/ viernes 17 de diciembre de 2021

Hojas de papel volando | Navidad y el olor de las mandarinas

Ya están aquí los días esperados luego de un año de duras y maduras; luego de un año de más incertidumbres que certidumbres; luego de un lapso en el que nos miramos con azoro y con la esperanza de que los rigores sociales y colectivos pasen ya y en los que de una u otra manera nos tomamos de la mano para no dejar caer al otro y que el otro nos detenga cuando estamos a punto.

Son los días de posadas en los que ‘eeeeen el nombre del cieeeelo, se pide posada’. Son días buenos. Brillantes. Luminosos. De mil colores. Digamos que de alegría y regocijo... o de nostalgias. De encuentro y de abrazos y besos y apapachos y jalones de copete y de Nacimientos con figuras de barro o yeso en los que se representa el día del nacimiento de Jesús.

Y las luces de bengala -¿cómo hacen que de esta varita mágica surjan estrellas luminosas?-- y las velitas de colores encendidas para alumbrar a los peregrinos y el librito de papel revolución en el que está lo que habremos de decir, preguntar y contestar a coro.

Un coro que se repite cada año y luego, en silencio, una y mil veces por lo que significa de alegría y de nostalgia y porque uno está ahí, en la fila, con el gorrito de pico, de cartón y aluminio y papel crepé de colores, y con la familia, con los amigos, con los cuates, con los vecinos, con los paisanos, con los que se unen a la gran fiesta en la que todos juntos comeremos chicharrón.

De pronto se abre la puerta y se da acceso a los peregrinos dolientes. Se les deja entrar con fondo de “Entren santos peeeeeregrinos, peeeeeregrinos... reciban este rincón...”; y lo recibimos con gusto porque además comienza la fiesta, el estruendo y la convivencia bulliciosa. Y el vasito de ponche con tejocotes, caña, canela azúcar y un poco de gracia.

Luego las piñatas –porque son una o más--. Las más tradicionales, las de origen, las que nacieron en México en el siglo XVI, en Acolman, Estado de México, cuando los frailes comenzaron a celebrar las “Misas de aguinaldo” o “Posadas” durante los días previos a la Navidad.

La piñata se usaba como alegoría para evangelizar a los pobladores de la región. Era una olla de barro cubierta de papel colorido y con forma de estrella. Los 7 picos simbolizan los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza), por lo que, al romperla, se acabarían estos males en cada uno.

Una vez rota la piñata caen de ella las colaciones y la fruta, que representaban las bendiciones que la humanidad recibe por sus buenas acciones. Y todos contentos.

Pero no termina la fiesta ahí. Hay una fiesta que se queda grabada en nuestros recuerdos. En nuestras memorias y melancolía. Es el aroma de la Navidad. Porque la Navidad tiene su aroma propio. Es particular. Es único. Y cada uno de nosotros –-no os hagáis rosquillas, que seguro que cada uno de nosotros tiene recuerdos aromáticos de aquellos días-de aquel día-- a lo mejor en tono de alegría, o acaso de tristeza o añoranza.

Hay un aroma que para muchos es el emblema de nuestras Navidades perdidas. Es el aroma de las mandarinas. Las que están en la mesa cuando llegamos. Las que están en la piñata y que caen a modo de lluvia anaranjada.

Las que recogemos con cuidado y luego, como si nada, le quitamos la cáscara que es cuando se desprende uno de los mejores aromas del mundo, uno de los aromas que se le impregnan a nuestra vida y hacen que el recuerdo y el presente se junten porque ellas siempre están ahí, las mandarinas nuestras de cada diciembre. La Navidad mexicana huele a mandarinas... y a colación.

Por supuesto hay uno y mil aromas más. Dulces o intensos. Calurosos o fríos. Personales e impersonales. De todo que se resume en nuestros días de Navidad. Pero ese aroma dulce de las mandarinas es el que nos conduce a recuperar cada una de nuestras fiestas navideñas y a recordar quiénes estuvimos entonces, quiénes estamos y quiénes nos hacen falta.

Por supuesto no todos en México celebran de este modo las fiestas navideñas. Algunos lo hacen de maneras más refinadas... ‘con tranvía y vino tinto...’; otros –miles- lo hacen de una manera más sencilla e íntima, pero gustosa. Muchos no las celebran simple y sencillamente porque ni hay con qué ni hay el ánimo para celebraciones, aunque sí para una introspección esencial.

En todo caso, no sólo se trata de vivir la Navidad o recordarla, sino también de entenderla y hasta explicarla. Al modo de cada quien. Muchos en el mundo lo han hecho de forma excepcional. Obras dedicadas al momento sublime de la humanidad occidental en la que la fraternidad, el amor, la amistad y el calor humano iluminan diciembre y sus posadas.

Por ejemplo, y para no ir más lejos –que se dice-, está el clásico de clásicos: el libro de Charles Dickens, el inglés victoriano que nos heredó el “Cuento de Navidad”.

En él relata la increíble y triste historia de Ebenezer Scrooge, un viejo rico y solitario al que sólo interesa el dinero, pero al que se le pone a la vista la tragedia humana, lo que hace que su perspectiva de la existencia cambie por completo y tenga un nuevo aprecio por la vida y la fraternidad. Por supuesto es el espíritu de la Navidad.

Es un libro que no carece de una notable crítica social en donde la opulencia de unos contrasta con la pobreza de muchos. Un libro al mismo tiempo doloroso pero cargado de gran ternura. “Dickens vuelca su dura y pobre infancia para criticar sin piedad la crueldad y la codicia”.

O qué tal “El Cascanueces y el Rey de los ratones” de Hoffmann. Es el relato de María, una niña que descubre un cascanueces oculto en su árbol de Navidad. Por la noche, mientras todos duermen el Cascanueces cobra vida y tendrá que enfrentar a la legión de ratones malvados. Ella será testigo de la lucha y el triunfo de la bondad y la razón. Es una historia que hace lucir al espíritu cargado de valor, humildad y la capacidad de soñar.

Durante años, J.R.R. Tolkien –el de “El Señor de los Anillos”, “El hobbit”-- escribió cartas a sus hijos para la noche de Navidad. Eran cartas en las que él era “Santa Claus” y les relataba las peripecias del Señor Rojo y sus proezas y dificultades para repartir los miles de regalos a todos los niños del mundo. A su muerte, una de sus nueras reunió las cartas que fueron publicadas como “Cartas de Papá Noel”.

Vanka” de Antón Chéjov en el que trata el tema de la infancia maltratada. Es un precioso y tierno cuento de Navidad, en el que un pequeño huérfano de nueve años, aprendiz de zapatero en Moscú, pobre y que lleva una vida mísera, se dirige a su abuelo para que ya venga a por él. Aquí la sencillez y la brevedad están a disposición de una historia escrita desde el corazón.

Muchos más han escrito sobre la Navidad y casi siempre en tono de nostalgia y de contraste entre el bien y el mal, la bondad y el predominio de los buenos sentimientos: los hermanos Grimm, Han Cristian Andersen, Oscar Wilde, Gustavo Adolfo Bécquer, Benito Pérez Galdós, Truman Capote, Ágatha Cristhie, César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz (“Romance a San José”); “Las misas de Navidad” de Manuel Gutiérrez Nájera... y muchísimos más.

Y eso es: en México cantamos bien las rancheras navideñas. Digamos que la obra más emblemática es el libro de Ignacio Manuel Altamirano, “Navidad en las montañas” (1871).

Narra la historia de un capitán al término de las guerras de Reforma que, luego de perderse en las montañas, siente nostalgia por su infancia en la provincia. Conoce a un cura que le da hospedaje y éste le lleva a conocer el pueblo perdido entre las montañas y en el que habrán de suceder historias de valentía, de honor, de amor y de solidaridad humana. Esta fue la Navidad más feliz para el Capitán.

Muchos otros autores mexicanos han escrito o han hecho alusión a la Navidad y su significado esencial según sus distintas perspectivas: José Joaquín Fernández de Lizardi; José T. Cuéllar; Manuel López Velarde; Carlos Monsiváis; Beatriz Espejo... tantos más...

Los días de Navidad otorgan. Regalan. Dan. Ofrecen la esencia humana en momentos de agobio. Un descanso. Un solaz y un momento de reconciliación humana. Un olor a mandarinas que se extienda por todo el mundo y que está cada una de las piedras del camino y en cada abrazo y en cada sonrisa y en cada beso con sabor a mandarina y en cada “te quiero mucho” que nos diremos estos días.

Y... nos vemos en enero, a ver cómo nos fue con los Reyes Magos.


Ya están aquí los días esperados luego de un año de duras y maduras; luego de un año de más incertidumbres que certidumbres; luego de un lapso en el que nos miramos con azoro y con la esperanza de que los rigores sociales y colectivos pasen ya y en los que de una u otra manera nos tomamos de la mano para no dejar caer al otro y que el otro nos detenga cuando estamos a punto.

Son los días de posadas en los que ‘eeeeen el nombre del cieeeelo, se pide posada’. Son días buenos. Brillantes. Luminosos. De mil colores. Digamos que de alegría y regocijo... o de nostalgias. De encuentro y de abrazos y besos y apapachos y jalones de copete y de Nacimientos con figuras de barro o yeso en los que se representa el día del nacimiento de Jesús.

Y las luces de bengala -¿cómo hacen que de esta varita mágica surjan estrellas luminosas?-- y las velitas de colores encendidas para alumbrar a los peregrinos y el librito de papel revolución en el que está lo que habremos de decir, preguntar y contestar a coro.

Un coro que se repite cada año y luego, en silencio, una y mil veces por lo que significa de alegría y de nostalgia y porque uno está ahí, en la fila, con el gorrito de pico, de cartón y aluminio y papel crepé de colores, y con la familia, con los amigos, con los cuates, con los vecinos, con los paisanos, con los que se unen a la gran fiesta en la que todos juntos comeremos chicharrón.

De pronto se abre la puerta y se da acceso a los peregrinos dolientes. Se les deja entrar con fondo de “Entren santos peeeeeregrinos, peeeeeregrinos... reciban este rincón...”; y lo recibimos con gusto porque además comienza la fiesta, el estruendo y la convivencia bulliciosa. Y el vasito de ponche con tejocotes, caña, canela azúcar y un poco de gracia.

Luego las piñatas –porque son una o más--. Las más tradicionales, las de origen, las que nacieron en México en el siglo XVI, en Acolman, Estado de México, cuando los frailes comenzaron a celebrar las “Misas de aguinaldo” o “Posadas” durante los días previos a la Navidad.

La piñata se usaba como alegoría para evangelizar a los pobladores de la región. Era una olla de barro cubierta de papel colorido y con forma de estrella. Los 7 picos simbolizan los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza), por lo que, al romperla, se acabarían estos males en cada uno.

Una vez rota la piñata caen de ella las colaciones y la fruta, que representaban las bendiciones que la humanidad recibe por sus buenas acciones. Y todos contentos.

Pero no termina la fiesta ahí. Hay una fiesta que se queda grabada en nuestros recuerdos. En nuestras memorias y melancolía. Es el aroma de la Navidad. Porque la Navidad tiene su aroma propio. Es particular. Es único. Y cada uno de nosotros –-no os hagáis rosquillas, que seguro que cada uno de nosotros tiene recuerdos aromáticos de aquellos días-de aquel día-- a lo mejor en tono de alegría, o acaso de tristeza o añoranza.

Hay un aroma que para muchos es el emblema de nuestras Navidades perdidas. Es el aroma de las mandarinas. Las que están en la mesa cuando llegamos. Las que están en la piñata y que caen a modo de lluvia anaranjada.

Las que recogemos con cuidado y luego, como si nada, le quitamos la cáscara que es cuando se desprende uno de los mejores aromas del mundo, uno de los aromas que se le impregnan a nuestra vida y hacen que el recuerdo y el presente se junten porque ellas siempre están ahí, las mandarinas nuestras de cada diciembre. La Navidad mexicana huele a mandarinas... y a colación.

Por supuesto hay uno y mil aromas más. Dulces o intensos. Calurosos o fríos. Personales e impersonales. De todo que se resume en nuestros días de Navidad. Pero ese aroma dulce de las mandarinas es el que nos conduce a recuperar cada una de nuestras fiestas navideñas y a recordar quiénes estuvimos entonces, quiénes estamos y quiénes nos hacen falta.

Por supuesto no todos en México celebran de este modo las fiestas navideñas. Algunos lo hacen de maneras más refinadas... ‘con tranvía y vino tinto...’; otros –miles- lo hacen de una manera más sencilla e íntima, pero gustosa. Muchos no las celebran simple y sencillamente porque ni hay con qué ni hay el ánimo para celebraciones, aunque sí para una introspección esencial.

En todo caso, no sólo se trata de vivir la Navidad o recordarla, sino también de entenderla y hasta explicarla. Al modo de cada quien. Muchos en el mundo lo han hecho de forma excepcional. Obras dedicadas al momento sublime de la humanidad occidental en la que la fraternidad, el amor, la amistad y el calor humano iluminan diciembre y sus posadas.

Por ejemplo, y para no ir más lejos –que se dice-, está el clásico de clásicos: el libro de Charles Dickens, el inglés victoriano que nos heredó el “Cuento de Navidad”.

En él relata la increíble y triste historia de Ebenezer Scrooge, un viejo rico y solitario al que sólo interesa el dinero, pero al que se le pone a la vista la tragedia humana, lo que hace que su perspectiva de la existencia cambie por completo y tenga un nuevo aprecio por la vida y la fraternidad. Por supuesto es el espíritu de la Navidad.

Es un libro que no carece de una notable crítica social en donde la opulencia de unos contrasta con la pobreza de muchos. Un libro al mismo tiempo doloroso pero cargado de gran ternura. “Dickens vuelca su dura y pobre infancia para criticar sin piedad la crueldad y la codicia”.

O qué tal “El Cascanueces y el Rey de los ratones” de Hoffmann. Es el relato de María, una niña que descubre un cascanueces oculto en su árbol de Navidad. Por la noche, mientras todos duermen el Cascanueces cobra vida y tendrá que enfrentar a la legión de ratones malvados. Ella será testigo de la lucha y el triunfo de la bondad y la razón. Es una historia que hace lucir al espíritu cargado de valor, humildad y la capacidad de soñar.

Durante años, J.R.R. Tolkien –el de “El Señor de los Anillos”, “El hobbit”-- escribió cartas a sus hijos para la noche de Navidad. Eran cartas en las que él era “Santa Claus” y les relataba las peripecias del Señor Rojo y sus proezas y dificultades para repartir los miles de regalos a todos los niños del mundo. A su muerte, una de sus nueras reunió las cartas que fueron publicadas como “Cartas de Papá Noel”.

Vanka” de Antón Chéjov en el que trata el tema de la infancia maltratada. Es un precioso y tierno cuento de Navidad, en el que un pequeño huérfano de nueve años, aprendiz de zapatero en Moscú, pobre y que lleva una vida mísera, se dirige a su abuelo para que ya venga a por él. Aquí la sencillez y la brevedad están a disposición de una historia escrita desde el corazón.

Muchos más han escrito sobre la Navidad y casi siempre en tono de nostalgia y de contraste entre el bien y el mal, la bondad y el predominio de los buenos sentimientos: los hermanos Grimm, Han Cristian Andersen, Oscar Wilde, Gustavo Adolfo Bécquer, Benito Pérez Galdós, Truman Capote, Ágatha Cristhie, César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz (“Romance a San José”); “Las misas de Navidad” de Manuel Gutiérrez Nájera... y muchísimos más.

Y eso es: en México cantamos bien las rancheras navideñas. Digamos que la obra más emblemática es el libro de Ignacio Manuel Altamirano, “Navidad en las montañas” (1871).

Narra la historia de un capitán al término de las guerras de Reforma que, luego de perderse en las montañas, siente nostalgia por su infancia en la provincia. Conoce a un cura que le da hospedaje y éste le lleva a conocer el pueblo perdido entre las montañas y en el que habrán de suceder historias de valentía, de honor, de amor y de solidaridad humana. Esta fue la Navidad más feliz para el Capitán.

Muchos otros autores mexicanos han escrito o han hecho alusión a la Navidad y su significado esencial según sus distintas perspectivas: José Joaquín Fernández de Lizardi; José T. Cuéllar; Manuel López Velarde; Carlos Monsiváis; Beatriz Espejo... tantos más...

Los días de Navidad otorgan. Regalan. Dan. Ofrecen la esencia humana en momentos de agobio. Un descanso. Un solaz y un momento de reconciliación humana. Un olor a mandarinas que se extienda por todo el mundo y que está cada una de las piedras del camino y en cada abrazo y en cada sonrisa y en cada beso con sabor a mandarina y en cada “te quiero mucho” que nos diremos estos días.

Y... nos vemos en enero, a ver cómo nos fue con los Reyes Magos.


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