuencia de las enfermedades y la hambruna derivadas de la guerra. Esto son las guerras.

Pero en tiempos de guerra el espíritu humano no tiene fronteras, y busca alicientes, refugio y trinchera segura.

En el frente de batalla el tiempo toma una dimensión distinta, los peligros están a la vista, el dolor, la muerte o la vida. Pero también hay otro pesar muy intenso: la ausencia. Cualquiera que sea y del bando que sea el combatiente, añora el hogar, el espacio vital, el origen, la paz conocida y el amor.

El amor que se queda y que espera. El amor, que es parte de los daños colaterales de toda guerra. Nada se compara con la inquietud de que ya no se verá a la ser amada.

Y es en esos momentos cuando surge el aliciente. La música. La que alivia. La que se convierte en himno de batalla personal. La que se escuchó al despedirse y que se escucha para recordar. La que se convierte en emblema de momentos extraordinarios, dolorosos, cargados de esperanza por el ansiado regreso.

Hans Leip era un soldado alemán y poeta. Durante la Primera Guerra Mundial fue asignado al frente ruso. En 1915 escribió un poema en el que recordaba a su novia, Lili, hija de un tendero de Hamburgo, y en el que narraba cómo se despedían ambos bajo una farola frente al portal del cuartel. Marleen fue una enfermera que el soldado conoció en el frente y que “le hacía ojitos”.

Así nació el poema 'La canción de un joven soldado de guardia' (‘Das Lied eines jungen Soldaten auf der Wacht’) que se publicó en una antología poética del autor y de la cual llamó la atención en 1938 el compositor alemán Norbert Schultze quien le puso música, pero ya con el nombre de “La chica bajo la farola” (‘Das Mädchen unter der Laterne’) y la que al año siguiente fue grabada por la entonces desconocida Lale Andersen.

La canción fue adoptada por las tropas alemanas que la cantaban en las marchas, y la escuchaban en la radio diariamente a determinada hora. Joseph Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda Nazi la escuchó y la prohibió porque mostraba un sentido pesimista de la guerra.

Pero nada: la canción ya estaba en el ánimo de los soldados alemanes, y más. Porque las transmisiones de radio eran escuchadas por las fuerzas enemigas que asimismo adoptaron la canción como suya. Primero entre las tropas británicas y de ahí todos los aliados.

“Lili Marleen” se volvió el himno del soldado. La cantaban todo el tiempo. Lale Andersen se convirtió en la mensajera de la paz, en tiempos de guerra. Y tanto Lili como Marleen pasarían a la historia como las mujeres que inspiraron un poema que, con música, traspasaría fronteras.

Tiempo después la grabo Marlene Dietrich, ya como “Lili Marleen” y se convirtió en un éxito en la radio de todo el mundo, sobre todo de aquellos que estaban involucrados en la guerra.

Otro caso fue el de una canción mexicana que se convirtió en emblema para un gran número de soldados aliados en la Segunda Guerra Mundial. Particularmente entre las tropas estadounidenses. Es una canción que su autora, Consuelo Velázquez comenzó a escribir en 1932, cuando tenía 16 años, pero la dejó pendiente y la concluyó en 1940, en plena conflagración.

Consuelo Velázquez nació en Ciudad Guzmán, Jalisco, el 21 de agosto del año 1916. Estudio música de manera formal, pero sobre todo le interesó el piano. Así que hizo estudios en Bellas Artes de la ciudad de México para obtener en 1938 el título como pianista y maestra de música.

Al poco tiempo la contrataron para tocar en un programa de la XEQ de música clásica. Pero poco a poco se deslizaron ahí algunas de las canciones que había escrito. Boleros de tipo romántico, muy en boga por entonces.

Por supuesto ella no quiso dar a conocer el nombre del autor de estas melodías –en parte porque se consideraba una pianista de música clásica que no se atrevería a componer este tipo de música “popular”-, pero también porque en general las componían varones. Dijo que las canciones eran de “una amiga”, sin dar su nombre hasta el día en que le pidieron el nombre de “la amiga” para los registros de autor. Entonces tuvo que decir que era ella la compositora...

Sobresalía de sus composiciones un bolero: “Bésame mucho”, cuyo erotismo estaba a la vista, al portador. Un “Bésame mucho” profundamente íntimo, implorante “cachondo”. El tema gustó mucho a todos y fue grabado por primera vez por el entonces muy famoso “Barítono de Argel”, Emilio Tuero en 1941; enseguida lo grabó una cantante también de fama nacional: Chela Campos, pero cuando lo grabó el cantante estadounidense Andy Russell en 1944 fue un éxito internacional.

El tema fue escuchado por los soldados que tenían que ir a combatir en la Segunda Guerra Mundial. Y la adoptaron como su canción “...como si fuera esta noche la última vez...” o “que tengo miedo a perderte, perderte después...”

La canción es distintiva de la música latinoamericana. Y multigrabada-cantada-arreglada. Y adquirió rango universal a partir de que, como en el caso de Lili Marleen, la cantaban tirio o troyanos, de uno u otro bando. Era “su canción” y era el recuerdo de aquella farola y de aquella noche eterna.

Dos canciones Dos, con las que se demuestra que “la música amansa hasta a los leones”; o “traigo música en el alma” o “eres un música” o “mustio mustio, pero lleva la música por dentro”. Eso es. Todos llevamos la música por dentro: aunque usted no lo crea, nomás apriete la tecla y verá.

De pronto se escucha por ahí una melodía que nos gusta o nos recuerda algo en particular y nuestro organismo se pone en acción. Es como si de pronto nos cayera una cubeta de agua fría en tiempos de calor furioso. Es como si sonaran los clarines de la felicidad o la tristeza: depende de cómo nos fue en la feria con esa pieza musical, de cualquier género.

Y movemos los dedos al compás del chachachá, y movemos los pies con ese rock o danzón o guaracha o, incluso, una ópera inolvidable (mi Carmen preferida, por ejemplo) o una sinfonía (mi 4ª. de Mahler o la 9ª de Beethoven), o tarareamos a grito abierto o en silencio.

Todos en el mundo –o casi todos- tenemos alguna canción que nos gusta siempre. La recordamos en las buenas y en las malas; en las duras y en las maduras; cuando tiramos cohetes y cuando recogemos las varas: música-música-música. Es un placer. Y es una necesidad.

¿Por qué se siente placer cuando uno escucha música? Y ¿por qué en particular ciertos conciertos, óperas, canciones, rancheras, boleros, danzones... rock-rock-rock...? La música se asocia con eso, con el placer, pero también con la memoria y los recuerdos. Eso es.

Uno puede escuchar una melodía que no conocía antes, pero en ese momento hay algo en nuestras percepciones que hace que se nos quede registrada y siempre recordaremos aquella melodía, ritmo, compases, tonos, punto y contrapunto y el momento: música, pues. Y adquiere un significado particular para cada uno.

Según el Journal of Neuroscience, ‘la conectividad de la sustancia blanca, el tejido a través del cual se comunican las distintas áreas del sistema nervioso central, es clave para entender por qué nos gusta o no la música. Además, confirma que para que las personas sientan placer musical es necesario que las estructuras cerebrales relacionadas con la recompensa a los estímulos trabajen conjuntamente con las vinculadas a la percepción.’ (¡Lo dicen los sabios!)

En todo caso hay música para todos los gustos y sensibilidades; preferencias musicales, se dice. Pero también tiene que ver con momentos, con hechos y circunstancias.

Durante el siglo XX, seres humanos se las ingeniaron para hacer guerras. Para combatir y destruir al otro. Para acabar y arrasar vidas y mundos, sobre todo por aquello de que cada uno de nosotros es un mundo, pues millones de mundos fueron aniquilados tan sólo en dos Guerras Mundiales.

Esto es. Aunque no hay una cifra precisa, las estimaciones dicen que en la Primera Guerra Mundial, (1914-1919), murieron 9 millones de soldados y 7 millones de civiles durante los combates. Que 6 millones de personas murieron por culpa del hambre, las enfermedades y la falta de recursos derivados de la guerra y hubo más de 20 millones de heridos.

En la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se calcula que más de 50 millones de personas (militares y civiles) murieron durante los ataques; entre 19 y 28 millones de personas murieron como consecuencia de las enfermedades y la hambruna derivadas de la guerra. Esto son las guerras.

Pero en tiempos de guerra el espíritu humano no tiene fronteras, y busca alicientes, refugio y trinchera segura.

En el frente de batalla el tiempo toma una dimensión distinta, los peligros están a la vista, el dolor, la muerte o la vida. Pero también hay otro pesar muy intenso: la ausencia. Cualquiera que sea y del bando que sea el combatiente, añora el hogar, el espacio vital, el origen, la paz conocida y el amor.

El amor que se queda y que espera. El amor, que es parte de los daños colaterales de toda guerra. Nada se compara con la inquietud de que ya no se verá a la ser amada.

Y es en esos momentos cuando surge el aliciente. La música. La que alivia. La que se convierte en himno de batalla personal. La que se escuchó al despedirse y que se escucha para recordar. La que se convierte en emblema de momentos extraordinarios, dolorosos, cargados de esperanza por el ansiado regreso.

Hans Leip era un soldado alemán y poeta. Durante la Primera Guerra Mundial fue asignado al frente ruso. En 1915 escribió un poema en el que recordaba a su novia, Lili, hija de un tendero de Hamburgo, y en el que narraba cómo se despedían ambos bajo una farola frente al portal del cuartel. Marleen fue una enfermera que el soldado conoció en el frente y que “le hacía ojitos”.

Así nació el poema 'La canción de un joven soldado de guardia' (‘Das Lied eines jungen Soldaten auf der Wacht’) que se publicó en una antología poética del autor y de la cual llamó la atención en 1938 el compositor alemán Norbert Schultze quien le puso música, pero ya con el nombre de “La chica bajo la farola” (‘Das Mädchen unter der Laterne’) y la que al año siguiente fue grabada por la entonces desconocida Lale Andersen.

La canción fue adoptada por las tropas alemanas que la cantaban en las marchas, y la escuchaban en la radio diariamente a determinada hora. Joseph Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda Nazi la escuchó y la prohibió porque mostraba un sentido pesimista de la guerra.

Pero nada: la canción ya estaba en el ánimo de los soldados alemanes, y más. Porque las transmisiones de radio eran escuchadas por las fuerzas enemigas que asimismo adoptaron la canción como suya. Primero entre las tropas británicas y de ahí todos los aliados.

“Lili Marleen” se volvió el himno del soldado. La cantaban todo el tiempo. Lale Andersen se convirtió en la mensajera de la paz, en tiempos de guerra. Y tanto Lili como Marleen pasarían a la historia como las mujeres que inspiraron un poema que, con música, traspasaría fronteras.

Tiempo después la grabo Marlene Dietrich, ya como “Lili Marleen” y se convirtió en un éxito en la radio de todo el mundo, sobre todo de aquellos que estaban involucrados en la guerra.

Otro caso fue el de una canción mexicana que se convirtió en emblema para un gran número de soldados aliados en la Segunda Guerra Mundial. Particularmente entre las tropas estadounidenses. Es una canción que su autora, Consuelo Velázquez comenzó a escribir en 1932, cuando tenía 16 años, pero la dejó pendiente y la concluyó en 1940, en plena conflagración.

Consuelo Velázquez nació en Ciudad Guzmán, Jalisco, el 21 de agosto del año 1916. Estudio música de manera formal, pero sobre todo le interesó el piano. Así que hizo estudios en Bellas Artes de la ciudad de México para obtener en 1938 el título como pianista y maestra de música.

Al poco tiempo la contrataron para tocar en un programa de la XEQ de música clásica. Pero poco a poco se deslizaron ahí algunas de las canciones que había escrito. Boleros de tipo romántico, muy en boga por entonces.

Por supuesto ella no quiso dar a conocer el nombre del autor de estas melodías –en parte porque se consideraba una pianista de música clásica que no se atrevería a componer este tipo de música “popular”-, pero también porque en general las componían varones. Dijo que las canciones eran de “una amiga”, sin dar su nombre hasta el día en que le pidieron el nombre de “la amiga” para los registros de autor. Entonces tuvo que decir que era ella la compositora...

Sobresalía de sus composiciones un bolero: “Bésame mucho”, cuyo erotismo estaba a la vista, al portador. Un “Bésame mucho” profundamente íntimo, implorante “cachondo”. El tema gustó mucho a todos y fue grabado por primera vez por el entonces muy famoso “Barítono de Argel”, Emilio Tuero en 1941; enseguida lo grabó una cantante también de fama nacional: Chela Campos, pero cuando lo grabó el cantante estadounidense Andy Russell en 1944 fue un éxito internacional.

El tema fue escuchado por los soldados que tenían que ir a combatir en la Segunda Guerra Mundial. Y la adoptaron como su canción “...como si fuera esta noche la última vez...” o “que tengo miedo a perderte, perderte después...”

La canción es distintiva de la música latinoamericana. Y multigrabada-cantada-arreglada. Y adquirió rango universal a partir de que, como en el caso de Lili Marleen, la cantaban tirio o troyanos, de uno u otro bando. Era “su canción” y era el recuerdo de aquella farola y de aquella noche eterna.

Dos canciones Dos, con las que se demuestra que “la música amansa hasta a los leones”; o “traigo música en el alma” o “eres un música” o “mustio mustio, pero lleva la música por dentro”. Eso es. Todos llevamos la música por dentro: aunque usted no lo crea, nomás apriete la tecla y verá.

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