/ viernes 20 de noviembre de 2020

Hojas de papel volando | "En lo alto de una abrupta serranía…"

La Revolución Mexicana ha sido tema de incontables estudios y expresiones de todo tipo. Historiadores muy serios la han diseccionado con mucho rigor y nos han dado detalles de lo que pasó y las razones por las que ocurrieron aquellos enfrentamientos entre partes.

Para algunos aquello fue eso, una Revolución, aunque al final no consiguió sus objetivos. Para otros fue apenas una rebelión. Algunos aseguran que fue un enfrentamiento entre grupos de poder con distintos ideales e intereses económicos o que fue una confrontación entre mexicanos que no se entendían entre sí, aunque hubo ganadores y perdedores. Que los ideales revolucionarios de Zapata o Villa quedaron sometidos a los ideales políticos del grupo de Carranza y Obregón.

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Muchos personajes que se entregaron a la Revolución sí creyeron que la cosa iba en serio y que, por lo mismo, era necesario participar en ella, como Lucio Blanco que el 29 de agosto de 1913 hizo el primer reparto agrario de La Hacienda Los Borregos, propiedad de Félix Díaz en Tamaulipas. Le costó el puesto militar de la zona y ser sometido y humillado al ser puesto a las órdenes de un militar menor, Pablo González, por órdenes de Carranza.

O como Felipe Ángeles, “el artillero de la Revolución”, quien entregó su experiencia y conocimientos militares a la causa de la justicia revolucionaria; era un hombre serio, callado, apasionado de su familia y de su carrera militar, pero también de los ideales de una Revolución que resultara en lo justo y en la ley.

La Revolución no se hizo con corridos o rancheras, como repudiaba don Renato Leduc: “Se hizo a chingadazos”, decía.

Poco a poco, años después, se construyó el relato y la historia del ideal de una Revolución con hombres bragados que se enfrentaban sin más a una lucha reivindicadora para que los buenos terminaran con los malos.

Los muralistas hicieron suya a la Revolución Mexicana: Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros o Juan O’Gorman nos recuerdan la gesta revolucionaria casi siempre en tono zapatista, con sus ideales de “Tierra y libertad” o “La tierra es de quien la trabaja”, cuyo origen magonista es ignorado.

El cine, el teatro, la música, la fotografía y en general las artes se volcaron hacia la grandeza de la Revolución, pero también hacia la particular visión que cada uno de los artistas tenían del movimiento armado mexicano.

Pero pocos como los narradores para debatir las grandezas y las bajezas del movimiento armado revolucionario. Fueron ellos los que plasmaron en obra escrita su visión muy personal de lo que ocurrió entonces, pero sobre todo de lo que vieron y vivieron.

La narrativa de la Revolución mexicana no incluye solamente a la gran novela de la Revolución, también hubo cuento, poesía, teatro, ensayo. Hubo un estallido de ideas, de perspectivas y de opiniones ya de ciertos personajes o acontecimientos, pero sobre todo es testimonial. Es el qué vivió y qué vio cada autor.

Ya se ha dicho que la narrativa de la Revolución mexicana no es precisamente muy revolucionaria; lo explicó Max Aub; y de hecho aquel estilo y forma son al modo tradicional literario. En algunos casos es el resultado de la formación que proviene aun del siglo XIX por lo que casi no hay innovación en técnica o novedad literaria, aunque sí expresa una nueva preocupación temática, y en esta parte conjuga una corriente bien identificada en la que la Historia surge como reflexión del tiempo que se vivió cuenta más que la literatura.

Quienes escriben son personas que tienen formaciones diversas, ya médicos –como Azuela-, o abogados o periodistas o militares, incluso. Y relatan a su manera detalles y fragmentos de hechos, así como también la participación de personajes a los que ellos conocieron y trataron o de los que escucharon hazañas o bajezas.

Es “el pueblo” el que habla y se expresa a su modo a través del escritor que todo lo ha visto y lo quiere retratar a su manera. Es una crónica de hechos, sin aspiraciones de obra de arte. Son simple y sencillamente Memorias. Y en eso radica su valor y su riqueza.

“No es extraño encontrarse en ellas el desencanto, la requisitoria y, tácitamente, el desapego ideológico frente a la Revolución. Sería, pues, erróneo llamarles literatura revolucionaria y el nombre que llevan, no obstante su imprecisión, es preferible.”, dice José Luis Martínez.

Los narradores de la Revolución mexicana comienzan a publicar tarde. A mediados de los años veinte que es el momento fuerte, aunque Mariano Azuela, quien es el iniciador de esta corriente, publica “Los de abajo” por entregas en 1915, en un periódico del Paso, Texas en donde radicaba por entonces, muy cercano a las fuerzas de Pancho Villa y sus hechos.

Pero la novela pasó desapercibida. Quedo en modo inexistente y no sería reconocida en México hasta 1924, a partir de una disputa pública de pros y contras entre Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde. Y sin embargo una vez que se le dio el banderazo de salida, la obra de Azuela marcó el inicio de lo que habría de ser esa nueva narrativa-crónica.

Tampoco se piense que lo de 1915 nació por generación espontánea. Hubo escritores mexicanos que adelantaron vísperas en pleno Porfiriato y que publicaron sus observaciones, que iban más al tipo social y sus conflictos que al viejo y decimonónico romanticismo literario.

Por ejemplo, se menciona a “La bola” (1887), de Emilio Rabasa; “Tomóchic” (1892), de Heriberto Frías; “La Parcela” (1898), de José López-Portillo y Rojas, y una obra de teatro de Federico Gamboa, “La venganza de la gleba” (1905).

Pero es a partir de los veinte cuando comienza a desgranarse la mayor parte de la obra emblemática de la Revolución:

“La sombra del caudillo” (1929) de Martín Luis Guzmán; la trilogía de José Vasconcelos, “Ulises criollo” (1935), “La tormenta” (1936) y “El proconsulado” (1939); “Cuentos de todos colores” (1933) y “Cuentos bárbaros” (1930) del Dr. Atl (seudónimo de Gerardo Murillo); “Cuentos de Juan Pirulero” (1939) de Ermilo Gómez Abreu; “La ciudad roja” (1932) de José Mancisidor; “Vámonos con Pancho Villa” (1931), “Cartucho” (1931) de Nellie Campobello; “Memorias de Pancho Villa” (1935), “Se llevaron el cañón para Bachimba” (1941) y “El feroz cabecilla” (1936) de Rafael F. Muñoz; “El resplandor” (1937) de Mauricio Magdaleno; “Memorias de campaña” (1933) de Francisco L. Urquizo, entre muchas otras obras y libros, hasta finales de los cuarenta.

Las historias que nos narran los autores están plenas de acontecimientos, de hechos lo mismo gloriosos que criminales. Y sí, hay una exposición a veces crítica como otras laudatoria de la violencia. Era un poco el desahogo, pero al mismo tiempo la recriminación del grado de salvajismo al que se llegó en momentos que se suponen gloriosos.

‘La violencia y sadismo con la que ejecutaron a una gran cantidad de hombres y mujeres (muchos de ellos nada tenían que ver con los asuntos revolucionarios). Rodolfo Fierro, el sanguinario verdugo de Pancho Villa, es el personaje que simboliza la crueldad del “revolucionario” sin ideales, sin compromiso social, dedicado a saciar su deseo innato de muerte.’. Todo está ahí. Y también están las razones de cada uno para explicar lo que ocurrió.

Leer la narrativa de la Revolución mexicana es una riqueza para el conocimiento, permanente enseñanza y una exposición de motivos. Leer de forma desprejuiciada cada uno de estos libros conduce a identificarnos como personajes actuantes del momento histórico que nos toca vivir. Ellos lo hicieron como observadores y críticos del suyo: y lo pusieron en el papel.

Los enormes escritores de la Revolución Mexicana simple y sencillamente querían decirnos, a sus descendientes: “Esto es lo que pasó... Esto es lo que vi... Esto es lo que percibí...Esto es lo que pienso: ustedes saquen sus conclusiones”. Ni más, ni menos.

“- ¡Qué hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie!, pronunció Solís conmovido. Luego, en voz baja y con vaga melancolía:

- Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que resplandezca diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar! . . .

iQué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie! . . . ¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos! ... ¡lástima de sangre!” (“Los de Abajo”, Mariano Azuela”)


joelhsantiago@gmail.com

La Revolución Mexicana ha sido tema de incontables estudios y expresiones de todo tipo. Historiadores muy serios la han diseccionado con mucho rigor y nos han dado detalles de lo que pasó y las razones por las que ocurrieron aquellos enfrentamientos entre partes.

Para algunos aquello fue eso, una Revolución, aunque al final no consiguió sus objetivos. Para otros fue apenas una rebelión. Algunos aseguran que fue un enfrentamiento entre grupos de poder con distintos ideales e intereses económicos o que fue una confrontación entre mexicanos que no se entendían entre sí, aunque hubo ganadores y perdedores. Que los ideales revolucionarios de Zapata o Villa quedaron sometidos a los ideales políticos del grupo de Carranza y Obregón.

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Muchos personajes que se entregaron a la Revolución sí creyeron que la cosa iba en serio y que, por lo mismo, era necesario participar en ella, como Lucio Blanco que el 29 de agosto de 1913 hizo el primer reparto agrario de La Hacienda Los Borregos, propiedad de Félix Díaz en Tamaulipas. Le costó el puesto militar de la zona y ser sometido y humillado al ser puesto a las órdenes de un militar menor, Pablo González, por órdenes de Carranza.

O como Felipe Ángeles, “el artillero de la Revolución”, quien entregó su experiencia y conocimientos militares a la causa de la justicia revolucionaria; era un hombre serio, callado, apasionado de su familia y de su carrera militar, pero también de los ideales de una Revolución que resultara en lo justo y en la ley.

La Revolución no se hizo con corridos o rancheras, como repudiaba don Renato Leduc: “Se hizo a chingadazos”, decía.

Poco a poco, años después, se construyó el relato y la historia del ideal de una Revolución con hombres bragados que se enfrentaban sin más a una lucha reivindicadora para que los buenos terminaran con los malos.

Los muralistas hicieron suya a la Revolución Mexicana: Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros o Juan O’Gorman nos recuerdan la gesta revolucionaria casi siempre en tono zapatista, con sus ideales de “Tierra y libertad” o “La tierra es de quien la trabaja”, cuyo origen magonista es ignorado.

El cine, el teatro, la música, la fotografía y en general las artes se volcaron hacia la grandeza de la Revolución, pero también hacia la particular visión que cada uno de los artistas tenían del movimiento armado mexicano.

Pero pocos como los narradores para debatir las grandezas y las bajezas del movimiento armado revolucionario. Fueron ellos los que plasmaron en obra escrita su visión muy personal de lo que ocurrió entonces, pero sobre todo de lo que vieron y vivieron.

La narrativa de la Revolución mexicana no incluye solamente a la gran novela de la Revolución, también hubo cuento, poesía, teatro, ensayo. Hubo un estallido de ideas, de perspectivas y de opiniones ya de ciertos personajes o acontecimientos, pero sobre todo es testimonial. Es el qué vivió y qué vio cada autor.

Ya se ha dicho que la narrativa de la Revolución mexicana no es precisamente muy revolucionaria; lo explicó Max Aub; y de hecho aquel estilo y forma son al modo tradicional literario. En algunos casos es el resultado de la formación que proviene aun del siglo XIX por lo que casi no hay innovación en técnica o novedad literaria, aunque sí expresa una nueva preocupación temática, y en esta parte conjuga una corriente bien identificada en la que la Historia surge como reflexión del tiempo que se vivió cuenta más que la literatura.

Quienes escriben son personas que tienen formaciones diversas, ya médicos –como Azuela-, o abogados o periodistas o militares, incluso. Y relatan a su manera detalles y fragmentos de hechos, así como también la participación de personajes a los que ellos conocieron y trataron o de los que escucharon hazañas o bajezas.

Es “el pueblo” el que habla y se expresa a su modo a través del escritor que todo lo ha visto y lo quiere retratar a su manera. Es una crónica de hechos, sin aspiraciones de obra de arte. Son simple y sencillamente Memorias. Y en eso radica su valor y su riqueza.

“No es extraño encontrarse en ellas el desencanto, la requisitoria y, tácitamente, el desapego ideológico frente a la Revolución. Sería, pues, erróneo llamarles literatura revolucionaria y el nombre que llevan, no obstante su imprecisión, es preferible.”, dice José Luis Martínez.

Los narradores de la Revolución mexicana comienzan a publicar tarde. A mediados de los años veinte que es el momento fuerte, aunque Mariano Azuela, quien es el iniciador de esta corriente, publica “Los de abajo” por entregas en 1915, en un periódico del Paso, Texas en donde radicaba por entonces, muy cercano a las fuerzas de Pancho Villa y sus hechos.

Pero la novela pasó desapercibida. Quedo en modo inexistente y no sería reconocida en México hasta 1924, a partir de una disputa pública de pros y contras entre Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde. Y sin embargo una vez que se le dio el banderazo de salida, la obra de Azuela marcó el inicio de lo que habría de ser esa nueva narrativa-crónica.

Tampoco se piense que lo de 1915 nació por generación espontánea. Hubo escritores mexicanos que adelantaron vísperas en pleno Porfiriato y que publicaron sus observaciones, que iban más al tipo social y sus conflictos que al viejo y decimonónico romanticismo literario.

Por ejemplo, se menciona a “La bola” (1887), de Emilio Rabasa; “Tomóchic” (1892), de Heriberto Frías; “La Parcela” (1898), de José López-Portillo y Rojas, y una obra de teatro de Federico Gamboa, “La venganza de la gleba” (1905).

Pero es a partir de los veinte cuando comienza a desgranarse la mayor parte de la obra emblemática de la Revolución:

“La sombra del caudillo” (1929) de Martín Luis Guzmán; la trilogía de José Vasconcelos, “Ulises criollo” (1935), “La tormenta” (1936) y “El proconsulado” (1939); “Cuentos de todos colores” (1933) y “Cuentos bárbaros” (1930) del Dr. Atl (seudónimo de Gerardo Murillo); “Cuentos de Juan Pirulero” (1939) de Ermilo Gómez Abreu; “La ciudad roja” (1932) de José Mancisidor; “Vámonos con Pancho Villa” (1931), “Cartucho” (1931) de Nellie Campobello; “Memorias de Pancho Villa” (1935), “Se llevaron el cañón para Bachimba” (1941) y “El feroz cabecilla” (1936) de Rafael F. Muñoz; “El resplandor” (1937) de Mauricio Magdaleno; “Memorias de campaña” (1933) de Francisco L. Urquizo, entre muchas otras obras y libros, hasta finales de los cuarenta.

Las historias que nos narran los autores están plenas de acontecimientos, de hechos lo mismo gloriosos que criminales. Y sí, hay una exposición a veces crítica como otras laudatoria de la violencia. Era un poco el desahogo, pero al mismo tiempo la recriminación del grado de salvajismo al que se llegó en momentos que se suponen gloriosos.

‘La violencia y sadismo con la que ejecutaron a una gran cantidad de hombres y mujeres (muchos de ellos nada tenían que ver con los asuntos revolucionarios). Rodolfo Fierro, el sanguinario verdugo de Pancho Villa, es el personaje que simboliza la crueldad del “revolucionario” sin ideales, sin compromiso social, dedicado a saciar su deseo innato de muerte.’. Todo está ahí. Y también están las razones de cada uno para explicar lo que ocurrió.

Leer la narrativa de la Revolución mexicana es una riqueza para el conocimiento, permanente enseñanza y una exposición de motivos. Leer de forma desprejuiciada cada uno de estos libros conduce a identificarnos como personajes actuantes del momento histórico que nos toca vivir. Ellos lo hicieron como observadores y críticos del suyo: y lo pusieron en el papel.

Los enormes escritores de la Revolución Mexicana simple y sencillamente querían decirnos, a sus descendientes: “Esto es lo que pasó... Esto es lo que vi... Esto es lo que percibí...Esto es lo que pienso: ustedes saquen sus conclusiones”. Ni más, ni menos.

“- ¡Qué hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie!, pronunció Solís conmovido. Luego, en voz baja y con vaga melancolía:

- Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que resplandezca diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar! . . .

iQué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie! . . . ¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos! ... ¡lástima de sangre!” (“Los de Abajo”, Mariano Azuela”)


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