/ viernes 27 de agosto de 2021

Hojas de papel volando | Hotel: Bienvenido - Adiós

Uno camina por sus pasillos emocionado, ilusionado, sorprendido... o quizá desganado cuando es por obligación, pero llegar a un hotel en cualquier parte del mundo nunca deja de ser una aventura y un misterio.

De hecho, todo hotel y sus corredores, pasillos, puertas interminables con un número en el copete, habitaciones sorprendentes –para bien o para mal--, escaleras de emergencia, caminos, patios, veredas, recovecos... todo ahí es un misterio, aunque a veces pase desapercibido.

A un hotel llega uno y le transfiere por unas horas, unos días, nuestra vocación de andanza en forma momentánea; es un refugio breve para la felicidad o para el agobio... y hasta un escape.

Lo que guarda un hotel es el secreto mejor guardado; es el caminito a la alegría y al solaz; es con mucha frecuencia la oficina de trabajo alterna. Es también el resguardo de tristezas y soledades.

Su ambiente en general puede ser propicio para la creación y el recurso para el llamado a las musas. Un hotel es un lugar sin límites (aunque sí con reglas). Es la vida íntima que no deja de ser íntima. Es la placidez del descanso lejos de la rutina. Es la alegría de lo novedoso. A veces es el punto final. Es el encuentro con mundos que son muchas vidas hechas de sorpresa cada día.

Uno vive y convive con otros ahí, en un solo espacio, separados por paredes que guardan el poliedro del ser humano, sus verdades y mentiras, sus sueños y realidades. Sus secretos. El hotel, todos los hoteles, son solución y son el “bienvenido” y “adiós”.

Las habitaciones, pueden ser unas cuantas o muchas, están plenas de tranquilidad cuando nos reciben. Ofrecen sus mejores galas. Pero también hay frialdad. Ellas esperan que este o este o este huésped las sorprenda, aunque tampoco muestran apego a ninguno ni se dejan engañar por nosotros, huéspedes temporales que terminaremos por abandonándolas tarde o temprano.

Somos huidizos y ellas indiferentes: están acostumbradas. Al fin y al cabo, todos-todos los hoteles del mundo son hoteles de paso y en esto radica su calidez, pero también la tristeza.

Hay hoteles de distinto calibre, gusto, calidad, esmero o abandono. Depende. Según el catálogo que mide sus calidades y cualidades los hay de 5, cuatro, 3, dos, una estrella o catalogados en nivel diamante y cuyo lustre rebasa los límites de la imaginación, pero también de la cartera.

[En mis andanzas de vida y profesión he habitado muchos hoteles de distinto calibre en distintos ambientes y lugares. Los de diamante, los de cinco estrellas refulgentes y radiantes así como hostales, cabañas y los de un pico de estrella o hasta aquellos en los que el brillo de las estrellas brilla por su ausencia. De todo ha visto el que vive.]

Es la historia interminable. Porque los hoteles han sido el refugio de tantas como ilusiones viajan en tranvía. Los hay en los que a sus pasillos interminables les recorren los recuerdos y los murmullos del huésped que deja parte de su vida ahí, porque eso es: en un hotel se queda parte de la vida de cada uno.

Los hay que son históricos y que mantienen la dignidad de origen. Muchos han sido inspiración para obras literarias, obras de teatro, obras musicales, para la plástica ¿y qué tal en el cine? Como también son lugares en los que se han diseñado estrategias de gobierno y contra gobierno.

Los hay de linaje, como aquel en el que Oscar Wilde, que después de tres años de exilio en los hoteles de Francia e Italia, murió el 30 de noviembre, a los 46 años, peleado con el feo papel pintado de su habitación de París, el Hotel d'Alsace, en el barrio latino

O Agatha Christie, que tras descubrir que su marido la engañaba con otra mujer se escondió en el Old Swan durante los 11 días en que detectives de Scotland Yard, 15 mil voluntarios, el coronel Christie, varios aviones y una médium a la que Arthur Conan Doyle –el padre de Sherlock Holmes-- entregó uno de sus guantes, todos estuvieron buscándola por todas partes.

“¿Tendrá usted una habitación? Y siempre hay un mostrador en el que está quien atenderá nuestro ingreso, o no. La misma o el mismo que una vez aprobada nuestro ingreso al paraíso o al infierno, golpea con la mano la campana estruendosa que hace aparecer a ‘Gasparín, el fantasma amistoso’ convertido en “botones” y quien nos ayudará con el equipaje, nos guiará la habitación y nosotros tendremos que darle una propina y escuchar el “Que descanse, señor”: ¡Gracias!

Hoteles han sido el refugio de muchos creadores, por ejemplo. Son escritores que, al mismo tiempo que buscan el refugio, el escape o la solución, parte de su obra fue escrita en cuartos de hotel mientras ellos pedían-imploraban-urgían la imagen, la idea, la palabra exacta a las cuatro paredes de su habitación con vistas.

Un escenario que ayudaron en sus relatos o poemas a Byron, Flaubert, Rimbaud, Joyce, Kafka, Cocteau, Hemingway, Rilke, Genet, Maiakovski, Gombrowicz, Kerouac, y tantos más dejaron el testimonio de sus estadías en hotel en su obra.

El Casino de la Selva, en Cuernavaca, indispensable para entender el ambiente y estado emocional de los personajes de “Bajo el Volcán” de Malcom Lowry y sus intensidades vinculadas al mezcal. En el hotel “Francia” de Oaxaca vivió feliz D.H. Lawrence una larga temporada y ahí revisó su “La serpiente emplumada” y escribió “Mañanas en México”.

Eventos trágicos también han ocurrido ahí. ¿Cuántas historias podrán contar los hoteles del mundo, y las habitaciones de hotel en ese mismo mundo?

En el ‘Hotel de Nice, en el corazón de Montmartre, el portugués Mario de Sa Carneiro, el mejor amigo de Fernando Pessoa y posible inspirador de los heterónimos, decidió poner fin a su vida. O el Hotel de Courtrai, de Bruselas, donde el 10 de julio de 1873 Paul Verlaine descargó balas sobre Arthur Rimbaud por lo que lo condenarían a dos años de prisión...’

“En un cuarto de hotel todo es posible –relata Christian Kupchik--, sea donde sea: el Raffles de Singapur, el Danieli de Venecia o el Ambos Mundos de La Habana donde Hemingway pasará largas temporadas”.

Jorge Luis Borges habría de recordar sus vacaciones infantiles en el hotel Las Delicias, de Adrogué cuando en compañía de sus padres recuperaba la vitalidad del suburbio “entre las efusivas madreselvas y el fondo ilusorio de los espejos.”

Hoteles emblemáticos hay muchos. Algunos más que otros, pero a pesar de las vicisitudes, su carácter y espíritu siguió vigente siempre, como es el caso del Hotel Metropol, de Moscú, que pasó de ser un recinto de altísimo nivel a ser refugio de revolucionarios bolcheviques y desde donde se prepararon estrategias para la toma del poder en Rusia.

Sin dejar de ser el hotel simbólico de la capital rusa y al que llegaron George Bernard Shaw, Bertold Brecht, André Gide, Drieu La Rochelle, George Orwell, Arthur Koestler, Paul Nizan, Pablo Neruda, Jean Paul Sartre, Boris Pasternak, Louis Aragon, Ilya Ehrenburg... y más.

O el emblemático hotel Chelsea, en Nueva York, construido en 1884 y cuyo primer huésped ilustre fue Mark Twain; luego William Sidney Porter, cuyo seudónimo de O’Henry, estuvo ahí en varias oportunidades y al que buscaba como refugio para escribir; o Thomas Wolfe quien ‘sólo podía escribir encerrado en el hotel’

O desde el cuarto 206 de este Chelsea Dylan Thomas pasó sus últimos días enfermo de neumonía y luego de su decimoctavo whisky puso fin a su poema “Elegía”, en el que dibuja de la muerte de ‘alguien’. Ahí mismo estuvo Arthur Miller mientras esperaba a Marilyn Monroe.

Y sí, hoteles y hoteles hay para todos los gustos y bolsillos, pero nunca ninguno podrá decir que un hotel –cualquiera que sea- deja de ser un lapso feliz, un misterio y un refugio, una salida, una forma de escape a la realidad cotidiana para ser otro con otros en otro momento.

Para al final empacar las cosas, revisar si no se deja nada –aunque lo esencial ya se ha quedado ahí-, agolpar los ‘shampucitos y los jaboncitos’ que serán el recuerdo de lo que fue nuestra vida por unas horas, por unos días a cambio de una eternidad que se queda ahí cuando salimos y de cuyos hechos platicarán las habitaciones, de habitación a habitación... Y reirán. O se sonrojarán.

Uno camina por sus pasillos emocionado, ilusionado, sorprendido... o quizá desganado cuando es por obligación, pero llegar a un hotel en cualquier parte del mundo nunca deja de ser una aventura y un misterio.

De hecho, todo hotel y sus corredores, pasillos, puertas interminables con un número en el copete, habitaciones sorprendentes –para bien o para mal--, escaleras de emergencia, caminos, patios, veredas, recovecos... todo ahí es un misterio, aunque a veces pase desapercibido.

A un hotel llega uno y le transfiere por unas horas, unos días, nuestra vocación de andanza en forma momentánea; es un refugio breve para la felicidad o para el agobio... y hasta un escape.

Lo que guarda un hotel es el secreto mejor guardado; es el caminito a la alegría y al solaz; es con mucha frecuencia la oficina de trabajo alterna. Es también el resguardo de tristezas y soledades.

Su ambiente en general puede ser propicio para la creación y el recurso para el llamado a las musas. Un hotel es un lugar sin límites (aunque sí con reglas). Es la vida íntima que no deja de ser íntima. Es la placidez del descanso lejos de la rutina. Es la alegría de lo novedoso. A veces es el punto final. Es el encuentro con mundos que son muchas vidas hechas de sorpresa cada día.

Uno vive y convive con otros ahí, en un solo espacio, separados por paredes que guardan el poliedro del ser humano, sus verdades y mentiras, sus sueños y realidades. Sus secretos. El hotel, todos los hoteles, son solución y son el “bienvenido” y “adiós”.

Las habitaciones, pueden ser unas cuantas o muchas, están plenas de tranquilidad cuando nos reciben. Ofrecen sus mejores galas. Pero también hay frialdad. Ellas esperan que este o este o este huésped las sorprenda, aunque tampoco muestran apego a ninguno ni se dejan engañar por nosotros, huéspedes temporales que terminaremos por abandonándolas tarde o temprano.

Somos huidizos y ellas indiferentes: están acostumbradas. Al fin y al cabo, todos-todos los hoteles del mundo son hoteles de paso y en esto radica su calidez, pero también la tristeza.

Hay hoteles de distinto calibre, gusto, calidad, esmero o abandono. Depende. Según el catálogo que mide sus calidades y cualidades los hay de 5, cuatro, 3, dos, una estrella o catalogados en nivel diamante y cuyo lustre rebasa los límites de la imaginación, pero también de la cartera.

[En mis andanzas de vida y profesión he habitado muchos hoteles de distinto calibre en distintos ambientes y lugares. Los de diamante, los de cinco estrellas refulgentes y radiantes así como hostales, cabañas y los de un pico de estrella o hasta aquellos en los que el brillo de las estrellas brilla por su ausencia. De todo ha visto el que vive.]

Es la historia interminable. Porque los hoteles han sido el refugio de tantas como ilusiones viajan en tranvía. Los hay en los que a sus pasillos interminables les recorren los recuerdos y los murmullos del huésped que deja parte de su vida ahí, porque eso es: en un hotel se queda parte de la vida de cada uno.

Los hay que son históricos y que mantienen la dignidad de origen. Muchos han sido inspiración para obras literarias, obras de teatro, obras musicales, para la plástica ¿y qué tal en el cine? Como también son lugares en los que se han diseñado estrategias de gobierno y contra gobierno.

Los hay de linaje, como aquel en el que Oscar Wilde, que después de tres años de exilio en los hoteles de Francia e Italia, murió el 30 de noviembre, a los 46 años, peleado con el feo papel pintado de su habitación de París, el Hotel d'Alsace, en el barrio latino

O Agatha Christie, que tras descubrir que su marido la engañaba con otra mujer se escondió en el Old Swan durante los 11 días en que detectives de Scotland Yard, 15 mil voluntarios, el coronel Christie, varios aviones y una médium a la que Arthur Conan Doyle –el padre de Sherlock Holmes-- entregó uno de sus guantes, todos estuvieron buscándola por todas partes.

“¿Tendrá usted una habitación? Y siempre hay un mostrador en el que está quien atenderá nuestro ingreso, o no. La misma o el mismo que una vez aprobada nuestro ingreso al paraíso o al infierno, golpea con la mano la campana estruendosa que hace aparecer a ‘Gasparín, el fantasma amistoso’ convertido en “botones” y quien nos ayudará con el equipaje, nos guiará la habitación y nosotros tendremos que darle una propina y escuchar el “Que descanse, señor”: ¡Gracias!

Hoteles han sido el refugio de muchos creadores, por ejemplo. Son escritores que, al mismo tiempo que buscan el refugio, el escape o la solución, parte de su obra fue escrita en cuartos de hotel mientras ellos pedían-imploraban-urgían la imagen, la idea, la palabra exacta a las cuatro paredes de su habitación con vistas.

Un escenario que ayudaron en sus relatos o poemas a Byron, Flaubert, Rimbaud, Joyce, Kafka, Cocteau, Hemingway, Rilke, Genet, Maiakovski, Gombrowicz, Kerouac, y tantos más dejaron el testimonio de sus estadías en hotel en su obra.

El Casino de la Selva, en Cuernavaca, indispensable para entender el ambiente y estado emocional de los personajes de “Bajo el Volcán” de Malcom Lowry y sus intensidades vinculadas al mezcal. En el hotel “Francia” de Oaxaca vivió feliz D.H. Lawrence una larga temporada y ahí revisó su “La serpiente emplumada” y escribió “Mañanas en México”.

Eventos trágicos también han ocurrido ahí. ¿Cuántas historias podrán contar los hoteles del mundo, y las habitaciones de hotel en ese mismo mundo?

En el ‘Hotel de Nice, en el corazón de Montmartre, el portugués Mario de Sa Carneiro, el mejor amigo de Fernando Pessoa y posible inspirador de los heterónimos, decidió poner fin a su vida. O el Hotel de Courtrai, de Bruselas, donde el 10 de julio de 1873 Paul Verlaine descargó balas sobre Arthur Rimbaud por lo que lo condenarían a dos años de prisión...’

“En un cuarto de hotel todo es posible –relata Christian Kupchik--, sea donde sea: el Raffles de Singapur, el Danieli de Venecia o el Ambos Mundos de La Habana donde Hemingway pasará largas temporadas”.

Jorge Luis Borges habría de recordar sus vacaciones infantiles en el hotel Las Delicias, de Adrogué cuando en compañía de sus padres recuperaba la vitalidad del suburbio “entre las efusivas madreselvas y el fondo ilusorio de los espejos.”

Hoteles emblemáticos hay muchos. Algunos más que otros, pero a pesar de las vicisitudes, su carácter y espíritu siguió vigente siempre, como es el caso del Hotel Metropol, de Moscú, que pasó de ser un recinto de altísimo nivel a ser refugio de revolucionarios bolcheviques y desde donde se prepararon estrategias para la toma del poder en Rusia.

Sin dejar de ser el hotel simbólico de la capital rusa y al que llegaron George Bernard Shaw, Bertold Brecht, André Gide, Drieu La Rochelle, George Orwell, Arthur Koestler, Paul Nizan, Pablo Neruda, Jean Paul Sartre, Boris Pasternak, Louis Aragon, Ilya Ehrenburg... y más.

O el emblemático hotel Chelsea, en Nueva York, construido en 1884 y cuyo primer huésped ilustre fue Mark Twain; luego William Sidney Porter, cuyo seudónimo de O’Henry, estuvo ahí en varias oportunidades y al que buscaba como refugio para escribir; o Thomas Wolfe quien ‘sólo podía escribir encerrado en el hotel’

O desde el cuarto 206 de este Chelsea Dylan Thomas pasó sus últimos días enfermo de neumonía y luego de su decimoctavo whisky puso fin a su poema “Elegía”, en el que dibuja de la muerte de ‘alguien’. Ahí mismo estuvo Arthur Miller mientras esperaba a Marilyn Monroe.

Y sí, hoteles y hoteles hay para todos los gustos y bolsillos, pero nunca ninguno podrá decir que un hotel –cualquiera que sea- deja de ser un lapso feliz, un misterio y un refugio, una salida, una forma de escape a la realidad cotidiana para ser otro con otros en otro momento.

Para al final empacar las cosas, revisar si no se deja nada –aunque lo esencial ya se ha quedado ahí-, agolpar los ‘shampucitos y los jaboncitos’ que serán el recuerdo de lo que fue nuestra vida por unas horas, por unos días a cambio de una eternidad que se queda ahí cuando salimos y de cuyos hechos platicarán las habitaciones, de habitación a habitación... Y reirán. O se sonrojarán.

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