/ viernes 19 de marzo de 2021

Hojas de papel volando | Los que se van… Una mirada a lo lejos

“A los muchachos no se les puede detener. Son como el agua. Son libres y buscan su cauce. No importan los diques. No importan las represas. No importan los canales artificiales. Ellos que son agua buscan la salida y siguen la corriente... y ya no hay forma de regreso... qué le vamos a hacer”.

Estas fueron, más o menos, las palabras del abuelo cuando Memo decidió que se quería ir a trabajar a Estados Unidos; lo había pensado mucho tiempo; ya no se le veía a gusto por ahí. Se reunía con sus amigos de la esquina cada tarde, luego del trabajo en el campo, y llegaba pensativo. Algo se traía.

Al final se armó de valor y habló con el abuelo para decirle que se iba a trabajar “al otro lado”, que quería ver si podía mejorar su situación. Que le habían dicho que allá siempre hay trabajo y que era cosa de ponerse “buzo” y que nada más “es cosa de adaptarse”... y de “aguantar”.

Ella, la madre, le insistió con cariño en que lo pensara bien. Que qué iba a hacer por allá “a navegar” en quién sabe dónde y con quién. Le aseguraba que no es lo mismo que estar en casa en donde está la familia y aunque sea frijoles y tortillas, pero no faltará... Todo eso. Y nada. La respuesta era el silencio respetuoso: La decisión estaba tomada. Se iba “de mojado” a Estados Unidos.

¿Qué era irse a “otro país”? ¿Qué era arriesgarse en tierra ajena? ¿Qué era que a lo mejor ya no volvía? Yo apenas con un palmo de años no comprendía qué significaba que se fuera, si todos los días temprano y hasta muy noche se iba a trabajar. Si cada mañana salía y regresaba, aunque fuera con cara de preocupación. Era mi medio hermano, el mayor de nosotros, y yo lo iba a extrañar.

Así que un día cogió sus cosas. El abuelo quiso darle unos centavos, pero no los recibió. Dijo que con lo que llevaba le alcanzaba, pero que si necesitaba le mandaría a avisar. No llevaba mucha ropa. Le dijeron que llevara nada más lo necesario. Pero sí una chamarra gruesa porque a lo mejor les agarraba el frío en el camino.

Ese día se levantó temprano. Todos nos levantamos para despedirlo. Estuvimos en el gran patio de la casa, debajo del laurel. Hacía frío. El cielo cuajadito de estrellas. Madre lloró. Mis hermanos sollozaban y se hacían a un lado. El abuelo se aguantó las ganas de llorar y con el pretexto de la gripa se sonaba y se sonaba la nariz. Memo también estaba con ganas de irse, pero también de no irse.

Se le notaba porque alargaba la despedida. Las recomendaciones para cada uno de nosotros... Y de “cuiden esto” y “no vayan a descuidar lo otro”, “acuérdate que le debo a tal-tanto...” y así. Hasta que se fue. Con su caja de cartón atada con un mecate. Una chamarra tipo cotorina a cuadros rojos y blancos, botas de campo, sombrero y muy erguido salió con paso firme. No volteó más. Se fue...

¿Cómo hizo para cruzar? ¿Qué aventuras tuvo que vivir? ¿Qué peligros tuvo que enfrentar? Mucho tiempo después lo supe porque nos mandaba cartas de tiempo en tiempo. Estaba en California. En ellas nos relataba cómo vivía, lo que hacía, lo que comía. Y preguntaba mucho. En cada sobre mandaba un billete verde. No sé de cuánto. Abuelo lo guardaba: “para cuando regrese”. Como fue.

Y con el tiempo supe que muchos-muchos jóvenes se fueron así, como Memo. De todo el país. Dejaron sus casas. Dejan sus casas. El hogar. Se fueron porque querían vivir mejor. Querían salir de la pobreza y soñaban con una vida más plena y con el todo cumplido para la familia.

El campo estaba desahuciado. No había trabajo. No había oportunidades. El gobierno a vuelta y vuelta con los famosos apoyos que nunca llegaban y cuando llegaban era porque ya se tenía hipotecada la cosecha con ellos mismos y los créditos los daban mediante una “cuota”. Y los intermediarios voraces.

Porque la mayoría de los que se van para ir a trabajar “allá” lo hacen por necesidad –pocas veces por gusto--. Nadie deja el hogar “porque sí”. Nadie quiere ir a ver qué significa “amar a Dios en tierra ajena”.

Algunos regresan de tiempo en tiempo, como los golondrinos. Vienen el fin de año para encontrar el calor de la tierra, para ver a la familia, para estar con la mujer –cuando son casados- para dejarla embarazada y para salir de regreso apenas despunta el año nuevo.

En Michoacán hay pueblos a los que se les decía “de viudas”, porque la mayoría de los hombres en edad de trabajo se iban todo el año y en el pueblo a lo largo del ciclo sólo quedaban mujeres y ancianos: Tocumbo, Santa Inés, Tlazazalca...

Luego, ya se van también mujeres. Y cargan con los niños. Hoy, en muchos casos, la emigración es familiar. Es salir juntos para vivir juntos la aventura y la consolidación que se espera. Aunque haya riesgos. Aunque haya abusos en el camino. Aunque haya peligro con malhechores que viven de ellos para “cruzarlos” o para perderlos en el camino.

Aunque haya atropellos de la Border patrol estadounidense y de sus autoridades. Aunque los maltraten y el racismo aún persista y los afrente y los agobie,

Así ha sido desde 1964 cuando se dio por terminado el “Programa Bracero”, aquel impulsado por los estadounidenses en 1942 porque les urgía mano de obra mexicana-barata, luego de su crisis económica por la Segunda Guerra Mundial. Y les prometió el cielo y las estrellas. No era tan así, pero se supone que vivían sin el “¡Jesús, en la boca!” por la posible expulsión.

Es que vino la reacción y los líderes sindicales estadounidenses repudiaron a los trabajadores mexicanos que llegaban y los acusaron de que por su culpa los trabajadores gringos no ganaban lo suficiente y que no era necesaria la mano de obra mexicana, que ellos podían solos con el trabajo, porque era de ellos. César Chávez fue el insistente defensor del trabajador estadounidense.

De todos modos allá están. Según cifras 2020 del gobierno estadounidense, de una población de casi 57 millones de latinos en EU, más del 63% es de origen mexicano, es decir, más de 36 millones de personas nacidas en este lado. “Puro mexicano…”

Esto incluye a los inmigrantes mexicanos que residen en EU y a los estadounidenses que, en el censo, se identifican de origen mexicano. Están dispersos en todo el territorio estadounidense. Documentados o no. Trabajadores, muy trabajadores todos ellos, y contribuyen al fortalecimiento de la economía de aquel país, aunque su representación legislativa sea mínima y los apoyos sociales se les regateen y se les administren las leyes a cuenta gotas, o se les persiga y se les deporte.

Y son ellos mismos los que contribuyen día a día en el fortalecimiento de la economía mexicana. Y con esos recursos se hacen obras y se solucionan formas de vida en comunidades a las que el apoyo del gobierno sigue sin llegar y el mismo gobierno, tanto federal como estatales o municipales, se atienen a la llegada de esos recursos.

Hace unos días, el presidente López Obrador dijo eufórico que en 2020 se rompió récord de remesas enviadas “por nuestros hermanos” mexicanos en Estados Unidos. Según informe del Banco de México, las remesas recibidas entre enero y noviembre de 2020 sumaron 36 mil 945 millones de dólares, diez por ciento más que en el mismo lapso del año anterior. Y bombos y platillos.

Quizá hubiera sido mejor que se quedaran aquí; a construir su vida aquí; sin rezagos; sin olvidos; sin quebrantos cotidianos; sin necesidad de algunos convertirse a la delincuencia para ser parte de una forma de rebelión social-criminal también; ilegal-también.

¿No hubiera sido mejor que se quedaran aquí, en tierra propia con trabajo bien remunerado, con su gente, con su familia, con sus padres-esposas-esposos-hijos-hermanos-amigos-cuates?

¿No hubiera sido mejor generar empleos, trabajo, desarrollos agrícolas e industriales y de servicios con beneficio para los que están aquí y quieren estar aquí para hacer crecer al país, para fortalecerlo, para hacerlo único? ¿No sería mejor decir: “Tengo estos proyectos de desarrollo”, en lugar de pedir-implorar por un “nuevo Plan Bracero” para los mexicanos que se van?

Memo ya no regresó. De pronto dejó de mandar cartas. De pronto no se supo nada de él. De pronto se le buscó por cielo, mar y tierra. No se supo de él. Si vino a México alguna vez. Aún alcanzó a platicar con el abuelo quien le entregó lo que había juntado y que era de él. Después se perdió. Como aquella madrugada cuando se fue de Oaxaca, con su caja cargada de recuerdos… y de olvidos.

“A los muchachos no se les puede detener. Son como el agua. Son libres y buscan su cauce. No importan los diques. No importan las represas. No importan los canales artificiales. Ellos que son agua buscan la salida y siguen la corriente... y ya no hay forma de regreso... qué le vamos a hacer”.

Estas fueron, más o menos, las palabras del abuelo cuando Memo decidió que se quería ir a trabajar a Estados Unidos; lo había pensado mucho tiempo; ya no se le veía a gusto por ahí. Se reunía con sus amigos de la esquina cada tarde, luego del trabajo en el campo, y llegaba pensativo. Algo se traía.

Al final se armó de valor y habló con el abuelo para decirle que se iba a trabajar “al otro lado”, que quería ver si podía mejorar su situación. Que le habían dicho que allá siempre hay trabajo y que era cosa de ponerse “buzo” y que nada más “es cosa de adaptarse”... y de “aguantar”.

Ella, la madre, le insistió con cariño en que lo pensara bien. Que qué iba a hacer por allá “a navegar” en quién sabe dónde y con quién. Le aseguraba que no es lo mismo que estar en casa en donde está la familia y aunque sea frijoles y tortillas, pero no faltará... Todo eso. Y nada. La respuesta era el silencio respetuoso: La decisión estaba tomada. Se iba “de mojado” a Estados Unidos.

¿Qué era irse a “otro país”? ¿Qué era arriesgarse en tierra ajena? ¿Qué era que a lo mejor ya no volvía? Yo apenas con un palmo de años no comprendía qué significaba que se fuera, si todos los días temprano y hasta muy noche se iba a trabajar. Si cada mañana salía y regresaba, aunque fuera con cara de preocupación. Era mi medio hermano, el mayor de nosotros, y yo lo iba a extrañar.

Así que un día cogió sus cosas. El abuelo quiso darle unos centavos, pero no los recibió. Dijo que con lo que llevaba le alcanzaba, pero que si necesitaba le mandaría a avisar. No llevaba mucha ropa. Le dijeron que llevara nada más lo necesario. Pero sí una chamarra gruesa porque a lo mejor les agarraba el frío en el camino.

Ese día se levantó temprano. Todos nos levantamos para despedirlo. Estuvimos en el gran patio de la casa, debajo del laurel. Hacía frío. El cielo cuajadito de estrellas. Madre lloró. Mis hermanos sollozaban y se hacían a un lado. El abuelo se aguantó las ganas de llorar y con el pretexto de la gripa se sonaba y se sonaba la nariz. Memo también estaba con ganas de irse, pero también de no irse.

Se le notaba porque alargaba la despedida. Las recomendaciones para cada uno de nosotros... Y de “cuiden esto” y “no vayan a descuidar lo otro”, “acuérdate que le debo a tal-tanto...” y así. Hasta que se fue. Con su caja de cartón atada con un mecate. Una chamarra tipo cotorina a cuadros rojos y blancos, botas de campo, sombrero y muy erguido salió con paso firme. No volteó más. Se fue...

¿Cómo hizo para cruzar? ¿Qué aventuras tuvo que vivir? ¿Qué peligros tuvo que enfrentar? Mucho tiempo después lo supe porque nos mandaba cartas de tiempo en tiempo. Estaba en California. En ellas nos relataba cómo vivía, lo que hacía, lo que comía. Y preguntaba mucho. En cada sobre mandaba un billete verde. No sé de cuánto. Abuelo lo guardaba: “para cuando regrese”. Como fue.

Y con el tiempo supe que muchos-muchos jóvenes se fueron así, como Memo. De todo el país. Dejaron sus casas. Dejan sus casas. El hogar. Se fueron porque querían vivir mejor. Querían salir de la pobreza y soñaban con una vida más plena y con el todo cumplido para la familia.

El campo estaba desahuciado. No había trabajo. No había oportunidades. El gobierno a vuelta y vuelta con los famosos apoyos que nunca llegaban y cuando llegaban era porque ya se tenía hipotecada la cosecha con ellos mismos y los créditos los daban mediante una “cuota”. Y los intermediarios voraces.

Porque la mayoría de los que se van para ir a trabajar “allá” lo hacen por necesidad –pocas veces por gusto--. Nadie deja el hogar “porque sí”. Nadie quiere ir a ver qué significa “amar a Dios en tierra ajena”.

Algunos regresan de tiempo en tiempo, como los golondrinos. Vienen el fin de año para encontrar el calor de la tierra, para ver a la familia, para estar con la mujer –cuando son casados- para dejarla embarazada y para salir de regreso apenas despunta el año nuevo.

En Michoacán hay pueblos a los que se les decía “de viudas”, porque la mayoría de los hombres en edad de trabajo se iban todo el año y en el pueblo a lo largo del ciclo sólo quedaban mujeres y ancianos: Tocumbo, Santa Inés, Tlazazalca...

Luego, ya se van también mujeres. Y cargan con los niños. Hoy, en muchos casos, la emigración es familiar. Es salir juntos para vivir juntos la aventura y la consolidación que se espera. Aunque haya riesgos. Aunque haya abusos en el camino. Aunque haya peligro con malhechores que viven de ellos para “cruzarlos” o para perderlos en el camino.

Aunque haya atropellos de la Border patrol estadounidense y de sus autoridades. Aunque los maltraten y el racismo aún persista y los afrente y los agobie,

Así ha sido desde 1964 cuando se dio por terminado el “Programa Bracero”, aquel impulsado por los estadounidenses en 1942 porque les urgía mano de obra mexicana-barata, luego de su crisis económica por la Segunda Guerra Mundial. Y les prometió el cielo y las estrellas. No era tan así, pero se supone que vivían sin el “¡Jesús, en la boca!” por la posible expulsión.

Es que vino la reacción y los líderes sindicales estadounidenses repudiaron a los trabajadores mexicanos que llegaban y los acusaron de que por su culpa los trabajadores gringos no ganaban lo suficiente y que no era necesaria la mano de obra mexicana, que ellos podían solos con el trabajo, porque era de ellos. César Chávez fue el insistente defensor del trabajador estadounidense.

De todos modos allá están. Según cifras 2020 del gobierno estadounidense, de una población de casi 57 millones de latinos en EU, más del 63% es de origen mexicano, es decir, más de 36 millones de personas nacidas en este lado. “Puro mexicano…”

Esto incluye a los inmigrantes mexicanos que residen en EU y a los estadounidenses que, en el censo, se identifican de origen mexicano. Están dispersos en todo el territorio estadounidense. Documentados o no. Trabajadores, muy trabajadores todos ellos, y contribuyen al fortalecimiento de la economía de aquel país, aunque su representación legislativa sea mínima y los apoyos sociales se les regateen y se les administren las leyes a cuenta gotas, o se les persiga y se les deporte.

Y son ellos mismos los que contribuyen día a día en el fortalecimiento de la economía mexicana. Y con esos recursos se hacen obras y se solucionan formas de vida en comunidades a las que el apoyo del gobierno sigue sin llegar y el mismo gobierno, tanto federal como estatales o municipales, se atienen a la llegada de esos recursos.

Hace unos días, el presidente López Obrador dijo eufórico que en 2020 se rompió récord de remesas enviadas “por nuestros hermanos” mexicanos en Estados Unidos. Según informe del Banco de México, las remesas recibidas entre enero y noviembre de 2020 sumaron 36 mil 945 millones de dólares, diez por ciento más que en el mismo lapso del año anterior. Y bombos y platillos.

Quizá hubiera sido mejor que se quedaran aquí; a construir su vida aquí; sin rezagos; sin olvidos; sin quebrantos cotidianos; sin necesidad de algunos convertirse a la delincuencia para ser parte de una forma de rebelión social-criminal también; ilegal-también.

¿No hubiera sido mejor que se quedaran aquí, en tierra propia con trabajo bien remunerado, con su gente, con su familia, con sus padres-esposas-esposos-hijos-hermanos-amigos-cuates?

¿No hubiera sido mejor generar empleos, trabajo, desarrollos agrícolas e industriales y de servicios con beneficio para los que están aquí y quieren estar aquí para hacer crecer al país, para fortalecerlo, para hacerlo único? ¿No sería mejor decir: “Tengo estos proyectos de desarrollo”, en lugar de pedir-implorar por un “nuevo Plan Bracero” para los mexicanos que se van?

Memo ya no regresó. De pronto dejó de mandar cartas. De pronto no se supo nada de él. De pronto se le buscó por cielo, mar y tierra. No se supo de él. Si vino a México alguna vez. Aún alcanzó a platicar con el abuelo quien le entregó lo que había juntado y que era de él. Después se perdió. Como aquella madrugada cuando se fue de Oaxaca, con su caja cargada de recuerdos… y de olvidos.

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