/ viernes 6 de mayo de 2022

Hojas de papel volando | La Mamá de los pollitos

A la madre se le ama. Se le venera. Se vive agradecido por la vida que nos dio y porque durante nueve meses –mesesotes—nos llevó en su vientre, nos alimentó de su alimento, nos dio de sí y nosotros fuimos parte de “sí”. Eso es.

Luego. Cuando fue posible, nos amamantó de sus luminosos pechos; nos dio qué comer. Semanas después comenzó con las horrorosas papillas. Desde el primer momento nos arrulló en sus brazos; nos cuidó día y noche; nos cambió los pañales con “nuestras porfiadas miserias”.

Nos hacía cuchi-chuchi en el coco y al mismo tiempo cuidaba que la mollera estuviera en su lugar, porque –decían- si se cae la mollera y no se arregla va a ser un niño gangoso. Y veía cada día cómo lentamente hacíamos gestos; se ponía feliz cuando veía nuestra sonrisa y nuestros manoseos al aire… Y nos cubría de besos. De esos besos que sólo ellas saben dar a un hijo o hija. Los más dulces. Los más puros.

Pero era aún más feliz cuando un día, después de meses y como si alguien desde algún lugar recóndito del infinito sideral nos dictara la palabra sagrada-noble-dulce-amorosa, se la decimos a quien nos puso en este planeta, en esta tierra, en este lugar y en este momento, para iniciar el camino y recorrerlo. Al principio tomados de su mano y luego, más tarde...

Pero mientras son peras o son manzanas, ella estaba ahí siempre. Llueva-truene o relampaguee, junto a nosotros y por nosotros, por cada uno de sus hijos. Así que de pronto apareció la palabra que jamás habría de olvidar... tampoco nosotros. Fue cuando de pronto como balbuceo, como suspiro, como señal de vida y un milagro de la naturaleza le dijimos: Mamá.

Ese día se llenó de luz su rostro. Se coloreó su existencia y no cabía en sí por tanta felicidad. Porque ese pedacito de vida, ese “retazo con hueso” que éramos nosotros, cobraba una vida aún más viva; tomábamos la palabra... ‘Y el verbo se hizo hombre’. Y le dijimos lo que ella había esperado aun antes de conocer a nuestro padre.

¡Ah! Porque eso sí. Y no lo olvidéis nunca. Para que uno naciera se necesitan dos. Ejem. Uno y uno igual a dos, que luego hacen tres por artes de la vida y el amor. Porque el padre también tuvo que ver para que ella fuera madre. Pero nada. Es día de ella, de la madre y al punto vamos.

Claro. Es el ideal de madre e hijo al nacer. Aunque a veces no es tan así. Con alguna frecuencia, si se es madre de copete y perfume, ve al hijo de manera amorosa pero lo pone en manos de la “nana” que habrá de hacer las veces de apoyo en las atenciones. Es cosa de “cachet”, de “clase”.

O las hay que no pueden atender al niño desde el primer momento porque tienen que trabajar. Porque un día se encontraron solas con la responsabilidad o porque junto a su marido quieren llevar a casa lo indispensable. Para que a los hijos no les falte nada. Los abuelos son la solución y el apoyo.

En algunos casos también hay necesidades no satisfechas. Como nos recuerda el enorme poeta español Miguel Hernández, republicano él, que estando en la cárcel de Torrijos en 1939 supo del nacimiento de su segundo hijo, pero al que su madre no tenía para mantenerlo y ni siquiera fuerzas para amamantarlo. Ella sólo comía cebollas. Nace entonces ese monumento de dolor, de tristeza, de impotencia y de amor por la madre y por el hijo, las “Nanas de la cebolla”:

“(...) En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba. Pero tu sangre escarchaba de azúcar, cebolla y hambre. Una mujer morena, resuelta en luna, se derrama hilo a hilo sobre la cuna. Ríete, niño, que te tragas la luna cuando es preciso. (...) Vuela niño en la doble luna del pecho. Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre...”

Las hay también indiferentes. Las hay también lejanas. Las hay también sin amor. Las hay también agrias y violentas. Sí. Claro. Pero son la excepción de la regla. La gota que se salió del vaso medio lleno. O también, aparte, es el caso de las que por razones distintas decidieron por no nacer al hijo. Fue su decisión y están en su derecho. Cada una sabe sus razones.

Pero fuera de esas excepciones la madre es el eje central de la vida de un hogar y de una familia. Es la rienda en la vida de cada uno de nosotros. La que está alerta para que nada nos falte. La que nos cuida cuando nos enfermamos y nos da sus tés, sus infusiones, sus “remedios” y el atolito caliente y el pancito tostado y el refresco de manzana “para que estés bien”.

La que nos pone ungüento en el pecho, la que nos toca la frente para saber nuestros grados de temperatura... y también la que está alerta para enderezar nuestro camino. Ahí nada de complacencias musicales. Nada de “mejor luego lo hago”; nada de “al rato regreso”; nada de “se me olvido devolverte el cambio”; nada de “llegó borracho el borracho”... uhhh.

Para ella siempre seremos el niño aquel al que enderezaba a punta de chanclazos, de jalones de orejas, de “hoy no me sales ni a la esquina” y un día “esto es lo que hay para comer, y si no te gusta pues a trabajar, chiquito, que la comida no cae del cielo”. Duras ellas. Pero amorosas. La mamá de los pollitos.

Y que se sepa, ninguno de aquellos que fuimos niños “de chanclazo y coscorrón” quedamos tarados, o inservibles, o con la mirada fija y en el infinito. Ni nos volvimos maloras. No por voluntad de ellas, que al final de cuentas cada uno de nosotros agarró camino en la vida.

Aunque luego, después de todo, volvemos a casa para degustar los mejores platillos del mundo, los mejores sabores que existen en la tierra, el mejor cariño. Regresamos para apapacharla-para quererla-para que nos diga: “Cuídate mucho, hijo, que Dios te bendiga”. Eso es. Palabras que son bálsamo. Palabras que son alivio y gesto que pinta la raya del camino.

Grandes artistas, creadores, compositores, escritores, poetas, pintores, escultores, cineastas han dedicado su obra a la madre. A veces para exponer sus propias experiencias, a veces por el ideal de lo que fue o hubiera sido una madre. Pero casi siempre es en tono amoroso y cordial. Por ejemplo:

La madre” de Máximo Gorki es un ejemplo de admiración y respeto por una madre que pasa de la absoluta ignorancia y el abandono para ser una mujer de lucha, resuelta, valiente, justa y constructora de su nueva vida y nuevos caminos. La gran Pelagia del libro. Él, Pavel. Madre e hijo en una lucha por la reconstrucción de su mundo y de sus vidas.

¿Y qué tal la obra monumental de Miguel Ángel: “La Piedad”? Representa el dolor de la Virgen María, una madre que sostiene en brazos el cadáver de su hijo Jesús cuando desciende de la cruz.

La obra total forma un triángulo equilátero sobre una base elíptica. El triángulo como expresión de la Trinidad. Pero sobre todo en el rostro de aquella madre está el dolor al tener en los brazos a su hijo inerte. La obra produce dolor, pesar y piedad. Es por ello que es una obra maestra impecable.

En el mismo sentido la obra de Pergolesi “Stabat Mater” –“Estaba la madre...”—que en forma magistral expone en música el dolor de la madre María a la muerte de su hijo. Imperdible de escucharse como la misma “Stabat Mater” de Scarlatti. Un tema frecuente en la música para referir a la maternidad dolorosa y universal.

Por supuesto en el cine se han hecho obras que van del íntimo decoro materno a lo mundano. De todo hay. Impecable “Dos mujeres”, de 1960 basada en una obra de Alberto Moravia (“La campesina”) y que relata los horrores de la guerra y la defensa de una madre, Sophia Loren, por salvar a su hija de los abusos de las tropas alemanas.

En todo caso la madre, la mamá, la madrecita linda, la jefa... siempre fiel a su naturaleza: el calor humano, el amor interminable. Aquí o en China. Es ella la madre nuestra de cada día.

Es la madre que ya no está aquí, pero que sigue aquí, a pesar de todo, a pesar del tiempo ocurrido y las alegrías, felicidades y de los dolores del alma. Siempre presente. Siempre firme y amorosa. No la veo. Pero aquí está: está en mi sangre; en mi forma de vivir y de ver la vida; en mis recuerdos y en mi presente. En lo que como y en lo que sueño. Está en el pasar de los años y las canas que ya aparecieron. Y está cuando las alegrías y más alegrías se juntan...

“Cariño que Dios me ha dado para quererlo; cariño que a mí me quiere sin interés...”


A la madre se le ama. Se le venera. Se vive agradecido por la vida que nos dio y porque durante nueve meses –mesesotes—nos llevó en su vientre, nos alimentó de su alimento, nos dio de sí y nosotros fuimos parte de “sí”. Eso es.

Luego. Cuando fue posible, nos amamantó de sus luminosos pechos; nos dio qué comer. Semanas después comenzó con las horrorosas papillas. Desde el primer momento nos arrulló en sus brazos; nos cuidó día y noche; nos cambió los pañales con “nuestras porfiadas miserias”.

Nos hacía cuchi-chuchi en el coco y al mismo tiempo cuidaba que la mollera estuviera en su lugar, porque –decían- si se cae la mollera y no se arregla va a ser un niño gangoso. Y veía cada día cómo lentamente hacíamos gestos; se ponía feliz cuando veía nuestra sonrisa y nuestros manoseos al aire… Y nos cubría de besos. De esos besos que sólo ellas saben dar a un hijo o hija. Los más dulces. Los más puros.

Pero era aún más feliz cuando un día, después de meses y como si alguien desde algún lugar recóndito del infinito sideral nos dictara la palabra sagrada-noble-dulce-amorosa, se la decimos a quien nos puso en este planeta, en esta tierra, en este lugar y en este momento, para iniciar el camino y recorrerlo. Al principio tomados de su mano y luego, más tarde...

Pero mientras son peras o son manzanas, ella estaba ahí siempre. Llueva-truene o relampaguee, junto a nosotros y por nosotros, por cada uno de sus hijos. Así que de pronto apareció la palabra que jamás habría de olvidar... tampoco nosotros. Fue cuando de pronto como balbuceo, como suspiro, como señal de vida y un milagro de la naturaleza le dijimos: Mamá.

Ese día se llenó de luz su rostro. Se coloreó su existencia y no cabía en sí por tanta felicidad. Porque ese pedacito de vida, ese “retazo con hueso” que éramos nosotros, cobraba una vida aún más viva; tomábamos la palabra... ‘Y el verbo se hizo hombre’. Y le dijimos lo que ella había esperado aun antes de conocer a nuestro padre.

¡Ah! Porque eso sí. Y no lo olvidéis nunca. Para que uno naciera se necesitan dos. Ejem. Uno y uno igual a dos, que luego hacen tres por artes de la vida y el amor. Porque el padre también tuvo que ver para que ella fuera madre. Pero nada. Es día de ella, de la madre y al punto vamos.

Claro. Es el ideal de madre e hijo al nacer. Aunque a veces no es tan así. Con alguna frecuencia, si se es madre de copete y perfume, ve al hijo de manera amorosa pero lo pone en manos de la “nana” que habrá de hacer las veces de apoyo en las atenciones. Es cosa de “cachet”, de “clase”.

O las hay que no pueden atender al niño desde el primer momento porque tienen que trabajar. Porque un día se encontraron solas con la responsabilidad o porque junto a su marido quieren llevar a casa lo indispensable. Para que a los hijos no les falte nada. Los abuelos son la solución y el apoyo.

En algunos casos también hay necesidades no satisfechas. Como nos recuerda el enorme poeta español Miguel Hernández, republicano él, que estando en la cárcel de Torrijos en 1939 supo del nacimiento de su segundo hijo, pero al que su madre no tenía para mantenerlo y ni siquiera fuerzas para amamantarlo. Ella sólo comía cebollas. Nace entonces ese monumento de dolor, de tristeza, de impotencia y de amor por la madre y por el hijo, las “Nanas de la cebolla”:

“(...) En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba. Pero tu sangre escarchaba de azúcar, cebolla y hambre. Una mujer morena, resuelta en luna, se derrama hilo a hilo sobre la cuna. Ríete, niño, que te tragas la luna cuando es preciso. (...) Vuela niño en la doble luna del pecho. Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre...”

Las hay también indiferentes. Las hay también lejanas. Las hay también sin amor. Las hay también agrias y violentas. Sí. Claro. Pero son la excepción de la regla. La gota que se salió del vaso medio lleno. O también, aparte, es el caso de las que por razones distintas decidieron por no nacer al hijo. Fue su decisión y están en su derecho. Cada una sabe sus razones.

Pero fuera de esas excepciones la madre es el eje central de la vida de un hogar y de una familia. Es la rienda en la vida de cada uno de nosotros. La que está alerta para que nada nos falte. La que nos cuida cuando nos enfermamos y nos da sus tés, sus infusiones, sus “remedios” y el atolito caliente y el pancito tostado y el refresco de manzana “para que estés bien”.

La que nos pone ungüento en el pecho, la que nos toca la frente para saber nuestros grados de temperatura... y también la que está alerta para enderezar nuestro camino. Ahí nada de complacencias musicales. Nada de “mejor luego lo hago”; nada de “al rato regreso”; nada de “se me olvido devolverte el cambio”; nada de “llegó borracho el borracho”... uhhh.

Para ella siempre seremos el niño aquel al que enderezaba a punta de chanclazos, de jalones de orejas, de “hoy no me sales ni a la esquina” y un día “esto es lo que hay para comer, y si no te gusta pues a trabajar, chiquito, que la comida no cae del cielo”. Duras ellas. Pero amorosas. La mamá de los pollitos.

Y que se sepa, ninguno de aquellos que fuimos niños “de chanclazo y coscorrón” quedamos tarados, o inservibles, o con la mirada fija y en el infinito. Ni nos volvimos maloras. No por voluntad de ellas, que al final de cuentas cada uno de nosotros agarró camino en la vida.

Aunque luego, después de todo, volvemos a casa para degustar los mejores platillos del mundo, los mejores sabores que existen en la tierra, el mejor cariño. Regresamos para apapacharla-para quererla-para que nos diga: “Cuídate mucho, hijo, que Dios te bendiga”. Eso es. Palabras que son bálsamo. Palabras que son alivio y gesto que pinta la raya del camino.

Grandes artistas, creadores, compositores, escritores, poetas, pintores, escultores, cineastas han dedicado su obra a la madre. A veces para exponer sus propias experiencias, a veces por el ideal de lo que fue o hubiera sido una madre. Pero casi siempre es en tono amoroso y cordial. Por ejemplo:

La madre” de Máximo Gorki es un ejemplo de admiración y respeto por una madre que pasa de la absoluta ignorancia y el abandono para ser una mujer de lucha, resuelta, valiente, justa y constructora de su nueva vida y nuevos caminos. La gran Pelagia del libro. Él, Pavel. Madre e hijo en una lucha por la reconstrucción de su mundo y de sus vidas.

¿Y qué tal la obra monumental de Miguel Ángel: “La Piedad”? Representa el dolor de la Virgen María, una madre que sostiene en brazos el cadáver de su hijo Jesús cuando desciende de la cruz.

La obra total forma un triángulo equilátero sobre una base elíptica. El triángulo como expresión de la Trinidad. Pero sobre todo en el rostro de aquella madre está el dolor al tener en los brazos a su hijo inerte. La obra produce dolor, pesar y piedad. Es por ello que es una obra maestra impecable.

En el mismo sentido la obra de Pergolesi “Stabat Mater” –“Estaba la madre...”—que en forma magistral expone en música el dolor de la madre María a la muerte de su hijo. Imperdible de escucharse como la misma “Stabat Mater” de Scarlatti. Un tema frecuente en la música para referir a la maternidad dolorosa y universal.

Por supuesto en el cine se han hecho obras que van del íntimo decoro materno a lo mundano. De todo hay. Impecable “Dos mujeres”, de 1960 basada en una obra de Alberto Moravia (“La campesina”) y que relata los horrores de la guerra y la defensa de una madre, Sophia Loren, por salvar a su hija de los abusos de las tropas alemanas.

En todo caso la madre, la mamá, la madrecita linda, la jefa... siempre fiel a su naturaleza: el calor humano, el amor interminable. Aquí o en China. Es ella la madre nuestra de cada día.

Es la madre que ya no está aquí, pero que sigue aquí, a pesar de todo, a pesar del tiempo ocurrido y las alegrías, felicidades y de los dolores del alma. Siempre presente. Siempre firme y amorosa. No la veo. Pero aquí está: está en mi sangre; en mi forma de vivir y de ver la vida; en mis recuerdos y en mi presente. En lo que como y en lo que sueño. Está en el pasar de los años y las canas que ya aparecieron. Y está cuando las alegrías y más alegrías se juntan...

“Cariño que Dios me ha dado para quererlo; cariño que a mí me quiere sin interés...”


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