/ viernes 22 de abril de 2022

Hojas de papel volando | “Para ti soy libro abierto...”

Venía abstraída. Como perdida. Como fuera de este mundo, pero en este mundo. De pronto sonreía. De pronto se la miraba acongojada. Se le vio derramar una lágrima, como a “Bola de Sebo” y un rato después a punto de la carcajada. Ya en calma, descansaba para reflexionar la idea mientras veía fijamente al exterior, pero sin mirar bien a bien un punto o el panorama. ¿Qué veía? Suspiraba.

No descansaba, aunque el ruido externo era agobiante o las sacudidas o los momentos de espera. Aquel era un largo camino para muchos de nosotros, para ella fue un instante, un abrir y cerrar de ojos. Un sueño... o realidades distintas. Y así transcurrieron segundos-minutos-horas, tiempo en el que ella fue otra y ella misma: todo junto.

Ya casi al llegar, como si lo hubiera calculado, terminó su propio recorrido. Lo cerró suavemente. Casi con devoción. Lo puso en sus piernas y lo acarició por un rato. Lo levantó enseguida y lo abrazo fuerte. Con amor. Al final de cuentas ambos ya eran uno. Los demás nos veíamos unos a otros y en silencio preguntábamos qué sucedía, o qué le sucedía. En realidad provocaba ternura.

Por su mirada se supo que el sedimento de aquello se había quedado en su memoria y en su corazón.

Y así llegó-llegamos a la estación de aquel tren que había recorrido distancias largas y que –lo dicho- para muchos había sido un viaje casi interminable, en cambio a ella se le veía como si apenas hubiera subido, con su juventud en los ojos, su emoción a la vista, su mochila a la espalda, sus pantalones de mezclilla raídos y sus tenis, con su playera y su chamarra de capucha. Al final ya estaba en la meta. Habíamos llegado. Lo había terminado.

Su libro quedó satisfecho también. Había estado en comunicación con ella. Le había dicho todo lo que sabía. Le mostró caminos y senderos. Le mostró tardes y amaneceres. Le mostró tempestades y calma. Le enseñó lo que es la naturaleza humana, sus grandezas y debilidades. Le dijo del bien y el mal y que a fin de cuentas ‘la vida no es un block cuadriculado’. Pero sobre todo nunca la dejó sola.

Le inyectó vida. Una y mil vidas. Uno y mil asombros. Una y mil sorpresas al leer aquellas páginas, aquellos párrafos, aquellas oraciones o frases cargadas de estética y arte. Todo en apenas un pequeño libro que encerraba la vida entera, el antes y después de nosotros, la trascendencia y la memoria sin olvido.

Al verla, yo adolescente apenas, y expectante a lo que diera la vida, recordé al abuelo en la casa oaxaqueña mientras leía en voz alta sus viejos libros cuyas cubiertas forró con papel periódico para cuidarlos; O a las maestras y maestros milagrosos que nos inculcaban la pasión por la lectura. Uno de ellos nos llevó de la mano para leer-leer-leer y, sobre todo entender lo que leíamos.

Al principio era una guerra entre el juego y la tarea. Un dilema que algunos no sabíamos resolver y que era el de salir y correr desaforados y jugar a lo que fuera, o de pronto suspender para seguir la lectura y hacer “el ejercicio”.

Porque el maestro Luis Herrera Valenzuela, de quinto año, nos leía en clase a Rubén Darío, a García Lorca, párrafos de Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela. Y todo eso era muy bueno porque mientras él nos leía, niños aún nos encontrábamos de pronto abstraídos, emocionados, cargados de ganas de que aquello no terminara. Y no era sólo la historia que nos relataba, también la manera cómo lo hacía y, sobre todo, que enfatizaba algunas ideas, para nosotros... y ahí estaba el chiste.

Al término salía con aquello de: “Bueno: ya leímos, espero que hayan puesto atención a lo que leímos, ahora quiero que en una hoja de su cuaderno –no más-, hagan su propia ‘composición’. Qué entendieron. Qué aprendieron. Qué les dijo el autor y su historia. Y, sobre todo, cómo dirían ustedes eso mismo, con sus palabras”. ¡Chin!

Y lo peor de todo era que sí leía nuestros trabajos. Con su lápiz que pintaba rojo marcaba errores de ortografía, de sintaxis, de orden... y todo eso que luego nos explicaba. Al principio era difícil. Luego más fácil y nuestros trabajos eran “inmejorables” decía a algunos de nosotros. Y, lo más peorsísimo, que en la ceremonia de los lunes nos hacía leer los trabajos frente a toda la escuela y al micrófono: ¡Horror!

Pero bueno. Así era.

Con esto, en secundaria aquello de “Español” era pan comido. Así que cuando la maestra gordita-bonita nos encargó a cada uno la lectura de un libro y de hecho nos lo asignó, fue entrar de nueva cuenta al fondo del asunto, con ganas y sin reparo.

A mí me tocó “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, una novela terrorífica de Edgar Allan Poe. Ya he relatado aquí mismo aquella aventura. Saqué diez. Seis en taller de electrónica. No importa. Sí importa. La gordita-bonita-inteligente nos encargó más lecturas y resúmenes. Me acuerdo de “Vuelo nocturno” de Antoine de Saint-Exupéry, en el que aprendí que el momento “extremo” de un vuelo es el del aterrizaje, porque en ese instante la nave lucha contra la ley de gravedad... y más.

En la prepa supe que hay lecturas que son por placer y otras por disciplina –aunque no nos gusten-. Y sobre todo por aprendizaje. No todo era disfrutar en el sentido hedonista de la lectura por la lectura misma. También había libros maravillosos que nos mostraban la ciencia, la tecnología, los cálculos infinitesimales, las teorías cuánticas y todo eso que era archidifícil de entender pero que era tan necesario como el mismo Don Quijote de Cervantes.

Al llegar a la Universidad, en este caso a nuestra insigne-enorme-maravillosa Alma Mater, la Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM- (“¡Pumas, rarrarraaaaaaa!” Gooooya-Gooooya... ¡Universidad!”) Ya había escogido una carrera y ya sabía para dónde iba a tirar la cabra y cuál era su monte.

Las lecturas ahí eran más intensas. Orientadas a mi disciplina de estudio y para llenar los muchos huecos que había en la maceta de cada uno de nosotros. Algunos llenamos esos espacios y otros no tanto. Pero eso sí: leíamos. Leíamos mucho. A Mario Bunge lo leí veinte veces sin entenderlo –ejem-, por supuesto leíamos todo el catálogo de la Editorial Progreso y las llaves de la justicia en las obras de Marx, Engels, Lenin. Pero también leíamos mucha historia y muchos temas relativos al derecho por la libertad de expresión y, sobre todo, sobre periodismo.

Esto es: la vida es una lectura permanente. La vida es caminar entre letras. Palabras. Frases. Oraciones. Párrafos. Leemos desde que nos levantamos y hasta que dormimos.

Leer libros nos abre caminos. Nos abre las entendederas. Nos hace comprender la razón del ser y nuestra razón de ser. Nos hace tener más herramientas del conocimiento humano para conectarlas con las de otros seres humanos. Nos hace aberrantes, si, en una lectura mal entendida; pero sobre todo nos hace ser gente buena, a la manera de lo que dijo Ryszard Kapuscinski.

Y todo esto viene al caso porque desde 1995 la UNESCO declaró el 23 de abril como el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Esto porque coincide con la fecha de la muerte de Shakespeare, Cervantes e Inca Garcilaso de la Vega.

Leer con sentido crítico y de comprensión amplía el lenguaje y las ideas; nos hace ser infelices, pero también más-mucho más felices que otros (García Márquez afirmó que era más feliz cuando era indocumentado, pero sin sus lecturas no habría García Márquez ni “Cien años de soledad”).

Leer incrementa la responsabilidad con uno mismo; nos permite escribir con decoro o algunos lo consiguen con grandeza, nuestros grandes autores: Proust, Pasternak, Kazantzakis, Tolstoi, Dostoyevski, Rulfo, José Emilio Pacheco, Fuentes, Paz... antes de escribir pasaron horas-días-semanas-meses-años leyendo en soledad. Luego llegó el martirio feliz: escribir-escribir-escribir en soledad.

La lectura brinda diversión, mejora la atención, desarrolla la creatividad, amplía el vocabulario, distrae y descansa. Y está en los libros. Y hay libros para distintos lectores, gustos, sabores, colores, intensidades, intereses, emociones, aspiraciones, sueños, ilusiones, desdichas y quebrantos... Escribir desahoga sueños, emociones, aspiraciones, ilusiones, mundos que son “como pompas de jabón”.

“Dicen de mí, que yo he sido un libro abierto, donde mucha gente ha escrito... no hagas caso nada es cierto...en blanco está, nadie supo escribir nada...”


Venía abstraída. Como perdida. Como fuera de este mundo, pero en este mundo. De pronto sonreía. De pronto se la miraba acongojada. Se le vio derramar una lágrima, como a “Bola de Sebo” y un rato después a punto de la carcajada. Ya en calma, descansaba para reflexionar la idea mientras veía fijamente al exterior, pero sin mirar bien a bien un punto o el panorama. ¿Qué veía? Suspiraba.

No descansaba, aunque el ruido externo era agobiante o las sacudidas o los momentos de espera. Aquel era un largo camino para muchos de nosotros, para ella fue un instante, un abrir y cerrar de ojos. Un sueño... o realidades distintas. Y así transcurrieron segundos-minutos-horas, tiempo en el que ella fue otra y ella misma: todo junto.

Ya casi al llegar, como si lo hubiera calculado, terminó su propio recorrido. Lo cerró suavemente. Casi con devoción. Lo puso en sus piernas y lo acarició por un rato. Lo levantó enseguida y lo abrazo fuerte. Con amor. Al final de cuentas ambos ya eran uno. Los demás nos veíamos unos a otros y en silencio preguntábamos qué sucedía, o qué le sucedía. En realidad provocaba ternura.

Por su mirada se supo que el sedimento de aquello se había quedado en su memoria y en su corazón.

Y así llegó-llegamos a la estación de aquel tren que había recorrido distancias largas y que –lo dicho- para muchos había sido un viaje casi interminable, en cambio a ella se le veía como si apenas hubiera subido, con su juventud en los ojos, su emoción a la vista, su mochila a la espalda, sus pantalones de mezclilla raídos y sus tenis, con su playera y su chamarra de capucha. Al final ya estaba en la meta. Habíamos llegado. Lo había terminado.

Su libro quedó satisfecho también. Había estado en comunicación con ella. Le había dicho todo lo que sabía. Le mostró caminos y senderos. Le mostró tardes y amaneceres. Le mostró tempestades y calma. Le enseñó lo que es la naturaleza humana, sus grandezas y debilidades. Le dijo del bien y el mal y que a fin de cuentas ‘la vida no es un block cuadriculado’. Pero sobre todo nunca la dejó sola.

Le inyectó vida. Una y mil vidas. Uno y mil asombros. Una y mil sorpresas al leer aquellas páginas, aquellos párrafos, aquellas oraciones o frases cargadas de estética y arte. Todo en apenas un pequeño libro que encerraba la vida entera, el antes y después de nosotros, la trascendencia y la memoria sin olvido.

Al verla, yo adolescente apenas, y expectante a lo que diera la vida, recordé al abuelo en la casa oaxaqueña mientras leía en voz alta sus viejos libros cuyas cubiertas forró con papel periódico para cuidarlos; O a las maestras y maestros milagrosos que nos inculcaban la pasión por la lectura. Uno de ellos nos llevó de la mano para leer-leer-leer y, sobre todo entender lo que leíamos.

Al principio era una guerra entre el juego y la tarea. Un dilema que algunos no sabíamos resolver y que era el de salir y correr desaforados y jugar a lo que fuera, o de pronto suspender para seguir la lectura y hacer “el ejercicio”.

Porque el maestro Luis Herrera Valenzuela, de quinto año, nos leía en clase a Rubén Darío, a García Lorca, párrafos de Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela. Y todo eso era muy bueno porque mientras él nos leía, niños aún nos encontrábamos de pronto abstraídos, emocionados, cargados de ganas de que aquello no terminara. Y no era sólo la historia que nos relataba, también la manera cómo lo hacía y, sobre todo, que enfatizaba algunas ideas, para nosotros... y ahí estaba el chiste.

Al término salía con aquello de: “Bueno: ya leímos, espero que hayan puesto atención a lo que leímos, ahora quiero que en una hoja de su cuaderno –no más-, hagan su propia ‘composición’. Qué entendieron. Qué aprendieron. Qué les dijo el autor y su historia. Y, sobre todo, cómo dirían ustedes eso mismo, con sus palabras”. ¡Chin!

Y lo peor de todo era que sí leía nuestros trabajos. Con su lápiz que pintaba rojo marcaba errores de ortografía, de sintaxis, de orden... y todo eso que luego nos explicaba. Al principio era difícil. Luego más fácil y nuestros trabajos eran “inmejorables” decía a algunos de nosotros. Y, lo más peorsísimo, que en la ceremonia de los lunes nos hacía leer los trabajos frente a toda la escuela y al micrófono: ¡Horror!

Pero bueno. Así era.

Con esto, en secundaria aquello de “Español” era pan comido. Así que cuando la maestra gordita-bonita nos encargó a cada uno la lectura de un libro y de hecho nos lo asignó, fue entrar de nueva cuenta al fondo del asunto, con ganas y sin reparo.

A mí me tocó “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, una novela terrorífica de Edgar Allan Poe. Ya he relatado aquí mismo aquella aventura. Saqué diez. Seis en taller de electrónica. No importa. Sí importa. La gordita-bonita-inteligente nos encargó más lecturas y resúmenes. Me acuerdo de “Vuelo nocturno” de Antoine de Saint-Exupéry, en el que aprendí que el momento “extremo” de un vuelo es el del aterrizaje, porque en ese instante la nave lucha contra la ley de gravedad... y más.

En la prepa supe que hay lecturas que son por placer y otras por disciplina –aunque no nos gusten-. Y sobre todo por aprendizaje. No todo era disfrutar en el sentido hedonista de la lectura por la lectura misma. También había libros maravillosos que nos mostraban la ciencia, la tecnología, los cálculos infinitesimales, las teorías cuánticas y todo eso que era archidifícil de entender pero que era tan necesario como el mismo Don Quijote de Cervantes.

Al llegar a la Universidad, en este caso a nuestra insigne-enorme-maravillosa Alma Mater, la Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM- (“¡Pumas, rarrarraaaaaaa!” Gooooya-Gooooya... ¡Universidad!”) Ya había escogido una carrera y ya sabía para dónde iba a tirar la cabra y cuál era su monte.

Las lecturas ahí eran más intensas. Orientadas a mi disciplina de estudio y para llenar los muchos huecos que había en la maceta de cada uno de nosotros. Algunos llenamos esos espacios y otros no tanto. Pero eso sí: leíamos. Leíamos mucho. A Mario Bunge lo leí veinte veces sin entenderlo –ejem-, por supuesto leíamos todo el catálogo de la Editorial Progreso y las llaves de la justicia en las obras de Marx, Engels, Lenin. Pero también leíamos mucha historia y muchos temas relativos al derecho por la libertad de expresión y, sobre todo, sobre periodismo.

Esto es: la vida es una lectura permanente. La vida es caminar entre letras. Palabras. Frases. Oraciones. Párrafos. Leemos desde que nos levantamos y hasta que dormimos.

Leer libros nos abre caminos. Nos abre las entendederas. Nos hace comprender la razón del ser y nuestra razón de ser. Nos hace tener más herramientas del conocimiento humano para conectarlas con las de otros seres humanos. Nos hace aberrantes, si, en una lectura mal entendida; pero sobre todo nos hace ser gente buena, a la manera de lo que dijo Ryszard Kapuscinski.

Y todo esto viene al caso porque desde 1995 la UNESCO declaró el 23 de abril como el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Esto porque coincide con la fecha de la muerte de Shakespeare, Cervantes e Inca Garcilaso de la Vega.

Leer con sentido crítico y de comprensión amplía el lenguaje y las ideas; nos hace ser infelices, pero también más-mucho más felices que otros (García Márquez afirmó que era más feliz cuando era indocumentado, pero sin sus lecturas no habría García Márquez ni “Cien años de soledad”).

Leer incrementa la responsabilidad con uno mismo; nos permite escribir con decoro o algunos lo consiguen con grandeza, nuestros grandes autores: Proust, Pasternak, Kazantzakis, Tolstoi, Dostoyevski, Rulfo, José Emilio Pacheco, Fuentes, Paz... antes de escribir pasaron horas-días-semanas-meses-años leyendo en soledad. Luego llegó el martirio feliz: escribir-escribir-escribir en soledad.

La lectura brinda diversión, mejora la atención, desarrolla la creatividad, amplía el vocabulario, distrae y descansa. Y está en los libros. Y hay libros para distintos lectores, gustos, sabores, colores, intensidades, intereses, emociones, aspiraciones, sueños, ilusiones, desdichas y quebrantos... Escribir desahoga sueños, emociones, aspiraciones, ilusiones, mundos que son “como pompas de jabón”.

“Dicen de mí, que yo he sido un libro abierto, donde mucha gente ha escrito... no hagas caso nada es cierto...en blanco está, nadie supo escribir nada...”


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