/ viernes 9 de junio de 2023

Hojas de papel volando | Henestrosa, el hombre que dispersó la danza

Don Andrés Henestrosa caminaba por la Avenida 5 de mayo del centro del entonces Distrito Federal. Era por 1988 y para entonces él ya tenía 82 años de edad. Vestido de traje, como siempre que acudía a las sesiones del Senado de la República en la que era senador por Oaxaca…

Horondo. Rápido, como él daba sus pasos. Erguido. Mirando de frente. Con su casimir impecable y un sombrero pequeño con el que se sentía a gusto y que usaba siempre por esas calles que conocía desde que llegó a México, siendo apenas un jovencito y con muchas ganas de aprender y decir…

Era indígena zapoteco de Oaxaca, de piel blanca. Clarito, como se dice allá. Esto motivó que alguna vez le preguntara a su madre por el color de su piel. De todos modos ante propios o extraños insistía también en su origen huave, porque además hablaba las dos lenguas: ‘las mamó de dos pechos’, decía. De mediana estatura y regordete. Risueño y alegre.

Oaxaqueños de origen ambos; él del Istmo, yo de los Valles Centrales… Y decía: “Es que en el Vashe, no se habla así, no se dice tortisha, no se dice alcantarisha… nadamás se habla así en la orisha…” Y reía y reíamos por la broma que era contestada con mi respuesta a la vestimenta colorida del Istmo.

--¿Cómo está maestro? ¿Hace días que no lo veo?

--¡Ay, Joel! ¡Fíjate que ando malo de un dolor aquí, o acá, o acá…!

--Pero se le ve bien del semblante maestro…

-¡Es que no estoy enfermo del semblante, chingaos!

--jajajajajaja (reíamos ambos)

Y era motivo para ir a comer juntos a nuestro refugio. Estaba en la calle de Gante, entre Madero y 5 de mayo: Una fondita muy decorosa y olorosa a aromas conocidos por ambos.

La señora que era el ama del lugar era de Oaxaca y conocía de años a don Andrés porque lo trataba con mucha confianza. Nada de “Señor Senador”, no. “Pásale, Andrés” - ¿Qué nos tienes por ahí? –decía él. “Te tengo un molito verde de hoja santa y con espinazo”; “Pues no se diga más”.

Y ahí nos sentábamos en la parte de atrás del local, en donde había dispuesta una mesa para el invitado especial y su acompañante frecuente –yo. Tomábamos mezcal sabroso y disfrutábamos el riquísimo mole verde que se hace allá…

Por mi parte saboreaba la plática que parecía breve pero que duraba horas, digamos que de las tres de la tarde a las seis. Me platicaba de su llegada a la capital cuando tenía quince o diez y seis años.

Fue por impulso de su madre, Martina Man, la hermosa mujer de Ixhuatán que tuvo que hacerse cargo de sus hijos ella sola con apenas unas cuantas letras del alfabeto, pero con mucha enjundia y coraje para sacar adelante a la familia…

Ella no quería que se quedará por allá en Ixhuatán, donde nació el niño Andrés en 1906, o en Juchitán que por aquellos años era de difícil estar. Me platicó de su dolorosa salida de Ixhuatán y la despedida de su madre. La relata, asimismo, de forma magistral en “El retrato de mi madre”.

Él, subido en el tren que lo llevaría a la capital del país y ella, a distancia, entre el polvo, llorando, con las manos puestas en la frente, como lloran las mujeres de allá cuando tienen un gran dolor del corazón, del alma, de la vida.

Por entonces –me comentaba- don Andrés, hasta los 15 años sólo habló el zapoteco, como también huave. Y llegó a la Ciudad de México para estudiar. Estuvo un año en la Escuela Normal de Maestros, lo que le facilitó el buen aprendizaje del español. De ahí pasó a la Escuela Nacional Preparatoria y luego a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde estudió Derecho, sin graduarse.

Don Andrés tenía una particularidad. Era de sangre liviana y le caía bien a la gente. Y tenía otra particularidad: Desde muy niño-joven-adulto y viejo, siempre fue un gran conversador. Tenía un lenguaje florido e historias qué contar, ya vividas o soñadas.

Dejar su pueblo fue el primer golpe doloroso. Dejar a su madre, también. Dejar sus recuerdos y sus luchas en una tierra de difícil doma. Sólo así dejaría de hacer preguntas sobre la historia de su familia, la historia de su padre y de su madre.

Está la escena épica, casi griega, en “El retrato de mi madre” cuando él, joven, brioso, a caballo, reta a aquel hombre que dijo alguna intriga sobre ella… ¡Nadie, nunca, nadie habría de volver a meterse con ella, y mucho menos con él…!

Pero ya estaba en el D. F. Ahí descubrió una vocación de amplios horizontes. Ya en el periodismo, el magisterio, la investigación histórica y filológica, la política y, sobre todo, la literatura. Es en esta última donde tuvo un desarrollo tan destacado que es un imprescindible de las letras mexicanas.

Muy joven había pergeñado algunas páginas intentando explicar su mundo. Fue en 1927 cuando su maestro Antonio Caso le escuchó relatar historias de su pueblo que decía en zapoteco y explicaba en español. Le propuso que pusiera en el papel todo aquello. Tenía historias de sobra porque don Andrés era memorioso.

Nació así su primera gran obra: “Los hombres que dispersó la danza”. Enorme entonces. Enorme ahora. Fue publicado en 1929 con ayuda económica de Antonieta Rivas Mercado quien quería mucho a ‘Andresito’. Su querido amigo oaxaqueño.

Y precisamente esa amistad con Antonieta, pero sobre todo con otro oaxaqueño, José Vasconcelos, es como se aproxima a la política, a los políticos, como apoyo en la campaña por la presidencia del ilustre maestro y filósofo, José Vasconcelos. Era 1929. Digamos que el mundo intelectual de México estaba con don José, pero no fue suficiente: perdió.

Lo platicaba mientras disfrutábamos el mole verde y el mezcal que nos sabía a Oaxaca y que nos unían en esa enorme amistad que mantuvimos por muchos años. Además, las pláticas aquellas me despertaban la pasión por el nido que llevo desde niño, porque así es.

En 1985 fui invitado por don Carlos Ferreyra a diseñar un programa editorial para el Senado-LIII Legislatura y a llevarlo a cabo. El presidente del Comité Editorial era don Andrés. Él escuchaba cordial y sugería, pero sobre todo me dejó hacer. Confió en mí. Todo salió bien. Y él se sintió orgulloso de mi trabajo. Yo también.

Y aunque don Andrés tenía que ver con lo que se hizo en la materia, nunca se atribuyó mérito adicional y nunca me restó mérito alguno como editor: siempre presumió mi trabajo y me impulsaba. Era bueno aquello. Era como un sueño.

Como un sueño con un gran amigo con el que tiempo después coincidí en Madrid durante un homenaje que le rindieron en España y en donde yo estaba por allá en asuntos editoriales.

En una cena en su honor con la “crema de la intelectualidad y el poder” un trio cantó “La Martiniana” y el acusó que no era así la letra… El músico español defendió su versión. Don Andrés le insistió, y así entre sí-no-si-no-si-no: don Andrés le espetó: “¡Cómo chingaos no voy a saber la letra si yo la escribí!”. Los cercanos se carcajearon.

Él nunca presumió como suya la música de este son que originalmente se llamó “Micaela”, sólo que a la música, don Andrés le sobrepuso un poema suyo dedicado a su madre: Martina Man, de ahí lo de “La Martiniana” hoy tan conocido y cantado y bailado.

No era pedante. A pesar de sus aportaciones a la cultura nacional en una obra extensa ya literaria, ensayos, o poesía y, sobre todo, en periodismo. Su obra está cargada de algo que es ineludible en los grandes autores que en el mundo son y han sido: Técnica, sensibilidad, bien decir y escribir, pero sobre todo la conjugación de cerebro y corazón. ¿Quién dicta a quién?

Fue durante un viaje a Nueva Orleans en 1937 cuando escribió “El retrato de mi madre”. En realidad era una carta que don Andrés envió a una amiga en Nueva York, quien le había preguntado sobre su madre. Él la describió y relató algunos de los pasajes más emotivos de su niñez en Oaxaca.

En 1940 Octavio Paz le pidió ‘algo’ para publicar en alguna revista que dirigía por entonces. Le contestó que por el momento no tenía nada reciente, pero que podría mandarle un texto guardado. A la lectura Octavio Paz quedó maravillado. Sorprendido. Emocionado, era “El retrato de mi madre” del que Paz diría: “Pocas veces la prosa de nuestra lengua ha logrado tal fluidez de agua corriente.”

Henestrosa: “Con frecuencia la he encontrado en una labor dolorosa, intentando descifrar mis artículos. Uno, principalmente, lo ha leído varias veces, no obstante que gente de la casa se lo leyeron cuando apareció publicado. Pero ella quiso, por propio esfuerzo, leerlo, como si aquello perdiera su sentido si sus ojos, si su pequeña sabiduría, no lo descifraran por ellos mismos…”.

Y mientras seguíamos comiendo el mole verde de hoja santa y el mezcalito tarareábamos: “Lucero de la mañana, el rey de todos los sones, canta "La Martiniana", ¡ay, mamá! que rompe los corazones…”.

Don Andrés Henestrosa caminaba por la Avenida 5 de mayo del centro del entonces Distrito Federal. Era por 1988 y para entonces él ya tenía 82 años de edad. Vestido de traje, como siempre que acudía a las sesiones del Senado de la República en la que era senador por Oaxaca…

Horondo. Rápido, como él daba sus pasos. Erguido. Mirando de frente. Con su casimir impecable y un sombrero pequeño con el que se sentía a gusto y que usaba siempre por esas calles que conocía desde que llegó a México, siendo apenas un jovencito y con muchas ganas de aprender y decir…

Era indígena zapoteco de Oaxaca, de piel blanca. Clarito, como se dice allá. Esto motivó que alguna vez le preguntara a su madre por el color de su piel. De todos modos ante propios o extraños insistía también en su origen huave, porque además hablaba las dos lenguas: ‘las mamó de dos pechos’, decía. De mediana estatura y regordete. Risueño y alegre.

Oaxaqueños de origen ambos; él del Istmo, yo de los Valles Centrales… Y decía: “Es que en el Vashe, no se habla así, no se dice tortisha, no se dice alcantarisha… nadamás se habla así en la orisha…” Y reía y reíamos por la broma que era contestada con mi respuesta a la vestimenta colorida del Istmo.

--¿Cómo está maestro? ¿Hace días que no lo veo?

--¡Ay, Joel! ¡Fíjate que ando malo de un dolor aquí, o acá, o acá…!

--Pero se le ve bien del semblante maestro…

-¡Es que no estoy enfermo del semblante, chingaos!

--jajajajajaja (reíamos ambos)

Y era motivo para ir a comer juntos a nuestro refugio. Estaba en la calle de Gante, entre Madero y 5 de mayo: Una fondita muy decorosa y olorosa a aromas conocidos por ambos.

La señora que era el ama del lugar era de Oaxaca y conocía de años a don Andrés porque lo trataba con mucha confianza. Nada de “Señor Senador”, no. “Pásale, Andrés” - ¿Qué nos tienes por ahí? –decía él. “Te tengo un molito verde de hoja santa y con espinazo”; “Pues no se diga más”.

Y ahí nos sentábamos en la parte de atrás del local, en donde había dispuesta una mesa para el invitado especial y su acompañante frecuente –yo. Tomábamos mezcal sabroso y disfrutábamos el riquísimo mole verde que se hace allá…

Por mi parte saboreaba la plática que parecía breve pero que duraba horas, digamos que de las tres de la tarde a las seis. Me platicaba de su llegada a la capital cuando tenía quince o diez y seis años.

Fue por impulso de su madre, Martina Man, la hermosa mujer de Ixhuatán que tuvo que hacerse cargo de sus hijos ella sola con apenas unas cuantas letras del alfabeto, pero con mucha enjundia y coraje para sacar adelante a la familia…

Ella no quería que se quedará por allá en Ixhuatán, donde nació el niño Andrés en 1906, o en Juchitán que por aquellos años era de difícil estar. Me platicó de su dolorosa salida de Ixhuatán y la despedida de su madre. La relata, asimismo, de forma magistral en “El retrato de mi madre”.

Él, subido en el tren que lo llevaría a la capital del país y ella, a distancia, entre el polvo, llorando, con las manos puestas en la frente, como lloran las mujeres de allá cuando tienen un gran dolor del corazón, del alma, de la vida.

Por entonces –me comentaba- don Andrés, hasta los 15 años sólo habló el zapoteco, como también huave. Y llegó a la Ciudad de México para estudiar. Estuvo un año en la Escuela Normal de Maestros, lo que le facilitó el buen aprendizaje del español. De ahí pasó a la Escuela Nacional Preparatoria y luego a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde estudió Derecho, sin graduarse.

Don Andrés tenía una particularidad. Era de sangre liviana y le caía bien a la gente. Y tenía otra particularidad: Desde muy niño-joven-adulto y viejo, siempre fue un gran conversador. Tenía un lenguaje florido e historias qué contar, ya vividas o soñadas.

Dejar su pueblo fue el primer golpe doloroso. Dejar a su madre, también. Dejar sus recuerdos y sus luchas en una tierra de difícil doma. Sólo así dejaría de hacer preguntas sobre la historia de su familia, la historia de su padre y de su madre.

Está la escena épica, casi griega, en “El retrato de mi madre” cuando él, joven, brioso, a caballo, reta a aquel hombre que dijo alguna intriga sobre ella… ¡Nadie, nunca, nadie habría de volver a meterse con ella, y mucho menos con él…!

Pero ya estaba en el D. F. Ahí descubrió una vocación de amplios horizontes. Ya en el periodismo, el magisterio, la investigación histórica y filológica, la política y, sobre todo, la literatura. Es en esta última donde tuvo un desarrollo tan destacado que es un imprescindible de las letras mexicanas.

Muy joven había pergeñado algunas páginas intentando explicar su mundo. Fue en 1927 cuando su maestro Antonio Caso le escuchó relatar historias de su pueblo que decía en zapoteco y explicaba en español. Le propuso que pusiera en el papel todo aquello. Tenía historias de sobra porque don Andrés era memorioso.

Nació así su primera gran obra: “Los hombres que dispersó la danza”. Enorme entonces. Enorme ahora. Fue publicado en 1929 con ayuda económica de Antonieta Rivas Mercado quien quería mucho a ‘Andresito’. Su querido amigo oaxaqueño.

Y precisamente esa amistad con Antonieta, pero sobre todo con otro oaxaqueño, José Vasconcelos, es como se aproxima a la política, a los políticos, como apoyo en la campaña por la presidencia del ilustre maestro y filósofo, José Vasconcelos. Era 1929. Digamos que el mundo intelectual de México estaba con don José, pero no fue suficiente: perdió.

Lo platicaba mientras disfrutábamos el mole verde y el mezcal que nos sabía a Oaxaca y que nos unían en esa enorme amistad que mantuvimos por muchos años. Además, las pláticas aquellas me despertaban la pasión por el nido que llevo desde niño, porque así es.

En 1985 fui invitado por don Carlos Ferreyra a diseñar un programa editorial para el Senado-LIII Legislatura y a llevarlo a cabo. El presidente del Comité Editorial era don Andrés. Él escuchaba cordial y sugería, pero sobre todo me dejó hacer. Confió en mí. Todo salió bien. Y él se sintió orgulloso de mi trabajo. Yo también.

Y aunque don Andrés tenía que ver con lo que se hizo en la materia, nunca se atribuyó mérito adicional y nunca me restó mérito alguno como editor: siempre presumió mi trabajo y me impulsaba. Era bueno aquello. Era como un sueño.

Como un sueño con un gran amigo con el que tiempo después coincidí en Madrid durante un homenaje que le rindieron en España y en donde yo estaba por allá en asuntos editoriales.

En una cena en su honor con la “crema de la intelectualidad y el poder” un trio cantó “La Martiniana” y el acusó que no era así la letra… El músico español defendió su versión. Don Andrés le insistió, y así entre sí-no-si-no-si-no: don Andrés le espetó: “¡Cómo chingaos no voy a saber la letra si yo la escribí!”. Los cercanos se carcajearon.

Él nunca presumió como suya la música de este son que originalmente se llamó “Micaela”, sólo que a la música, don Andrés le sobrepuso un poema suyo dedicado a su madre: Martina Man, de ahí lo de “La Martiniana” hoy tan conocido y cantado y bailado.

No era pedante. A pesar de sus aportaciones a la cultura nacional en una obra extensa ya literaria, ensayos, o poesía y, sobre todo, en periodismo. Su obra está cargada de algo que es ineludible en los grandes autores que en el mundo son y han sido: Técnica, sensibilidad, bien decir y escribir, pero sobre todo la conjugación de cerebro y corazón. ¿Quién dicta a quién?

Fue durante un viaje a Nueva Orleans en 1937 cuando escribió “El retrato de mi madre”. En realidad era una carta que don Andrés envió a una amiga en Nueva York, quien le había preguntado sobre su madre. Él la describió y relató algunos de los pasajes más emotivos de su niñez en Oaxaca.

En 1940 Octavio Paz le pidió ‘algo’ para publicar en alguna revista que dirigía por entonces. Le contestó que por el momento no tenía nada reciente, pero que podría mandarle un texto guardado. A la lectura Octavio Paz quedó maravillado. Sorprendido. Emocionado, era “El retrato de mi madre” del que Paz diría: “Pocas veces la prosa de nuestra lengua ha logrado tal fluidez de agua corriente.”

Henestrosa: “Con frecuencia la he encontrado en una labor dolorosa, intentando descifrar mis artículos. Uno, principalmente, lo ha leído varias veces, no obstante que gente de la casa se lo leyeron cuando apareció publicado. Pero ella quiso, por propio esfuerzo, leerlo, como si aquello perdiera su sentido si sus ojos, si su pequeña sabiduría, no lo descifraran por ellos mismos…”.

Y mientras seguíamos comiendo el mole verde de hoja santa y el mezcalito tarareábamos: “Lucero de la mañana, el rey de todos los sones, canta "La Martiniana", ¡ay, mamá! que rompe los corazones…”.

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