/ viernes 26 de marzo de 2021

Hojas de papel volando | Zweig: el exilio de todos tan temido

La noche anterior jugó ajedrez con un vecino. Antes tuvo tiempo para escribir una serie de cartas que envió a sus amigos en distintos países, sobre todo en Europa. Dejó otras en la mesa de su habitación. Una abierta en la que explicaba a todos el motivo de su resolución. Todo estaba dispuesto. Habían tomado la decisión días antes. Era un pacto definitivo y solidario; un pacto de amistad, de amor y solidaridad, en el abandono, porque estaban abandonados y lejos de la vida que soñaron, para construir una existencia feliz en Europa, en Austria o en Alemania.

En la mesilla de noche, junto a la lámpara había dos vasos. Uno para cada uno. Con restos de veneno. En la cama yacían. Él vestido de traje, sobrio, con corbata y bien dispuesto; ella con su camisón de noche. Él reposaba la cabeza sobre su almohada quizá miró por último ese mundo feliz; luego un sueño profundo; ella, su esposa Charlotte Altmann, muy cerca de él, cariñosa.

El primero en tomar el contenido del vaso fue Stefan. Ella unos minutos después. Luego los dos dejaron de existir. Los dos dejaron de sufrir la angustia de un mundo sin paz ni sosiego. Y una Europa, su Europa amada, su patria, confrontada y herida de muerte. Era el 22 de febrero de 1942.

Desde 1934 huía de los nazis. Desde entonces comenzó su exilio doloroso. Ya Inglaterra en donde permanece varios años y adquiere la nacionalidad británica, o en Estados Unidos, en Sudamérica… Era consciente del peligro y de que su vida y la de su segunda esposa estaban amenazadas. En gran medida esto fue lo que hizo que adelantara el camino.

En una de las cartas enviada a un amigo lo escribió así: ““Saludo a todos mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí”. La impaciencia que tanto le había atosigado durante toda su vida. La angustia por recuperar el mundo perdido y por construir uno mejor.

Pero terminó derrotado por la realidad.

En una de sus novelas más famosas, “La impaciencia del corazón” describe la transformación del hombre y las circunstancias que hacen que el ser humano resuelva su vida de forma distinta a lo presupuesto.

Pero Stefan Zweig es mucho más que su muerte y las razones de su muerte. Es un escritor de enorme y luminosa prosa, al mismo tiempo profunda como elegante, fina, bordada a mano; sabía, como pocos, desentrañar las razones sicológicas de sus personajes a los que diseccionaba y entregaba punto por punto a un lector habido que se introduce en su literatura para ser parte de ella, para entenderse en la circunstancia, en los avatares y en sus propias intensidades, aun las más corrosivas.

Construía sus historias en base a la Europa que conoció y que vivió. En sus formas. En sus modos de entender la vida. En sus intrigas y maldades como en su grandiosa claridad. Pero también como retrato de la transformación brutal y trágica que vivió el continente, así como de las que no parecía haber solución racional ni recuperación del viejo humanismo que la vistió por muchos años.

Su obra es vasta y de una calidad de arte supremo. Hasta hace muy poco se habían compilado 75 volúmenes, entre poemarios, obras de teatro, novelas, cuentos, biografías, ensayos y el libreto de una ópera. Nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. En el seno de una familia judía: Su padre, un empresario en materia textil, y su madre que provenía de una familia de banqueros. Por tanto, tuvo una educación esmerada, aunque desde pequeño destacaba su interés por la lectura y la escritura.

Todavía adolescente comenzó a enviar poemas e ‘ideas’, a revistas o periódicos literarios. Ya joven ingresó a la Universidad de Viena para estudiar filosofía. Se doctoró en 1904, a los 23 años. Y de manera más formal comenzó a publicar obra y algunas piezas literarias en el Neue Freie Press.

Y poco a poco comenzó a intercambiar opiniones con escritores famosos de la época aunque nunca negó su enorme admiración por la obra de Goethe, como también su cercanía a los estudios sicológicos de Sigmund Freud. Este último de forma directa o indirecta influyó en la obra literaria de Zweig en lo que se refiere a los laberintos sicológica de sus personajes.

Ya concluidos sus estudios decidió viajar. Era su pasión, después del trabajo literario: Berlín, París, Bruselas. Y se vinculó de forma personal con artistas de la época Auguste Rodin, Rainer Maria Rilke, Romain Rolland, W.B. Yeats, Pirandello y muchos otros. Pero es al estallar la Primera Guerra Mundial, cuando Zweig transforma su idea de la guerra y los valores de la paz, a la que se dedicó a impulsar durante toda su vida.

Muy joven fue un ferviente patriota austríaco y escribía apologías del movimiento bélico y sus razones. Aún más. Pidió ser reclutado en el Ejército, aunque por incapacidad física no fue al frente, pero sirvió en los Archivos Austríacos del Ministerio de Guerra.

Al conocer los horrores de la guerra, su idea cambió radicalmente. Fue entonces cuando escribió una de sus grandes obras, la primera de ellas: el drama “Jeremías”, en 1917. Es el profeta al que nadie entendió, el profeta que clamaba en el desierto, el que advirtió la proximidad de la hecatombe y quien lloró desconsolado la pérdida del ser humano.

Manifiesta en esta obra su visión crítica de la guerra. Y adopta, de por vida, una postura pacifista, lo que lo vinculó con otro enorme novelista francés Romain Rolland.

Stefan Zweig decidió entonces radicar en Suiza hasta el final de la guerra. Su obra, mientras tanto, calaba hondo en la conciencia europea. Y también es cuando comienza a publicar una serie de biografías que hacen una galería histórica, bien documentada y de excelente escritura: “Magallanes”, “Fouché”, “María Antonieta”, “Balzac”, “Erasmo de Rotterdam”…

En 1920 se casó con Friderike Maria von Winternitz (de quien se divorció en 1938) y se mudó a una gran casa en Salzburgo. Por entonces comenzó a publicar de forma más continua, pero siempre con el enorme compromiso con la forma y el fondo: “Amok”, “Miedo” y, sobre todo, en 1926 “La confusión de los sentimientos”.

Esta es una pequeña y excelente novela que resulta en un suceso para el momento. La historia de un profesor y su alumno; su relación fraterna; la complejidad creciente de sus sentimientos; la voracidad de la juventud y la urgencia del conocimiento, pero sobre todo la sicología de dos personajes que se entienden, pero que no se comprenden en sus honduras y en sus sentimientos.

Tres años después, en 1929 publica “Veinticuatro horas en la vida de una mujer” que sería por muchos años lo que hoy se llama un best seller. Y junto a estas obras había un cúmulo literario que parecía incontenible. Libros y libros. Pero también, en la misma medida, conflictos y pesares.

En 1933, los libros de Zweig son prohibidos por el gobierno nazi en Alemania... y son quemados en hoguera pública. No sólo por su contenido pacifista como por ser el mismo autor un judío. Cuando la policía registró su domicilio en Austria, le causó una enorme indignación y sintió “pesadas nubes sobre su cabeza”, y la abandonó.

Nunca más volvió.

Y comenzó su exilio, el exilio que, a la manera del soneto, es ese ‘infierno de todos tan temido’. Berlín, Paris, Bruselas, Nueva York, Sudamérica. Y a su paso escribía los horrores de la guerra, la urgente necesidad de la paz, y sobre todo la creencia en la redención por la vía de la fraternidad humana.

Lo decía quien vivió dos guerras mundiales, quien escribió los alcances, el dolor, la tragedia y el llanto derramado por los enfrentamientos de seres humanos que son lo mismo de uno a otro país, sin distinción de color o religión, preferencia o expectativas. “Novela de ajedrez”; “Carta de una desconocida”, “La embriaguez de la metamorfosis”…

Poco antes de su muerte escribió otra de sus obras maestras: En 1942 entrega un libro luminoso, al mismo tiempo que cargado de nostalgias, de recuerdos, de triunfos y, al final, de fracasos. De oscuridades y dolores: es su autobiografía: “El mundo de ayer” Publicado después de su muerte, es la historia de un hombre que vio cómo el mundo, su mundo, se derrumbaba, que todo caía bajo el ímpetu del odio y la ambición; bajo el ímpetu de una preeminencia política nacional o mundial.

… Pero también la historia de un romántico que creyó en la paz, en la fraternidad, en la unidad de Europa como una sola, y en la esperanza de la redención del ser humano. Fue. Es: Stefan Zweig.

La noche anterior jugó ajedrez con un vecino. Antes tuvo tiempo para escribir una serie de cartas que envió a sus amigos en distintos países, sobre todo en Europa. Dejó otras en la mesa de su habitación. Una abierta en la que explicaba a todos el motivo de su resolución. Todo estaba dispuesto. Habían tomado la decisión días antes. Era un pacto definitivo y solidario; un pacto de amistad, de amor y solidaridad, en el abandono, porque estaban abandonados y lejos de la vida que soñaron, para construir una existencia feliz en Europa, en Austria o en Alemania.

En la mesilla de noche, junto a la lámpara había dos vasos. Uno para cada uno. Con restos de veneno. En la cama yacían. Él vestido de traje, sobrio, con corbata y bien dispuesto; ella con su camisón de noche. Él reposaba la cabeza sobre su almohada quizá miró por último ese mundo feliz; luego un sueño profundo; ella, su esposa Charlotte Altmann, muy cerca de él, cariñosa.

El primero en tomar el contenido del vaso fue Stefan. Ella unos minutos después. Luego los dos dejaron de existir. Los dos dejaron de sufrir la angustia de un mundo sin paz ni sosiego. Y una Europa, su Europa amada, su patria, confrontada y herida de muerte. Era el 22 de febrero de 1942.

Desde 1934 huía de los nazis. Desde entonces comenzó su exilio doloroso. Ya Inglaterra en donde permanece varios años y adquiere la nacionalidad británica, o en Estados Unidos, en Sudamérica… Era consciente del peligro y de que su vida y la de su segunda esposa estaban amenazadas. En gran medida esto fue lo que hizo que adelantara el camino.

En una de las cartas enviada a un amigo lo escribió así: ““Saludo a todos mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí”. La impaciencia que tanto le había atosigado durante toda su vida. La angustia por recuperar el mundo perdido y por construir uno mejor.

Pero terminó derrotado por la realidad.

En una de sus novelas más famosas, “La impaciencia del corazón” describe la transformación del hombre y las circunstancias que hacen que el ser humano resuelva su vida de forma distinta a lo presupuesto.

Pero Stefan Zweig es mucho más que su muerte y las razones de su muerte. Es un escritor de enorme y luminosa prosa, al mismo tiempo profunda como elegante, fina, bordada a mano; sabía, como pocos, desentrañar las razones sicológicas de sus personajes a los que diseccionaba y entregaba punto por punto a un lector habido que se introduce en su literatura para ser parte de ella, para entenderse en la circunstancia, en los avatares y en sus propias intensidades, aun las más corrosivas.

Construía sus historias en base a la Europa que conoció y que vivió. En sus formas. En sus modos de entender la vida. En sus intrigas y maldades como en su grandiosa claridad. Pero también como retrato de la transformación brutal y trágica que vivió el continente, así como de las que no parecía haber solución racional ni recuperación del viejo humanismo que la vistió por muchos años.

Su obra es vasta y de una calidad de arte supremo. Hasta hace muy poco se habían compilado 75 volúmenes, entre poemarios, obras de teatro, novelas, cuentos, biografías, ensayos y el libreto de una ópera. Nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. En el seno de una familia judía: Su padre, un empresario en materia textil, y su madre que provenía de una familia de banqueros. Por tanto, tuvo una educación esmerada, aunque desde pequeño destacaba su interés por la lectura y la escritura.

Todavía adolescente comenzó a enviar poemas e ‘ideas’, a revistas o periódicos literarios. Ya joven ingresó a la Universidad de Viena para estudiar filosofía. Se doctoró en 1904, a los 23 años. Y de manera más formal comenzó a publicar obra y algunas piezas literarias en el Neue Freie Press.

Y poco a poco comenzó a intercambiar opiniones con escritores famosos de la época aunque nunca negó su enorme admiración por la obra de Goethe, como también su cercanía a los estudios sicológicos de Sigmund Freud. Este último de forma directa o indirecta influyó en la obra literaria de Zweig en lo que se refiere a los laberintos sicológica de sus personajes.

Ya concluidos sus estudios decidió viajar. Era su pasión, después del trabajo literario: Berlín, París, Bruselas. Y se vinculó de forma personal con artistas de la época Auguste Rodin, Rainer Maria Rilke, Romain Rolland, W.B. Yeats, Pirandello y muchos otros. Pero es al estallar la Primera Guerra Mundial, cuando Zweig transforma su idea de la guerra y los valores de la paz, a la que se dedicó a impulsar durante toda su vida.

Muy joven fue un ferviente patriota austríaco y escribía apologías del movimiento bélico y sus razones. Aún más. Pidió ser reclutado en el Ejército, aunque por incapacidad física no fue al frente, pero sirvió en los Archivos Austríacos del Ministerio de Guerra.

Al conocer los horrores de la guerra, su idea cambió radicalmente. Fue entonces cuando escribió una de sus grandes obras, la primera de ellas: el drama “Jeremías”, en 1917. Es el profeta al que nadie entendió, el profeta que clamaba en el desierto, el que advirtió la proximidad de la hecatombe y quien lloró desconsolado la pérdida del ser humano.

Manifiesta en esta obra su visión crítica de la guerra. Y adopta, de por vida, una postura pacifista, lo que lo vinculó con otro enorme novelista francés Romain Rolland.

Stefan Zweig decidió entonces radicar en Suiza hasta el final de la guerra. Su obra, mientras tanto, calaba hondo en la conciencia europea. Y también es cuando comienza a publicar una serie de biografías que hacen una galería histórica, bien documentada y de excelente escritura: “Magallanes”, “Fouché”, “María Antonieta”, “Balzac”, “Erasmo de Rotterdam”…

En 1920 se casó con Friderike Maria von Winternitz (de quien se divorció en 1938) y se mudó a una gran casa en Salzburgo. Por entonces comenzó a publicar de forma más continua, pero siempre con el enorme compromiso con la forma y el fondo: “Amok”, “Miedo” y, sobre todo, en 1926 “La confusión de los sentimientos”.

Esta es una pequeña y excelente novela que resulta en un suceso para el momento. La historia de un profesor y su alumno; su relación fraterna; la complejidad creciente de sus sentimientos; la voracidad de la juventud y la urgencia del conocimiento, pero sobre todo la sicología de dos personajes que se entienden, pero que no se comprenden en sus honduras y en sus sentimientos.

Tres años después, en 1929 publica “Veinticuatro horas en la vida de una mujer” que sería por muchos años lo que hoy se llama un best seller. Y junto a estas obras había un cúmulo literario que parecía incontenible. Libros y libros. Pero también, en la misma medida, conflictos y pesares.

En 1933, los libros de Zweig son prohibidos por el gobierno nazi en Alemania... y son quemados en hoguera pública. No sólo por su contenido pacifista como por ser el mismo autor un judío. Cuando la policía registró su domicilio en Austria, le causó una enorme indignación y sintió “pesadas nubes sobre su cabeza”, y la abandonó.

Nunca más volvió.

Y comenzó su exilio, el exilio que, a la manera del soneto, es ese ‘infierno de todos tan temido’. Berlín, Paris, Bruselas, Nueva York, Sudamérica. Y a su paso escribía los horrores de la guerra, la urgente necesidad de la paz, y sobre todo la creencia en la redención por la vía de la fraternidad humana.

Lo decía quien vivió dos guerras mundiales, quien escribió los alcances, el dolor, la tragedia y el llanto derramado por los enfrentamientos de seres humanos que son lo mismo de uno a otro país, sin distinción de color o religión, preferencia o expectativas. “Novela de ajedrez”; “Carta de una desconocida”, “La embriaguez de la metamorfosis”…

Poco antes de su muerte escribió otra de sus obras maestras: En 1942 entrega un libro luminoso, al mismo tiempo que cargado de nostalgias, de recuerdos, de triunfos y, al final, de fracasos. De oscuridades y dolores: es su autobiografía: “El mundo de ayer” Publicado después de su muerte, es la historia de un hombre que vio cómo el mundo, su mundo, se derrumbaba, que todo caía bajo el ímpetu del odio y la ambición; bajo el ímpetu de una preeminencia política nacional o mundial.

… Pero también la historia de un romántico que creyó en la paz, en la fraternidad, en la unidad de Europa como una sola, y en la esperanza de la redención del ser humano. Fue. Es: Stefan Zweig.

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