/ viernes 9 de julio de 2021

Hojas de Papel Volando Frida Kahlo... ¡Qué viva la vida!

Tenías 18 años. Y aunque eras muy joven, antes la vida ya te había dado algunas amarguras, como aquella de sufrir poliomielitis a los seis años y dejarte secuelas irreversibles en la pierna derecha. De todos modos, al paso del tiempo, aquello lo hacías menos, como si no ocurriera y como si las cosas marcharan cargadas de posibilidades para tu futuro.

Qué ironía, cuando ingresaste a la Escuela Nacional Preparatoria en 1922 querías estudiar medicina. Ser una doctora para salvar vidas y quitar dolores y pesares humanos. Eso querías. Quizá por la experiencia de largos años de tratamientos para rehabilitarte. Pero ya se sabe que ‘Dios no cumple antojos ni endereza jorobados’ y finalmente no fuiste doctora, porque la vida fue la que decidió tu camino... ¿trágico y doloroso? Sí, pero no siempre.

Fuiste una estudiante regular. Nada excepcional. Egresada del Colegio Alemán en 1921, aprendiste la disciplina del estudio y del trabajo. Era natural que estudiaras ahí, tú, hija de Wilhelm Kahlo, de origen judío-húngaro nacido en Baden Baden, Alemania y quien llegó como emigrante a Veracruz en 1890, para ir luego a la capital de México y dedicarse a su profesión como fotógrafo, y ya Guillermo.

Fuiste la tercera de sus hijas con Matilde Calderón, mexicana. Antes que tú, nacieron Matilde y Adriana, después Guillermo quien no sobrevivió- En 1907 naciste, Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, en Coyoacán, en la casa familiar que desde entonces era azul. Un año después te siguió Cristina. También tuviste tres medias hermanas del primer matrimonio de tu padre con María Cerdeña Espino, fallecida en 1898.

En la Preparatoria convivías con los muchachos locos y soñadores aquellos que, organizados como “Los Cachuchas”, querían cambiar al mundo, al país y al sistema escolar. Fuiste una de las pocas mujeres que por entonces ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria, antes reservada a hombres.

Tus contemporáneos estudiantes eran Salvador Novo, Agustín Lira, Miguel Lira, Alfonso Villa, Manuel González Ramírez, Jesús Ríos y Valles, José Gómez Robleda y Alejandro Gómez Arias, quien sería tu novio y con quien viviste la tragedia aquella... Por entonces no tenías gran interés por la pintura. No era lo tuyo.

Aunque sí, como para pasar el tiempo a principios de aquel 1925 --poco antes de lo ocurrido--, comenzaste como aprendiz en el taller de grabado de Fernando Fernández Domínguez, un amigo de tu padre que, al mismo tiempo, te enseñaba a dibujar copiando grabados de artistas europeos. Pero era eso. Un pasatiempo.

El 17 de septiembre de 1925 ibas de regreso de la escuela con Alejandro Gómez Arias, tu novio. El autobús en el que viajabas fue arrollado por un tranvía y quedó incrustado en una pared. Destruido. Tú ahí. Aquel accidente sería el inicio de una nueva vida. Se te fracturaron dos costillas, la clavícula y daños en el hueso pélvico. La pierna derecha se fracturo en distintas partes. El pie derecho se dislocó. Un pasamanos te atravesó la cadera izquierda hasta la vagina. Comenzó el calvario.

Fueron días, semanas, meses de tratamientos, de intentos de rehabilitación. De doctores. De terapias, de medicamentos sin fin. De aislamiento y de postración. Otros se hubieran dado por vencidos. Tú no.

No sólo por tu fortaleza emocional, sino porque presentías que la vida te quitaba la libertad de movimiento por un tiempo, pero también te entregaba una nueva fortaleza. La de tu propia ferocidad para enfrentar la catástrofe. Incluso, más tarde, al modo del humor muy mexicano dirías que aquello fue “una forma brutal de perder la virginidad”.

No importa. Ni importaron las por lo menos 32 operaciones quirúrgicas a lo largo de tu vida. Ni que tuvieras que vivir envuelta en placas de yeso y distintos aparatos que buscaban restablecerte.

“Mi padre tenía desde hacía muchos años una caja de colores al óleo, unos pinceles y una paleta en un rincón de su tallercito de fotografía, yo le tenía echado el ojo a la caja de colores. No sabría explicar por qué. Al estar tanto tiempo en cama, enferma, aproveché la ocasión y se la pedí a mi padre.

“Mi mamá mandó hacer con un carpintero un caballete... que podía acoplarse a la cama donde yo estaba, porque el corsé de yeso no me dejaba sentar. Así comencé a pintar mi primer cuadro, el retrato de una amiga mía...” Frente a la cama había un espejo donde te veías a ti misma.

Fue por entonces cuando comenzaste a hacer tu autorretrato. Eras tú, frente a ti y a lo largo de la vida sería tu constante, tu leit motiv. El primero en 1926, dedicado a Alejandro Gómez Arias.

Alguna vez dirías: “La pintura ha llenado mi vida. He perdido tres hijos y otra serie de cosas que hubiesen podido llenar mi horrible vida. La pintura lo ha sustituido todo. Creo que no hay nada mejor que el trabajo.”

Con todo. Saliste adelante. Aunque nunca bien del todo. Sufrías dolores intensos. Pero aguantabas. Encontraste salida a tu tragedia y a ti misma en la pintura. La pintura como algo serio. Formal. Y con tu propio estilo. Eres tú y tu obra. O tu obra eres tú. Tú la protagonista. El drama. La tragedia. La redención, después de todo.

A finales de los 20 comenzaste a salir y a frecuentar ambientes políticos, artísticos e intelectuales. Fue por Germán de Campo como conociste al comunista cubano Julio Antonio Mella, quien por entonces estaba exiliado en México con su pareja italiana, la fotógrafa Tina Modotti.

Ambas se hicieron muy amigas y fue, precisamente a través de ellos que en 1928 conociste a Diego Rivera, el pintor ya célebre por entonces. En agosto de 1929 te casaste con él. Fue un matrimonio con muchos altibajos, muchas desavenencias y sí, también, mucho amor. Te divorciaste en 1939 y, un año después, se volvieron a casar: era tu vida. Eras su vida.

Ambos se influyeron. El condujo tu vocación artística como pintora hacia la excelencia técnica y la expresión de tu mundo. Tú escogiste explicarte a ti misma. En tu obra está tu vía crucis como también el “árbol de la esperanza, mantente firme”.

En un mundo masculino en el que la mujer –en general- era sometida al dominio masculino tú fuiste transgresora y labraste tu libertad. “¡Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar!”. Y tus formas para explicarte a ti y explicarles lo que descubrías en ti. André Bretón dijo que tu obra era surrealista. Tú lo agradeciste pero no, no era esa tu idea.

“Mis cuadros están bien pintados, no con ligereza, sino con paciencia. Mi pintura lleva el mensaje del dolor. Creo que cuando menos a unas pocas gentes les interesa. No es revolucionaria, para qué me sigo haciendo ilusiones de que es combativa; no puedo”. Tu obra no pertenece al nacionalismo revolucionario en boga por entonces. Más bien es una obra vinculada al arte popular.

Y te diste el color nacional. Lo preferías. Te gustaba sentirte en el ámbito de la mexicana orgullosa de su cultura, de su historia y de sus sueños. Vestías como mexicana, o más preciso, como oaxaqueña, con aquellos huipiles y blusas de cajón que tanto te gustaban.

Tuviste aventuras amorosas. ¡Claro que sí! ¿Y por qué no? Te diste el lujo de ser parte de un mundo femenino que ya comenzaba a abrir puertas y ventanas. Y, hasta podríamos decir que, a la manera de Publio Terencio Africano ‘Nada de lo humano te fue ajeno”. O casi nada.

Pero fue hasta después de tu muerte en 1954 cuando comenzó el reconocimiento nacional e internacional a tu obra... y a tu vida. En los comienzos de los setenta irrumpiste con fuerza en un mundo en el que la disputa femenina tomaba impulso. Fuiste la bandera de esa batalla. Aun después de muerta seguías en la lucha social, desde aquellos años veinte cuando te afiliaste al Partido Comunista Mexicano.

Pero a tanta vida corresponde un recuerdo imborrable. Viviste mucho. Sufriste mucho. Peleaste mucho. Querías respeto y te hiciste respetar. Tu lucha no fue sólo con el mundo. Fue contigo misma. Con tus caídas y levantadas. Con el amor y el desamor. Con la soledad y la búsqueda de felicidad.

Y mira lo que es la casualidad: Naciste en Coyoacán el 6 de julio de 1907 y moriste en Coyoacán el 13 de julio de 1954: en la Casa Azul, tu lugar de nacimiento, tu casa, tu estudio, tu mausoleo.

Tu último cuadro, firmado en Coyoacán en 1954 es un óleo que muestra varios cortes de sandías en tonos muy vivos. En uno de estos trozos y junto a tu firma se lee: ¡Viva la vida!”.


Tenías 18 años. Y aunque eras muy joven, antes la vida ya te había dado algunas amarguras, como aquella de sufrir poliomielitis a los seis años y dejarte secuelas irreversibles en la pierna derecha. De todos modos, al paso del tiempo, aquello lo hacías menos, como si no ocurriera y como si las cosas marcharan cargadas de posibilidades para tu futuro.

Qué ironía, cuando ingresaste a la Escuela Nacional Preparatoria en 1922 querías estudiar medicina. Ser una doctora para salvar vidas y quitar dolores y pesares humanos. Eso querías. Quizá por la experiencia de largos años de tratamientos para rehabilitarte. Pero ya se sabe que ‘Dios no cumple antojos ni endereza jorobados’ y finalmente no fuiste doctora, porque la vida fue la que decidió tu camino... ¿trágico y doloroso? Sí, pero no siempre.

Fuiste una estudiante regular. Nada excepcional. Egresada del Colegio Alemán en 1921, aprendiste la disciplina del estudio y del trabajo. Era natural que estudiaras ahí, tú, hija de Wilhelm Kahlo, de origen judío-húngaro nacido en Baden Baden, Alemania y quien llegó como emigrante a Veracruz en 1890, para ir luego a la capital de México y dedicarse a su profesión como fotógrafo, y ya Guillermo.

Fuiste la tercera de sus hijas con Matilde Calderón, mexicana. Antes que tú, nacieron Matilde y Adriana, después Guillermo quien no sobrevivió- En 1907 naciste, Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, en Coyoacán, en la casa familiar que desde entonces era azul. Un año después te siguió Cristina. También tuviste tres medias hermanas del primer matrimonio de tu padre con María Cerdeña Espino, fallecida en 1898.

En la Preparatoria convivías con los muchachos locos y soñadores aquellos que, organizados como “Los Cachuchas”, querían cambiar al mundo, al país y al sistema escolar. Fuiste una de las pocas mujeres que por entonces ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria, antes reservada a hombres.

Tus contemporáneos estudiantes eran Salvador Novo, Agustín Lira, Miguel Lira, Alfonso Villa, Manuel González Ramírez, Jesús Ríos y Valles, José Gómez Robleda y Alejandro Gómez Arias, quien sería tu novio y con quien viviste la tragedia aquella... Por entonces no tenías gran interés por la pintura. No era lo tuyo.

Aunque sí, como para pasar el tiempo a principios de aquel 1925 --poco antes de lo ocurrido--, comenzaste como aprendiz en el taller de grabado de Fernando Fernández Domínguez, un amigo de tu padre que, al mismo tiempo, te enseñaba a dibujar copiando grabados de artistas europeos. Pero era eso. Un pasatiempo.

El 17 de septiembre de 1925 ibas de regreso de la escuela con Alejandro Gómez Arias, tu novio. El autobús en el que viajabas fue arrollado por un tranvía y quedó incrustado en una pared. Destruido. Tú ahí. Aquel accidente sería el inicio de una nueva vida. Se te fracturaron dos costillas, la clavícula y daños en el hueso pélvico. La pierna derecha se fracturo en distintas partes. El pie derecho se dislocó. Un pasamanos te atravesó la cadera izquierda hasta la vagina. Comenzó el calvario.

Fueron días, semanas, meses de tratamientos, de intentos de rehabilitación. De doctores. De terapias, de medicamentos sin fin. De aislamiento y de postración. Otros se hubieran dado por vencidos. Tú no.

No sólo por tu fortaleza emocional, sino porque presentías que la vida te quitaba la libertad de movimiento por un tiempo, pero también te entregaba una nueva fortaleza. La de tu propia ferocidad para enfrentar la catástrofe. Incluso, más tarde, al modo del humor muy mexicano dirías que aquello fue “una forma brutal de perder la virginidad”.

No importa. Ni importaron las por lo menos 32 operaciones quirúrgicas a lo largo de tu vida. Ni que tuvieras que vivir envuelta en placas de yeso y distintos aparatos que buscaban restablecerte.

“Mi padre tenía desde hacía muchos años una caja de colores al óleo, unos pinceles y una paleta en un rincón de su tallercito de fotografía, yo le tenía echado el ojo a la caja de colores. No sabría explicar por qué. Al estar tanto tiempo en cama, enferma, aproveché la ocasión y se la pedí a mi padre.

“Mi mamá mandó hacer con un carpintero un caballete... que podía acoplarse a la cama donde yo estaba, porque el corsé de yeso no me dejaba sentar. Así comencé a pintar mi primer cuadro, el retrato de una amiga mía...” Frente a la cama había un espejo donde te veías a ti misma.

Fue por entonces cuando comenzaste a hacer tu autorretrato. Eras tú, frente a ti y a lo largo de la vida sería tu constante, tu leit motiv. El primero en 1926, dedicado a Alejandro Gómez Arias.

Alguna vez dirías: “La pintura ha llenado mi vida. He perdido tres hijos y otra serie de cosas que hubiesen podido llenar mi horrible vida. La pintura lo ha sustituido todo. Creo que no hay nada mejor que el trabajo.”

Con todo. Saliste adelante. Aunque nunca bien del todo. Sufrías dolores intensos. Pero aguantabas. Encontraste salida a tu tragedia y a ti misma en la pintura. La pintura como algo serio. Formal. Y con tu propio estilo. Eres tú y tu obra. O tu obra eres tú. Tú la protagonista. El drama. La tragedia. La redención, después de todo.

A finales de los 20 comenzaste a salir y a frecuentar ambientes políticos, artísticos e intelectuales. Fue por Germán de Campo como conociste al comunista cubano Julio Antonio Mella, quien por entonces estaba exiliado en México con su pareja italiana, la fotógrafa Tina Modotti.

Ambas se hicieron muy amigas y fue, precisamente a través de ellos que en 1928 conociste a Diego Rivera, el pintor ya célebre por entonces. En agosto de 1929 te casaste con él. Fue un matrimonio con muchos altibajos, muchas desavenencias y sí, también, mucho amor. Te divorciaste en 1939 y, un año después, se volvieron a casar: era tu vida. Eras su vida.

Ambos se influyeron. El condujo tu vocación artística como pintora hacia la excelencia técnica y la expresión de tu mundo. Tú escogiste explicarte a ti misma. En tu obra está tu vía crucis como también el “árbol de la esperanza, mantente firme”.

En un mundo masculino en el que la mujer –en general- era sometida al dominio masculino tú fuiste transgresora y labraste tu libertad. “¡Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar!”. Y tus formas para explicarte a ti y explicarles lo que descubrías en ti. André Bretón dijo que tu obra era surrealista. Tú lo agradeciste pero no, no era esa tu idea.

“Mis cuadros están bien pintados, no con ligereza, sino con paciencia. Mi pintura lleva el mensaje del dolor. Creo que cuando menos a unas pocas gentes les interesa. No es revolucionaria, para qué me sigo haciendo ilusiones de que es combativa; no puedo”. Tu obra no pertenece al nacionalismo revolucionario en boga por entonces. Más bien es una obra vinculada al arte popular.

Y te diste el color nacional. Lo preferías. Te gustaba sentirte en el ámbito de la mexicana orgullosa de su cultura, de su historia y de sus sueños. Vestías como mexicana, o más preciso, como oaxaqueña, con aquellos huipiles y blusas de cajón que tanto te gustaban.

Tuviste aventuras amorosas. ¡Claro que sí! ¿Y por qué no? Te diste el lujo de ser parte de un mundo femenino que ya comenzaba a abrir puertas y ventanas. Y, hasta podríamos decir que, a la manera de Publio Terencio Africano ‘Nada de lo humano te fue ajeno”. O casi nada.

Pero fue hasta después de tu muerte en 1954 cuando comenzó el reconocimiento nacional e internacional a tu obra... y a tu vida. En los comienzos de los setenta irrumpiste con fuerza en un mundo en el que la disputa femenina tomaba impulso. Fuiste la bandera de esa batalla. Aun después de muerta seguías en la lucha social, desde aquellos años veinte cuando te afiliaste al Partido Comunista Mexicano.

Pero a tanta vida corresponde un recuerdo imborrable. Viviste mucho. Sufriste mucho. Peleaste mucho. Querías respeto y te hiciste respetar. Tu lucha no fue sólo con el mundo. Fue contigo misma. Con tus caídas y levantadas. Con el amor y el desamor. Con la soledad y la búsqueda de felicidad.

Y mira lo que es la casualidad: Naciste en Coyoacán el 6 de julio de 1907 y moriste en Coyoacán el 13 de julio de 1954: en la Casa Azul, tu lugar de nacimiento, tu casa, tu estudio, tu mausoleo.

Tu último cuadro, firmado en Coyoacán en 1954 es un óleo que muestra varios cortes de sandías en tonos muy vivos. En uno de estos trozos y junto a tu firma se lee: ¡Viva la vida!”.


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