/ viernes 23 de abril de 2021

Hojas de papel volando | "Para abril o para mayo"

Así como quien no quiere la cosa, la primavera está en su punto, como aquel rompope de nuestra infancia oaxaqueña:

“Hermana Engracia, hermana Engracia, que se le sube la leche. Perdone reverenda madre, estaba seleccionando las almendras, la canela y la vainilla, pesando el azúcar y contando los huevos...”

Los colores estallan a diestra y siniestra. Y los aromas y los sabores frutales. Y las jacarandas de la Ciudad de México le han puesto la piel violeta y comenzará pronto la lluvia de flores. ¿Alguien en el mundo puede disfrutar de este privilegio y en esa magnitud?

Unos piden que llueva dinero, otros que llueva café, algunos que el maná sea pródigo... Nosotros, en México tenemos lluvia de flores en toda la república, y es como el presagio de que las cosas van a estar bien, que van a mejorar y que, según el proverbio: no hay mal que dure cien años...

La naturaleza sigue su curso. Sigue su propia vida. Es pródiga. A pesar de las ruindades que le asestamos al planeta tierra en donde nacemos y en el que habremos de permanecer calladitos por siglos y, parafraseando a Francisco de Quevedo, ‘Seremos polvo, pero polvo mexicano’.

Por siglos esta tierra nos ha tolerado y ha permitido que los humanos metamos mano en donde no debemos y que transformáramos su ciclo vital. Aun así, es generosa y nos regala luz, oxigeno, agua, alimento, ríos, mares, bosques, selvas, planicies, desiertos, sabanas, trópico, hielo perenne... y un pequeño espacio para asentar la casa de uno y guardar en ella nuestras vidas, nuestras alegrías y dolores, nuestros más recónditos misterios, nuestros amores y pesares: nuestra felicidad.

Cuando era niño, hace unos cuantos meses, no percibía esto de la naturaleza y sus prodigios. Sí, la disfrutábamos, la vivíamos, jugábamos con ella y ella nos sonreía. Era parte de nuestro entorno y de nuestra vida. De esa naturaleza –eso sí lo sabíamos- provenía la mayor parte de los alimentos que consumimos en el día a día y el regalo del agua fresca y el aire invisible y refrescante.

Y los amaneceres cargados de luz y los atardeceres amorosos. Y todo estaba ahí y nosotros también. La naturaleza adquiere todas las formas de vida y está en nosotros: Semper fidelis.

En México –o por lo menos en el altiplano y sobre todo en el sur del país- el cambio entre estaciones como que no se perciben a simple vista. Es que se da el caso de que la mayor parte de los días del año hay sol y por lo mismo es parte de la vida y sólo se le extraña cuando está ausente, que es cuando extrañamos el terruño, nuestros modos de origen y nuestro alimento inigualable.

A veces el sol es tenue y suave. A veces intenso. A veces acaricia. Otras veces el mismo sol abraza y nos hace sudar la gota gorda. Pero uno se acostumbra.

Porque también tenemos nuestro sistema término decimal, que nos gradúa la tolerancia o la búsqueda de soluciones: el agua es una de ellas; el viento fresco que corre debajo de los grandes laureles o sabinos de mi tierra oaxaqueña, o los macuilíes o flamboyanes del paraíso tabasqueño, o los almendros de más al sur...

Ahí en el entorno está este mundo maravilloso que tenemos y que hemos descuidado y que, de una u otra manera, y de tiempo en tiempo nos pasa la factura por los daños cometidos.

Y está la gente que vive, ama, sueña, trabaja, se esmera, se preserva y da. Es la gente buena que hay en todo espacio vital, condición humana, circunstancia. Hay de los otros, los maloras y terribles: esos no son humanos, son entes. Pero bueno.

Y todo esto viene al caso porque por estos días como que el estado de ánimo se anima. Porque a diferencia de lo que ocurría hace ya un año cuando por estos meses de primavera todo parecía peligroso y siniestro; el pesimismo estaba en el ánimo de todos y se temía por la vida propia y la de los seres queridos, amigos, colegas.

El anuncio de un virus mortal ya había sido declarado por la Organización Mundial de la Salud como una pandemia. Y lo era. Lo es aún. Pero a lo largo de los meses los mexicanos sufríamos por la amenaza en salud, pero también por la falta de solidaridad oficial. Era la falta de comprensión por la dimensión del peligro, aun cuando todos los indicios marcaban que en el mundo la tragedia se cebaba en millones de seres humanos.

Todavía en enero de 2020 no imaginábamos lo fatal del bicho que ya había aparecido en China. Pero de forma vertiginosa veíamos cómo cada día más gente se contagiaba, enfermaba grave... Muchos perdimos a gente amada, amigos entrañables-inolvidables, de pronto las redes sociales estaban convertidas en obituarios dolorosos. Hoy, tal; hoy, tal; hoy, tal... Y a cada nombre seguía nuestro lamento, el dolor de la pérdida, pero también la impotencia y el temor.

Apenas a mediados de abril de este año en el mundo las muertes superaron ya la barrera de los 3 millones de seres humanos y los contagios totales superan los 140 millones. Los recuperados de la enfermedad están cerca de llegar a los 80 millones.

A la misma fecha, en México han muerto 212 mil 339 personas y según también cifras oficiales, se estima que hay 2 millones 495 mil 387 casos de coronavirus.

Más de doscientos mil seres humanos en nuestro país –cifras oficiales- han partido; se han ido. Han dejado en sus seres queridos pesares, dolor, abandono. Y duelen. Y se extrañan y, aunque no se les hubiera conocido, fueron contemporáneos de cada una de nuestras alegrías o tristezas colectivas; fueron gente de trabajo, de esfuerzo, de lucha, de sueños y logros o fracasos; amaron... abrazaron... besaron con amor a sus amores; construían su propia vida y la de sus seres queridos.

Ya no están. Ya no ocupan su lugar en la mesa. Ya no cantan comen sus platillos preferidos. Ya no repelan por esto o lo otro. Ya no organizan el paseo dominical o para vacaciones. Ya no ríen a carcajadas como entonces. Ya no bailan y cantan y disfrutan la colectividad, como tampoco ya no guardan silencio cuando están tristes o ya no compartirán sus logros y alegrías. El dolor de su muerte no está sólo en la partida: Está, sobre todo, en la ausencia.

Ha sido el año, y meses, fatal. El año de tinieblas. El año de la resta. El año que caminamos a tientas en el laberinto obscuro que parecía interminable. El año y más que nos permite saber que entre las palabras y los hechos hay una dimensión casi ahora conocida: La de la tragedia.

El recuento de los daños habrá de llegar, como el recuento de responsabilidades históricas. Ya se sabe que Clío no es la musa de la historia que todo lo ve y todo lo perdona. Siempre termina por decir lo que fue, lo que pasó y quiénes tuvieron responsabilidades, cumplidas... o no.

Cada silencio contrito. Cada lágrima. Cada dolor en el corazón. Cada grito o susurro estarán ahí, como carga perenne para quienes mintieron, engañaron, omitieron y propiciaron tantas muertes y pesares que pudieron evitarse...

A los médicos, a las doctoras y doctores, al personal de asistencia sanitaria, a los que de verdad lo son, los honorables, los humanos, los cariñosos, los solidarios, los abocados y capaces, para ellos será siempre el honor de haber salvado vidas, de haber mitigado sufrimientos, de aumentar tiempo a quien quería más tiempo de vida, aunque muchas de sus propias vidas se perdieron en el vértigo lamentable. Honor eterno para ellos.

Pero ya está mucho más cerca la luz del túnel. Ya está ahí la vacuna milagrosa. Una y más. Todas ellas resultado del esfuerzo y el conocimiento de científicos-médicos que consiguieron el antídoto. La solución previsora. Unos hombres indujeron el mal. Otros hombres propiciaron el bien. Es así.

Y uno acude a inyectarse con el ¡Jesús! en la boca. Porque estos días nos han hecho más desconfiados aún; más pesimistas; más dados a dudar que a creer; pero también sabemos que es la única solución hoy; que es la manera como podremos recuperar el tiempo perdido y salir airosos de la batalla. Es la famosa luz, al final del túnel.

Aun así el camino sigue. Y los cuidados habrán de ser meticulosos. Por el bien de uno. Por el bien de todos. Todavía está el riesgo. Pero también ese inicio de solución. Esa luz del túnel. Aunque aún no salimos del túnel.

Y eso: ya está en punto la primavera que estalló como castillo de colores. Todavía hay tiempo para verla. Para sentirla. Para saber que “the sun also rises”. Y que mañana será otro día... y otro... y otro... porque todavía hay tiempo de vida y porque todavía tenemos mucho por hacer. Juntos. Todos... “Mmmmm... pruebe usted, que el rompope ya está en su punto”.

Así como quien no quiere la cosa, la primavera está en su punto, como aquel rompope de nuestra infancia oaxaqueña:

“Hermana Engracia, hermana Engracia, que se le sube la leche. Perdone reverenda madre, estaba seleccionando las almendras, la canela y la vainilla, pesando el azúcar y contando los huevos...”

Los colores estallan a diestra y siniestra. Y los aromas y los sabores frutales. Y las jacarandas de la Ciudad de México le han puesto la piel violeta y comenzará pronto la lluvia de flores. ¿Alguien en el mundo puede disfrutar de este privilegio y en esa magnitud?

Unos piden que llueva dinero, otros que llueva café, algunos que el maná sea pródigo... Nosotros, en México tenemos lluvia de flores en toda la república, y es como el presagio de que las cosas van a estar bien, que van a mejorar y que, según el proverbio: no hay mal que dure cien años...

La naturaleza sigue su curso. Sigue su propia vida. Es pródiga. A pesar de las ruindades que le asestamos al planeta tierra en donde nacemos y en el que habremos de permanecer calladitos por siglos y, parafraseando a Francisco de Quevedo, ‘Seremos polvo, pero polvo mexicano’.

Por siglos esta tierra nos ha tolerado y ha permitido que los humanos metamos mano en donde no debemos y que transformáramos su ciclo vital. Aun así, es generosa y nos regala luz, oxigeno, agua, alimento, ríos, mares, bosques, selvas, planicies, desiertos, sabanas, trópico, hielo perenne... y un pequeño espacio para asentar la casa de uno y guardar en ella nuestras vidas, nuestras alegrías y dolores, nuestros más recónditos misterios, nuestros amores y pesares: nuestra felicidad.

Cuando era niño, hace unos cuantos meses, no percibía esto de la naturaleza y sus prodigios. Sí, la disfrutábamos, la vivíamos, jugábamos con ella y ella nos sonreía. Era parte de nuestro entorno y de nuestra vida. De esa naturaleza –eso sí lo sabíamos- provenía la mayor parte de los alimentos que consumimos en el día a día y el regalo del agua fresca y el aire invisible y refrescante.

Y los amaneceres cargados de luz y los atardeceres amorosos. Y todo estaba ahí y nosotros también. La naturaleza adquiere todas las formas de vida y está en nosotros: Semper fidelis.

En México –o por lo menos en el altiplano y sobre todo en el sur del país- el cambio entre estaciones como que no se perciben a simple vista. Es que se da el caso de que la mayor parte de los días del año hay sol y por lo mismo es parte de la vida y sólo se le extraña cuando está ausente, que es cuando extrañamos el terruño, nuestros modos de origen y nuestro alimento inigualable.

A veces el sol es tenue y suave. A veces intenso. A veces acaricia. Otras veces el mismo sol abraza y nos hace sudar la gota gorda. Pero uno se acostumbra.

Porque también tenemos nuestro sistema término decimal, que nos gradúa la tolerancia o la búsqueda de soluciones: el agua es una de ellas; el viento fresco que corre debajo de los grandes laureles o sabinos de mi tierra oaxaqueña, o los macuilíes o flamboyanes del paraíso tabasqueño, o los almendros de más al sur...

Ahí en el entorno está este mundo maravilloso que tenemos y que hemos descuidado y que, de una u otra manera, y de tiempo en tiempo nos pasa la factura por los daños cometidos.

Y está la gente que vive, ama, sueña, trabaja, se esmera, se preserva y da. Es la gente buena que hay en todo espacio vital, condición humana, circunstancia. Hay de los otros, los maloras y terribles: esos no son humanos, son entes. Pero bueno.

Y todo esto viene al caso porque por estos días como que el estado de ánimo se anima. Porque a diferencia de lo que ocurría hace ya un año cuando por estos meses de primavera todo parecía peligroso y siniestro; el pesimismo estaba en el ánimo de todos y se temía por la vida propia y la de los seres queridos, amigos, colegas.

El anuncio de un virus mortal ya había sido declarado por la Organización Mundial de la Salud como una pandemia. Y lo era. Lo es aún. Pero a lo largo de los meses los mexicanos sufríamos por la amenaza en salud, pero también por la falta de solidaridad oficial. Era la falta de comprensión por la dimensión del peligro, aun cuando todos los indicios marcaban que en el mundo la tragedia se cebaba en millones de seres humanos.

Todavía en enero de 2020 no imaginábamos lo fatal del bicho que ya había aparecido en China. Pero de forma vertiginosa veíamos cómo cada día más gente se contagiaba, enfermaba grave... Muchos perdimos a gente amada, amigos entrañables-inolvidables, de pronto las redes sociales estaban convertidas en obituarios dolorosos. Hoy, tal; hoy, tal; hoy, tal... Y a cada nombre seguía nuestro lamento, el dolor de la pérdida, pero también la impotencia y el temor.

Apenas a mediados de abril de este año en el mundo las muertes superaron ya la barrera de los 3 millones de seres humanos y los contagios totales superan los 140 millones. Los recuperados de la enfermedad están cerca de llegar a los 80 millones.

A la misma fecha, en México han muerto 212 mil 339 personas y según también cifras oficiales, se estima que hay 2 millones 495 mil 387 casos de coronavirus.

Más de doscientos mil seres humanos en nuestro país –cifras oficiales- han partido; se han ido. Han dejado en sus seres queridos pesares, dolor, abandono. Y duelen. Y se extrañan y, aunque no se les hubiera conocido, fueron contemporáneos de cada una de nuestras alegrías o tristezas colectivas; fueron gente de trabajo, de esfuerzo, de lucha, de sueños y logros o fracasos; amaron... abrazaron... besaron con amor a sus amores; construían su propia vida y la de sus seres queridos.

Ya no están. Ya no ocupan su lugar en la mesa. Ya no cantan comen sus platillos preferidos. Ya no repelan por esto o lo otro. Ya no organizan el paseo dominical o para vacaciones. Ya no ríen a carcajadas como entonces. Ya no bailan y cantan y disfrutan la colectividad, como tampoco ya no guardan silencio cuando están tristes o ya no compartirán sus logros y alegrías. El dolor de su muerte no está sólo en la partida: Está, sobre todo, en la ausencia.

Ha sido el año, y meses, fatal. El año de tinieblas. El año de la resta. El año que caminamos a tientas en el laberinto obscuro que parecía interminable. El año y más que nos permite saber que entre las palabras y los hechos hay una dimensión casi ahora conocida: La de la tragedia.

El recuento de los daños habrá de llegar, como el recuento de responsabilidades históricas. Ya se sabe que Clío no es la musa de la historia que todo lo ve y todo lo perdona. Siempre termina por decir lo que fue, lo que pasó y quiénes tuvieron responsabilidades, cumplidas... o no.

Cada silencio contrito. Cada lágrima. Cada dolor en el corazón. Cada grito o susurro estarán ahí, como carga perenne para quienes mintieron, engañaron, omitieron y propiciaron tantas muertes y pesares que pudieron evitarse...

A los médicos, a las doctoras y doctores, al personal de asistencia sanitaria, a los que de verdad lo son, los honorables, los humanos, los cariñosos, los solidarios, los abocados y capaces, para ellos será siempre el honor de haber salvado vidas, de haber mitigado sufrimientos, de aumentar tiempo a quien quería más tiempo de vida, aunque muchas de sus propias vidas se perdieron en el vértigo lamentable. Honor eterno para ellos.

Pero ya está mucho más cerca la luz del túnel. Ya está ahí la vacuna milagrosa. Una y más. Todas ellas resultado del esfuerzo y el conocimiento de científicos-médicos que consiguieron el antídoto. La solución previsora. Unos hombres indujeron el mal. Otros hombres propiciaron el bien. Es así.

Y uno acude a inyectarse con el ¡Jesús! en la boca. Porque estos días nos han hecho más desconfiados aún; más pesimistas; más dados a dudar que a creer; pero también sabemos que es la única solución hoy; que es la manera como podremos recuperar el tiempo perdido y salir airosos de la batalla. Es la famosa luz, al final del túnel.

Aun así el camino sigue. Y los cuidados habrán de ser meticulosos. Por el bien de uno. Por el bien de todos. Todavía está el riesgo. Pero también ese inicio de solución. Esa luz del túnel. Aunque aún no salimos del túnel.

Y eso: ya está en punto la primavera que estalló como castillo de colores. Todavía hay tiempo para verla. Para sentirla. Para saber que “the sun also rises”. Y que mañana será otro día... y otro... y otro... porque todavía hay tiempo de vida y porque todavía tenemos mucho por hacer. Juntos. Todos... “Mmmmm... pruebe usted, que el rompope ya está en su punto”.

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