/ jueves 22 de octubre de 2020

Ida y vuelta | Los momentos felices

En uno de sus textos, el escritor chileno Roberto Bolaño escribió que cuando era niño le gustaba jugar con sus hermanos a convertir los momentos felices en estatua. Tiene mucho que leí esa frase, y a veces la olvido, pero cuando de pronto un momento feliz se impone con toda su fuerza, vuelve a mi memoria y entonces, como un juego de niños, busco pausar el momento.

El otro día, con ese poder que tienen los recuerdos de aparecerse de repente, las palabras de Bolaño surgieron de la imagen de Julio César Urías. El pitcher mexicano, a un costado del montículo, con los brazos extendidos, la manopla aún cubriéndole la mano derecha, las piernas bien plantadas y la cara viendo al cielo. El gesto ya anticipa el grito que despresurizará su mundo y lo devolverá al parque.

Unos pasos atrás está el cátcher, que lo mira de espaldas y aunque a la carrera busca un abrazo, se detiene unos instantes, porque sabe que hay momentos que se viven solos. Julio Urías, como estatua en su momento feliz.

El mexicano había esperado muchas noches para vivir un instante como ese, y aunque para un pitcher la espera es una cuestión relativa, es cierto que ya tenía la cuenta llena. Los colores de los Dodgers cubriéndole el pecho y los latigazos de su brazo zurdo son en Los Ángeles una imagen conocida. Aunque Urías no lo quiera aceptar, la presencia del Toro Valenzuela aparece con cada uno de sus lanzamientos. El aficionado mexicano busca en el presente un pasado lleno de momentos felices.

Hay algo mítico en la figura de un pitcher. La soledad con la que encara los partidos alimenta esa teoría, enlazado con el mundo apenas por un sistema de señales. Su labor es la del engaño, que el bateador no le adivine el pensamiento, o en su caso, hacerla de adivinador para pensar lo que el bateador piensa y poner la bola lejos, o antes o después.

Son distintas las facetas a las que un lanzador hace frente. El abridor, que carga en su espalda con el peso de un partido.

El relevista, que camina con serenidad desde el bullpen a apagar un incendio, o el cerrador, cuya labor a veces se reduce a unos cuantos lanzamientos. Lo que sea que haga Urías, ojalá termine como estatua.

En uno de sus textos, el escritor chileno Roberto Bolaño escribió que cuando era niño le gustaba jugar con sus hermanos a convertir los momentos felices en estatua. Tiene mucho que leí esa frase, y a veces la olvido, pero cuando de pronto un momento feliz se impone con toda su fuerza, vuelve a mi memoria y entonces, como un juego de niños, busco pausar el momento.

El otro día, con ese poder que tienen los recuerdos de aparecerse de repente, las palabras de Bolaño surgieron de la imagen de Julio César Urías. El pitcher mexicano, a un costado del montículo, con los brazos extendidos, la manopla aún cubriéndole la mano derecha, las piernas bien plantadas y la cara viendo al cielo. El gesto ya anticipa el grito que despresurizará su mundo y lo devolverá al parque.

Unos pasos atrás está el cátcher, que lo mira de espaldas y aunque a la carrera busca un abrazo, se detiene unos instantes, porque sabe que hay momentos que se viven solos. Julio Urías, como estatua en su momento feliz.

El mexicano había esperado muchas noches para vivir un instante como ese, y aunque para un pitcher la espera es una cuestión relativa, es cierto que ya tenía la cuenta llena. Los colores de los Dodgers cubriéndole el pecho y los latigazos de su brazo zurdo son en Los Ángeles una imagen conocida. Aunque Urías no lo quiera aceptar, la presencia del Toro Valenzuela aparece con cada uno de sus lanzamientos. El aficionado mexicano busca en el presente un pasado lleno de momentos felices.

Hay algo mítico en la figura de un pitcher. La soledad con la que encara los partidos alimenta esa teoría, enlazado con el mundo apenas por un sistema de señales. Su labor es la del engaño, que el bateador no le adivine el pensamiento, o en su caso, hacerla de adivinador para pensar lo que el bateador piensa y poner la bola lejos, o antes o después.

Son distintas las facetas a las que un lanzador hace frente. El abridor, que carga en su espalda con el peso de un partido.

El relevista, que camina con serenidad desde el bullpen a apagar un incendio, o el cerrador, cuya labor a veces se reduce a unos cuantos lanzamientos. Lo que sea que haga Urías, ojalá termine como estatua.