/ domingo 24 de febrero de 2019

Iniciativa de ley sobre ciencia (II)

Inmersos en la discusión en torno a la iniciativa de ley sobre ciencia presentada por la senadora Ana Lilia Rivera de Morena, más que nunca debemos tener presente la experiencia que ha enfrentado la cultura mexicana en las últimas décadas sobre todo ante el embate de que objeto por dos actos de naturaleza legislativa que, lejos de fortalecerla, la debilitaron y dejaron por mucho tiempo en un limbo jurídico.

Uno, el decreto que emitió el 7 de diciembre de 1988 el entonces presidente de la República, por el que creó al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA) como órgano administrativo desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública para ejercer las atribuciones que en materia de promoción y difusión de la cultura y las artes le correspondían. El otro, la Ley de Cultura que promulgó, a su vez, Enrique Peña Nieto. El primero, un decreto espurio que nulificó de facto la esencia de dos leyes orgánicas nacidas del H. Congreso de la Unión: la que creó al INAH y la que dio origen al INBAL, atropellando la división de poderes. El segundo, una ley que nació para legitimar la ilegalidad en que incurrió Salinas de Gortari. ¿Qué se consiguió? Que la administración de la cultura nacional terminara concentrada y reconcentrada bajo un órgano único de la administración federal, sujeta a los mismos grupos de poder que estuvieron al frente de ella, enquistados, a lo largo de más de tres décadas. Personajes que, salvo honrosas excepciones, no acreditaron experiencia ni reconocimiento profesional en los distintos ámbitos de la cultura y las artes, comenzando por quienes ocuparon la titularidad del CNCA y luego de la Secretaría de Cultura.

Con el arribo de la nueva administración, el peligro de incurrir en los mismos defectos y vicios del pasado está latente. No se advierte el cambio largamente anhelado. La propia ciudadanía ha denunciado la ligereza irresponsable con la que han llegado algunos de los nuevos funcionarios sin el perfil profesional mínimo a diversos órganos de la administración científica federal, como es el caso de la delicadísima área de Bioseguridad en el Conacyt –la encargada de los transgénicos-, o de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, abonando con ello nuevas y mayores inquietudes en la comunidad científica que debate la iniciativa de Ley sobre Humanidades, Ciencias y Tecnologías.

De acuerdo con su exposición de motivos, el ahora propuesto Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología (Conahcyt) absorberá las funciones de “la Coordinación de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Oficina de la Presidencia y las del Consejo Consultivo de Ciencias. Por otro lado, también se plantea que el Consejo asuma el rol y propicie el desarrollo o consolidación de otras entidades del Sistema: el Consejo General de Investigación Científica, Desarrollo Tecnológico e Innovación, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, la Conferencia Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, y la Red Nacional de Grupos y Centros de Investigación”. Es decir, se reduce sin duda la burocracia en la administración científica del Conahcyt, sobre todo la vinculada con el titular de la presidencia de la República, pero hay también solo cambios de nombre y surge un nuevo y aún más grave peligro: la inminente concentración y reconcentración de la administración de la ciencia, tal y como la padece el sector cultural de nuestro país, sujeto primero a un supraórgano administrativo ilegal, como en su momento fue el CNCA y ahora la Secretaría de Cultura.

El desarrollo intelectual de un país, en todos los órdenes, no puede ni debe quedar sujeto a un único grupo y mucho menos si es cupular y detenta el poder. La historia nos ha demostrado lo nefasto y deletéreo que esto es, porque si algo requiere la creación e innovación humanística, científica y tecnológica para proliferar es que exista un auténtico clima democrático y que la participación de todos los sectores de la sociedad sea libre, incluyente y plural a fin de que la confrontación de ideas y proyectos prospere. El decisivo papel de las academias en el Renacimiento, como el de las sociedades científicas y artísticas entre los siglos XVII y XIX, para el auge de la educación, de las ciencias y las artes, así lo demostró y lo sigue demostrando.

Toda concentración de la ciencia y de la cultura es una acción antinatura que castra el crecimiento de una sociedad; que empodera y amafia a un grupo al poder; que revivifica prácticas largamente condenadas de administraciones pasadas; que abre las puertas al dogmatismo; que quebranta la pluralidad y la transparencia; que no garantiza la adecuada canalización de los recursos a las áreas prioritarias del interés social, y algo peor, posibilita que administraciones venideras recrudezcan cada vez más estas condiciones, haciendo de ellas terreno fértil para los intereses creados y freno criminal para el avance y progreso de nuestra Nación.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli

Inmersos en la discusión en torno a la iniciativa de ley sobre ciencia presentada por la senadora Ana Lilia Rivera de Morena, más que nunca debemos tener presente la experiencia que ha enfrentado la cultura mexicana en las últimas décadas sobre todo ante el embate de que objeto por dos actos de naturaleza legislativa que, lejos de fortalecerla, la debilitaron y dejaron por mucho tiempo en un limbo jurídico.

Uno, el decreto que emitió el 7 de diciembre de 1988 el entonces presidente de la República, por el que creó al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA) como órgano administrativo desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública para ejercer las atribuciones que en materia de promoción y difusión de la cultura y las artes le correspondían. El otro, la Ley de Cultura que promulgó, a su vez, Enrique Peña Nieto. El primero, un decreto espurio que nulificó de facto la esencia de dos leyes orgánicas nacidas del H. Congreso de la Unión: la que creó al INAH y la que dio origen al INBAL, atropellando la división de poderes. El segundo, una ley que nació para legitimar la ilegalidad en que incurrió Salinas de Gortari. ¿Qué se consiguió? Que la administración de la cultura nacional terminara concentrada y reconcentrada bajo un órgano único de la administración federal, sujeta a los mismos grupos de poder que estuvieron al frente de ella, enquistados, a lo largo de más de tres décadas. Personajes que, salvo honrosas excepciones, no acreditaron experiencia ni reconocimiento profesional en los distintos ámbitos de la cultura y las artes, comenzando por quienes ocuparon la titularidad del CNCA y luego de la Secretaría de Cultura.

Con el arribo de la nueva administración, el peligro de incurrir en los mismos defectos y vicios del pasado está latente. No se advierte el cambio largamente anhelado. La propia ciudadanía ha denunciado la ligereza irresponsable con la que han llegado algunos de los nuevos funcionarios sin el perfil profesional mínimo a diversos órganos de la administración científica federal, como es el caso de la delicadísima área de Bioseguridad en el Conacyt –la encargada de los transgénicos-, o de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, abonando con ello nuevas y mayores inquietudes en la comunidad científica que debate la iniciativa de Ley sobre Humanidades, Ciencias y Tecnologías.

De acuerdo con su exposición de motivos, el ahora propuesto Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología (Conahcyt) absorberá las funciones de “la Coordinación de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Oficina de la Presidencia y las del Consejo Consultivo de Ciencias. Por otro lado, también se plantea que el Consejo asuma el rol y propicie el desarrollo o consolidación de otras entidades del Sistema: el Consejo General de Investigación Científica, Desarrollo Tecnológico e Innovación, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, la Conferencia Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, y la Red Nacional de Grupos y Centros de Investigación”. Es decir, se reduce sin duda la burocracia en la administración científica del Conahcyt, sobre todo la vinculada con el titular de la presidencia de la República, pero hay también solo cambios de nombre y surge un nuevo y aún más grave peligro: la inminente concentración y reconcentración de la administración de la ciencia, tal y como la padece el sector cultural de nuestro país, sujeto primero a un supraórgano administrativo ilegal, como en su momento fue el CNCA y ahora la Secretaría de Cultura.

El desarrollo intelectual de un país, en todos los órdenes, no puede ni debe quedar sujeto a un único grupo y mucho menos si es cupular y detenta el poder. La historia nos ha demostrado lo nefasto y deletéreo que esto es, porque si algo requiere la creación e innovación humanística, científica y tecnológica para proliferar es que exista un auténtico clima democrático y que la participación de todos los sectores de la sociedad sea libre, incluyente y plural a fin de que la confrontación de ideas y proyectos prospere. El decisivo papel de las academias en el Renacimiento, como el de las sociedades científicas y artísticas entre los siglos XVII y XIX, para el auge de la educación, de las ciencias y las artes, así lo demostró y lo sigue demostrando.

Toda concentración de la ciencia y de la cultura es una acción antinatura que castra el crecimiento de una sociedad; que empodera y amafia a un grupo al poder; que revivifica prácticas largamente condenadas de administraciones pasadas; que abre las puertas al dogmatismo; que quebranta la pluralidad y la transparencia; que no garantiza la adecuada canalización de los recursos a las áreas prioritarias del interés social, y algo peor, posibilita que administraciones venideras recrudezcan cada vez más estas condiciones, haciendo de ellas terreno fértil para los intereses creados y freno criminal para el avance y progreso de nuestra Nación.

bettyzanolli@gmail.com\u0009\u0009\u0009@BettyZanolli