/ martes 9 de febrero de 2021

Iniciativa de reforma eléctrica: corto circuito multidimensional

Por Gerardo Gutiérrez Candiani

Como la Suprema Corte invalidó, por anticonstitucional, el decreto de “Política de Confiabilidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional" de la Secretaría de Energía, ahora se intenta cambiar la ley para perseverar en el propósito de acabar con el mercado eléctrico y volver al monopolio de CFE en materia de generación. El problema es que con ese expediente se puede provocar un corto circuito para la inversión en el país y que los mexicanos paguemos más por la luz que consumimos, ya sea directamente en los recibos o por la necesidad de fondear, vía impuestos, el aumento correspondiente en el costo de los subsidios.

De prosperar en el Congreso, la nueva embestida se topará con amparos con amplia probabilidad de ganar, siempre que siga funcionando en México la división de poderes. Sin embargo, seguiremos en una prueba de resistencia que no dejará de generar incertidumbre, ante una verdadera amenaza multidimensional.

Amenaza para los consumidores, las finanzas públicas, la competitividad de las empresas y la productividad de las actividades económicas, al encarecer al sistema eléctrico. Para la atracción de inversiones, y no sólo del sector energético, como muestra de falta de certeza jurídica. Para el medio ambiente y los compromisos internacionales del país, lo mismo con el Acuerdo de París sobre el cambio climático que con el TMEC, máxime cuando la transición energética a fuentes limpias es prioridad estratégica de la administración Biden.

Como si no tuviésemos suficientes problemas y desafíos nacionales en lo inmediato, pareciera que hay la consigna de crear más. Basta revisar los principales puntos de la iniciativa.

Se busca destruir el Mercado Eléctrico Mayorista para regresar a un modelo de monopolio y centralización de las distintas funciones y actividades del sector. El criterio de ingreso a la red ya no sería el del costo más bajo (primero la energía más barata), sino una secuencia arbitraria a conveniencia de la CFE: 1) sus hidroeléctricas, 2) sus demás centrales, 3) energía eólica y solar de particulares y 4) plantas de ciclo combinado privadas. Aunque con ello pierda más dinero el Estado. Como las hidroeléctricas no pueden satisfacer la demanda actual, ni mucho menos la futura, ni tampoco son suficientes las plantas menos viejas de que dispone, las principales beneficiadas serían las centrales campeonas no en generación eléctrica, sino en generación de pérdidas económicas y contaminación del aire.

Se pretende acabar con el mercado de los Certificados de Energías Limpias (CEL), al despojarlo de su función de estímulo a la inversión en nueva generación de energía limpia. Podrían emitirlos centrales construidas previamente a la Ley de Transición Energética en 2014, con lo que el referente de valor se desplomaría. Asimismo, la CFE ya no sería sujeto obligado para comprarlos para cubrir su emisión de gases de efecto invernadero.

Ya no habría subastas para asegurar capacidad a los mejores precios a largo plazo, así que iríamos a procesos proclives a la opacidad, y finalmente, se dejaría en estado de absoluta precariedad jurídica a los permisos de autoabastecimiento, mecanismo que viene de antes de la reforma eléctrica, creado para que las empresas pudieran asociarse con generadores privados a fin de cubrir sus necesidades. Ahora, esos permisos podrían ser revocados si las autoridades consideran que su origen es fraudulento: pésimo mensaje de retroactividad legal y de discrecionalidad, como un ordenamiento ostensiblemente contrario al principio jurídico de inviolabilidad de los contratos; efectivamente, como ha señalado el CCE, de tintes expropiatorios.

La simple comparación de costos de generación, con datos del regulador, bastaría para demostrar el sentido antieconómico y lesivo para el medio ambiente e incluso la salud pública de este proyecto de ley, montado en una argumentación ideologizada y contradictoria.

Mientras que las centrales hidroeléctricas de la CFE operan a un costo de generación de casi mil 220 pesos por MwH y las más modernas que tiene de ciclo combinado en cerca de mil 540 pesos, la electricidad privada de tecnologías fotovoltaicas y eólicas cuesta alrededor de 380 pesos. A las termoeléctricas de la “Empresa Productiva del Estado”, con las operaciones más contaminantes del sistema e instalaciones y tecnologías en un estado avanzado de obsolescencia, les sale en más de 2 mil pesos producir un MwH, más del quíntuple que en las energías limpias y renovables.

Con ese trasfondo, es insostenible el reclamo en la exposición de motivos de que la CFE fue “obligada a otorgar toda clase de subsidios a sus supuestos competidores”. Es al revés: gracias a éstos ha podido comprar capacidad a 20 dólares el MwH para venderla a sus clientes en 100, y así, reducir las pérdidas por su ineficiencia y los subsidios a hogares y al campo. En las condiciones actuales, podría decirse que cada Kw que deja de generar la CFE es un ahorro para el Estado mexicano.

¿Podemos permitirnos todos esos costos y pérdidas sólo por la obsesión con un modelo energético e ideológico rebasado hace décadas?

Por Gerardo Gutiérrez Candiani

Como la Suprema Corte invalidó, por anticonstitucional, el decreto de “Política de Confiabilidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional" de la Secretaría de Energía, ahora se intenta cambiar la ley para perseverar en el propósito de acabar con el mercado eléctrico y volver al monopolio de CFE en materia de generación. El problema es que con ese expediente se puede provocar un corto circuito para la inversión en el país y que los mexicanos paguemos más por la luz que consumimos, ya sea directamente en los recibos o por la necesidad de fondear, vía impuestos, el aumento correspondiente en el costo de los subsidios.

De prosperar en el Congreso, la nueva embestida se topará con amparos con amplia probabilidad de ganar, siempre que siga funcionando en México la división de poderes. Sin embargo, seguiremos en una prueba de resistencia que no dejará de generar incertidumbre, ante una verdadera amenaza multidimensional.

Amenaza para los consumidores, las finanzas públicas, la competitividad de las empresas y la productividad de las actividades económicas, al encarecer al sistema eléctrico. Para la atracción de inversiones, y no sólo del sector energético, como muestra de falta de certeza jurídica. Para el medio ambiente y los compromisos internacionales del país, lo mismo con el Acuerdo de París sobre el cambio climático que con el TMEC, máxime cuando la transición energética a fuentes limpias es prioridad estratégica de la administración Biden.

Como si no tuviésemos suficientes problemas y desafíos nacionales en lo inmediato, pareciera que hay la consigna de crear más. Basta revisar los principales puntos de la iniciativa.

Se busca destruir el Mercado Eléctrico Mayorista para regresar a un modelo de monopolio y centralización de las distintas funciones y actividades del sector. El criterio de ingreso a la red ya no sería el del costo más bajo (primero la energía más barata), sino una secuencia arbitraria a conveniencia de la CFE: 1) sus hidroeléctricas, 2) sus demás centrales, 3) energía eólica y solar de particulares y 4) plantas de ciclo combinado privadas. Aunque con ello pierda más dinero el Estado. Como las hidroeléctricas no pueden satisfacer la demanda actual, ni mucho menos la futura, ni tampoco son suficientes las plantas menos viejas de que dispone, las principales beneficiadas serían las centrales campeonas no en generación eléctrica, sino en generación de pérdidas económicas y contaminación del aire.

Se pretende acabar con el mercado de los Certificados de Energías Limpias (CEL), al despojarlo de su función de estímulo a la inversión en nueva generación de energía limpia. Podrían emitirlos centrales construidas previamente a la Ley de Transición Energética en 2014, con lo que el referente de valor se desplomaría. Asimismo, la CFE ya no sería sujeto obligado para comprarlos para cubrir su emisión de gases de efecto invernadero.

Ya no habría subastas para asegurar capacidad a los mejores precios a largo plazo, así que iríamos a procesos proclives a la opacidad, y finalmente, se dejaría en estado de absoluta precariedad jurídica a los permisos de autoabastecimiento, mecanismo que viene de antes de la reforma eléctrica, creado para que las empresas pudieran asociarse con generadores privados a fin de cubrir sus necesidades. Ahora, esos permisos podrían ser revocados si las autoridades consideran que su origen es fraudulento: pésimo mensaje de retroactividad legal y de discrecionalidad, como un ordenamiento ostensiblemente contrario al principio jurídico de inviolabilidad de los contratos; efectivamente, como ha señalado el CCE, de tintes expropiatorios.

La simple comparación de costos de generación, con datos del regulador, bastaría para demostrar el sentido antieconómico y lesivo para el medio ambiente e incluso la salud pública de este proyecto de ley, montado en una argumentación ideologizada y contradictoria.

Mientras que las centrales hidroeléctricas de la CFE operan a un costo de generación de casi mil 220 pesos por MwH y las más modernas que tiene de ciclo combinado en cerca de mil 540 pesos, la electricidad privada de tecnologías fotovoltaicas y eólicas cuesta alrededor de 380 pesos. A las termoeléctricas de la “Empresa Productiva del Estado”, con las operaciones más contaminantes del sistema e instalaciones y tecnologías en un estado avanzado de obsolescencia, les sale en más de 2 mil pesos producir un MwH, más del quíntuple que en las energías limpias y renovables.

Con ese trasfondo, es insostenible el reclamo en la exposición de motivos de que la CFE fue “obligada a otorgar toda clase de subsidios a sus supuestos competidores”. Es al revés: gracias a éstos ha podido comprar capacidad a 20 dólares el MwH para venderla a sus clientes en 100, y así, reducir las pérdidas por su ineficiencia y los subsidios a hogares y al campo. En las condiciones actuales, podría decirse que cada Kw que deja de generar la CFE es un ahorro para el Estado mexicano.

¿Podemos permitirnos todos esos costos y pérdidas sólo por la obsesión con un modelo energético e ideológico rebasado hace décadas?